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martes, 27 de septiembre de 2016
Un año y un día
El 27 de septiembre del año pasado se conmemoró el 40.º aniversario de los últimos fusilamientos del franquismo con Franco. Cinco luchadores murieron asesinados contra el paredón en circunstancias particularmente atroces. José Humberto Baena, de 24 años, José Luis Sánchez Bravo, de 22, y Ramón García Sanz, de 27 años, fueron condenados a muerte tras un consejo de guerra sumarísimo en el cuartel de El Goloso, Madrid, y ejecutados en Hoyo de Manzanares. Juan Paredes Manot, de 21 años, corrió idéntica suerte en Barcelona, y Ángel Otaegui, de 33 años, fue condenado y ejecutado en Burgos. Todos esos consejos de guerra no fueron más que farsas. Los fusilamientos no. Los fusilamientos fueron reales esa mañana de sábado del 75.
Carlos González Martínez, asesinado por los guerrilleros de Cristo Rey en Madrid el 27 de septiembre de 1976. |
Un año después de aquella tragedia, el 27 de septiembre de 1976, era lunes. Hoy hace 40 años de aquello. El 76 había resultado bisiesto. Llovía por la noche en Madrid; fue el día más lluvioso de aquel mes en la ciudad. Los autobuses circulaban empañados desde la periferia hasta el centro, con los cristales de las ventanas cubiertos por un vaho que no dejaba ver las calles oscuras.
En el centro se habían convocado varias manifestaciones por el primer aniversario de las ejecuciones de aquellos jóvenes antifranquistas.
Carlos González Martínez, estudiante de 21 años, se encontraba a la altura del número 13 de la calle Barquillo algo después de las nueve de la noche. La Policía y sus comandos auxiliares, los guerrilleros de Cristo Rey, cargaron contra los manifestantes que organizaban saltos por la zona, entre Alcalá y Gran Vía. Carlos González fue tiroteado por la espalda a un metro de distancia mientras corría y estaba a punto de caer al suelo. Un comando parapolicial le ejecutó al grito de “Viva Cristo Rey”. Los asesinos no se habían marcado un objetivo concreto, cualquiera les valía; le escogieron a él sólo por su aspecto: era joven y tenía el pelo largo. Suficiente.
Carlos González murió en el Hospital Francisco Franco a las cinco y media de la madrugada del 28 de septiembre. Un año y un día después de los fusilamientos del 75. Nadie fue detenido, juzgado ni condenado por su asesinato. La autorreforma del franquismo se estaba imponiendo a punta de pistola. La transición “pacífica”, ejemplo de siglos venideros, se abría paso a tiro limpio.
El flamante gobernador civil de Madrid era Juan José Rosón; el ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa; el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez; el jefe del Estado, Juan Carlos Borbón.
Rosón, camarada de Martín Villa y de Suárez en la cúpula de Falange, había mantenido a los policías fascistas en plena forma. Fue gobernador hasta 1980, año en que Suárez le hizo ministro del Interior. Preguntado por el asunto del franquismo policial, Rosón declaró que no consideraba conveniente “trasladar o depurar a policías de extrema derecha, porque pueden ser buenos profesionales”. En efecto, habían demostrado sobradamente su profesionalidad y su pericia —por ejemplo, su buena puntería—, e iban a seguir demostrándola.
Carlos González escribía poesía, como tantos otros jóvenes muertos por las balas de la Policía o sus auxiliares durante la transición. Es lógico. Eran jóvenes en torno a los veinte años, la época en que se escribe poesía para explicarse la vida y tratar de encontrarle la esencia.
Un año; eso tardó el franquismo, esta vez sin Franco, en volver a fusilar en Madrid. Un año y un día, una vez arrancada la vida a Carlos, fue lo que el régimen tardó en saciar su sed de muerte en esta ciudad por algún tiempo. Los fascistas no podían dejar pasar la fecha del 27 de septiembre sin celebrarla. Ya habían asesinado a balazos en los meses previos, con o sin su gris uniforme puesto, a otros jóvenes luchadores en Elda, Vitoria, Basauri, Montejurra, Almería, etcétera. Reservaron la fecha negra para volver a golpear en la que consideraban capital de su triste imperio, hecho de plomo y caspa. No podían tolerar una manifestación contra los últimos crímenes de su tétrico caudillo sin prolongar el reguero macabro de su obra. Ese 27 de septiembre, tan emblemático para los verdugos como para las víctimas, el régimen abrió de nuevo el grifo de la sangre en las calles de Madrid.
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