dimarts, 1 de desembre del 2015

Españoles, Franco ha muerto. Justo Serna.


http://anatomiadelahistoria.com/2015/11/espanoles-franco-ha-muerto/


30 nov, 2015 por 
 


Cuando el dictador español Francisco Franco moría en 1975, Justo Serna era un jovencito leído e ignorante, como tantos otros educados bajo el franquismo.
Pero ahora es Serna un historiador capaz de escribir un ensayo personalísimo sobre aquellos años delirantes, grises y aterradores para tantos. Un ensayo titulado Españoles, Franco ha muerto, publicado por Punto de Vista Editores, del que te adelantamos uno de sus epígrafes.


Vieja y nueva política. Dios


De manera periódica y con insistencia regular, don Francisco Franco Bahamonde, Caudillo por la Gracia de Dios, regresa. Vuelve desde el pasado, desde ese tiempo arruinado y frío que nos hiela el alma. Regresa para hacerse presente, para manifestarse. Como los espectros que no acaban de abandonarnos y que se nos aparecen para vigilar, comprobar o constatar lo que realizamos o lo que dejamos de rematar, el Generalísimo retorna: como una mala digestión, fruto de un metabolismo complicado.
Al Caudillo le dan vida quienes lo adoraron con idolatría pagana o aún lo reconocen; lo insuflan quienes se opusieron a su régimen y todavía lo recuerdan con dolor o con inquina; lo avivan incluso quienes no lo vieron y se interesan por lo que fue y por lo que hizo o dejó de hacer. Cosas feas…
Los historiadores también hacemos cosas feas. También nos interesamos por un personaje remoto, castizo y cruel. O por un católico ultra que supo auparse a lo más alto con grandes violencias y abundantes sevicias. Sin duda, el Caudillo ha condicionado el siglo XX español. Ha marcado nuestro Ochocientos liberal y carlista, tan indómito. Y ha condicionado nuestras creencias. Mis creencias están contaminadas por la usanza de aquel tiempo, contaminadas por la depravación del franquismo. ¿Depravación? He podido rehacerme, aunque malamente. Este libro es una prueba palpable de lo costoso de mi recuperación. De lo costoso de una recuperación de gentes que fueron niños o jóvenes en el último período del Régimen.
Yo fui católico, persona bautizada, que luego al final del franquismo dejó de creer. Caí del caballo (que nunca tuve) o del púlpito (aunque monaguillo sólo fui una vez). Nada menos. Desde entonces (desde 1973) me volví malote y enrabietado, como todo adolescente que se precie. Le perdí la pista a Dios conforme el Caudillo se extinguía. Desde entonces no he vivido. Al menos no he vivido como lo hacía en aquella infancia marcial.
Por ello, siempre he querido tener unas palabritas con Dios, un encuentro de tú a tú para indicarle lo que de niño no pude sugerirle: por falta de arrestos. También por el miedo que pasaba en Semana Santa, época de capirotes, de hostias consagradas y humos santificados. Y también a lo largo del año. Supongo que el mío no era un temor exclusivamente personal.
Hacia 1970 o 1973, el catolicismo obligatorio aún era uno de los misterios de la creación, por decirlo con palabras bíblicas. Y era el principal nutriente ideológico de una dictadura beata y cruel. Por aquellas fechas vivíamos bajo curas ostentosos, gentes que se las daban de santas. Pero también tuvimos que soportar a individuos tóxicos. Mi rencor actual e inmarcesible está plena mente justificado. ¿Contra qué? ¿Contra la Iglesia Romana? Contra el nacionalcatolicismo.
Cuando yo era un muchachito, en aquel tiempo de don Francisco Franco, leía las Sagradas Escrituras con unción y con fruición: por la dicha que aquellas páginas me procuraban, sintiéndome a la vez culpable por la felicidad muy materialista y carnal que experimentaba. Había escenas sicalípticas y batallas cruentas, combates cuerpo a cuerpo y movimientos de masas. Pura lascivia. Frotación de cuerpos musculosos y aceitados.
Había soledades y penalidades, pero sobre todo había el mito hecho relato, narración inacabable: el origen, la moralidad, el pecado, la muerte. Había la literalidad, pero había también lo figurado: esa hermenéutica infantil, esa interpretación fantasiosa, a lo que yo me aplicaba para sacar provecho y lección de aquellas enseñanzas.
La cinematografía sagrada de Semana Santa multiplicaba las consecuencias de mis lecturas. Por eso, al poner rostro a los personajes bíblicos, películas como Los diez mandamientos (1956), de Cecil B. DeMille, confirmaban lo que aprendía: me provocaban un defecto de realidad y, por supuesto, un efecto de temor.
Pero regresemos a la letra… Aquellas páginas las leía siempre: preferentemente las del Viejo Testamento, admirándome de la variedad de etnias que poblaban la Antigüedad bíblica. Las leía sin parar o reparar…, quizá porque, en la biblioteca exigua que mi padre había conseguido reunir, las Escrituras ocupaban un lugar destacado y bien visible: la mirada siempre se detenía en aquella encuadernación severa de las Ediciones Paulinas, en lomo de falsa piel.
Conservo aquel volumen. O, mejor, lo conservaba hasta hace poco tiempo: ahora no siempre lo encuentro entre los anaqueles de mi biblioteca confusa, urgente. Me siento culpable. Me invade el caos. Quizá podría echarle la culpa a Franco…, pero no puedo.
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Debo recuperar ese libro para volver a releer el Antiguo Testamento, el gran relato de la tradición, esa suma de textos en que aparecen pueblos escogidos e ingobernables que se redimen tras fracasos reiterados, tras siglos de postración, malvados temibles que amenazan la fortuna y el patrimonio de los buenos, santos que son ejemplo de piedad y recogimiento. Pero sobre todo debo recuperarlo para volver a oír la palabra de Dios, ese ser distante y rigurosísimo que tanta desazón nos causaba a los adolescentes del franquismo. Es un decir, vaya.
En aquellas páginas, siempre me angustiaba la Providencia, omnisciente y omnipotente. Los creyentes de entonces temíamos, en efecto, la imagen imponente de aquel Dios severo y vigilante que fijaba penas y penitencias a unos devotos pecadores, algo muelles. Siempre me sorprendía con el pie cambiado, con el pecado cometido; siempre con tentaciones invencibles.
En mi ejemplar de las Ediciones Paulinas había unas pocas fotografías bíblicas: sí, fotografías de los años sesenta del siglo XX –calculo– en las que quedaban retratados israelíes, palestinos, campesinos, artesanos, o en las que se mostraban parajes desérticos y oasis fertilísimos. O eso recuerdo. Era un modo de ilustrar la lectura piadosa en un mundo actual, vertiginoso. El efecto que me provocaban aquellas imágenes era el de permanencia, vigencia: en Tierra Santa, los tipos humanos y los paisajes seguían siendo los mismos que miles de años atrás. Algo querría decir…
Eso sí, de quien no había fotografía era de Dios, claro: una ausencia que aumentaba su enigmático poder para mi imaginación. Cuántas fes adolescentes se perdieron por culpa de aquel Dios omnipotente, siempre irritado con su pueblo y ajeno a los sufrimientos de un español bajo el dominio del nacionalcatolicismo. El agravio milenario del cristianismo se mezclaba con un Régimen cuyo Jefe de Estado lo era por la gracia de Dios. Nada menos. Te sentías culpable. ¿De qué? De todo, algo muy eficaz.
Como el propio Woody Allen le hizo decir a uno de sus personajes, Danny Rose, «es importante sentirse culpable. De lo contrario, sabe usted, uno es capaz de hacer cosas terribles… Yo-yo me siento culpable todo el tiempo, y yo-yo nunca he hecho nada. ¿Sabe?». Y cuando se le interroga si cree en Dios, Danny contesta: «No, no. Pero, eh, me siento culpable por eso».
Pues eso. Me sentía culpable y Franco aún seguía ahí…
[Ilustraciones de Antonio Barroso]

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