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«La represión en el franquismo también era cutre»
Nicolás Sánchez-Albornoz
El historiador recuerda los años en que era preciso ir a misa para conseguir un salvoconducto con el que viajar por España
Nicolás Sánchez-Albornoz tiene ligeramente desviado el tabique nasal. Fue una pelea de niños, allá por 1935 o quizá en los primeros meses del año siguiente. Él tenía entonces nueve años, o acababa de cumplir los diez, y se enfrentó a uno de sus amigos, que además vivía en el mismo portal, en la calle Ferraz. El otro niño era hijo del conde de San Luis y el motivo de la pelea era monarquía o república. A la República le quedaban pocos meses; la nariz de Sánchez-Albornoz continúa torcida más de ochenta años después. En el austero salón del piso madrileño del veterano historiador solo hay a la vista un detalle que apela a una biografía marcada por la cárcel y el exilio a cuenta de su republicanismo: una taza de porcelana con los colores rojo, amarillo y morado destaca entre unas carpetas, en una mesa de trabajo. Al otro lado de la estancia, un gran televisor. «Solo lo uso para ver las noticias, nada de cine o series. A mi edad, no me puedo permitir ocupaciones pasivas». La edad son 93 años cumplidos en febrero, que no se corresponden con su agilidad física y mental. La primera, cultivada con largas caminatas por el parque del Retiro, muy próximo a su domicilio, y por Ávila, adonde va muchos fines de semana porque tiene allí una casa desde siempre. La segunda, disciplinada a base de trabajo constante.
- Usted nació en el seno de una familia que no pasaba inadvertida. Su abuelo había sido diputado, su padre era historiador y fue ministro de Estado en la República y después presidente del Gobierno en el exilio. ¿Recuerda a gente importante de la política que pasara por su casa durante su infancia?
- No lo recuerdo, pero creo que era porque no pasaban por allí. Mi madre murió cuando yo tenía cinco años y mi padre, que mantenía una gran actividad tanto académica como en el Gobierno, pensó que lo mejor era que fuéramos con los abuelos paternos, que eran mayores y vivían solos.
- Fue en esa casa donde se peleó con su vecino en defensa de la República.
- Éramos amigos y seguimos siéndolo después de la pelea. Pero ese incidente revela el grado de politización de aquellos meses, que alcanzaba incluso a los niños.
- Sus primeros recuerdos de la Guerra son las balas que salían del cuartel de la Montaña, el mismo 19 de julio.
- Vivíamos en la calle Ferraz, en la esquina con la plaza de España, y el cuartel de la Montaña quedaba justo enfrente. Yo estaba en cama, enfermo, y por esa razón no me había ido al comenzar el verano con mi padre, que entonces era embajador en Lisboa. Escuchaba el ruido de las balas, pero no estaba asustado. La asustada era mi abuela. Recuerdo que las operaciones del Ministerio de la Guerra respecto del asalto del cuartel por las tropas leales a la República se hacían desde el teléfono de casa.
- Cuando se reunió en Lisboa con su padre se encontró con algo inesperado: un francotirador quiso matarlos. ¿Cómo fue?
- He sabido los detalles recientemente, porque me han pasado las cartas que se cruzaron entre los ministerios de Exteriores y del Interior, que contestó diciendo que el asunto estaba resuelto. Al francotirador lo enviaron desde Burgos, con la intención de dispararnos a todos los de la familia, aunque supongo que el gran objetivo era mi padre. Salazar, que prestaba apoyo a los rebeldes, estimó que en su país no se podía asesinar a un embajador acreditado. Tuvo una cierta dignidad nacional, y eso salvó a mi padre.
- Luego se fueron a París. ¿Qué recuerdos tiene de su paso por esa ciudad, aún en la niñez?
- Fue una estadía breve, dos meses y pico, pero vimos todo París, visitamos los grandes museos y conocí a unos cuantos historiadores, colegas de mi padre. Recuerdo que un día estuvimos comiendo en casa de Marc Bloch, que luego dio nombre a la Universidad de Estrasburgo.
- De ahí se marcharon a Burdeos. Y allí le pilló el inicio de otra guerra, la mundial.
- Sí, cuando acabó la Guerra Civil estábamos allí. Mi padre fue tres cursos profesor en la Universidad. Luego empezó la guerra mundial, pero durante un año no hubo apenas combates y la vida era bastante normal. En el Liceo suspendieron las clases cuando el Gobierno se trasladó a Burdeos y algunas oficinas se instalaron en aquel edificio.
Regreso y detención
Recuerda aquellos tiempos de ocio obligado, los juegos con sus amigos franceses y el día que, cuando todos comenzaron a cantar 'La marsellesa', un vietnamita que había en el aula no lo hizo. «Mucho después, y sabiendo lo que pasaba en su país, pude entender su comportamiento», explica. El avance de los alemanes los obligó a otro exilio. «Mi padre estaba en una lista que Serrano Suñer entregó a los alemanes con las personas que debían detener». Así que su progenitor partió hacia Argentina y él regresó a España. Un adolescente Nicolás Sánchez-Albornoz se instala de nuevo en su país, pero todo es muy distinto de como lo dejó. Por ejemplo, las cartas que recibe llegan abiertas y con sello de la censura. «Nunca me consideré por ello más vigilado que la mayoría de la población», sostiene. Es la vida entera la que está condicionada. En su caso, porque la política pesa mucho más que en las actividades de otros jóvenes. «Escuchábamos la radio de Londres para saber cómo iba la guerra, y soñábamos con que Alemania fuera vencida y que eso ayudara a que aquí cambiaran las cosas».
- En esos años, para moverse por España se necesitaba un salvoconducto que tenía algunas exigencias. Lo ha contado usted en sus memorias.
- Sí, era preciso ir a misa y comulgar por Pascua Florida.
- ¿Y usted lo hacía?
- Claro. Iba a la iglesia de San Vicente, en Ávila, y le hacía una seña al cura para que se diera cuenta de que estaba allí y luego me firmara el justificante.
- ¿En el Liceo francés, donde estudió, también se notaba la presión del Gobierno sobre la educación?
- Terminé el Bachillerato en el Liceo, que entonces dependía del Gobierno de Vichy, pero con todo era más abierto que la sociedad española. Luego también el Liceo terminó por dividirse por lealtades. Recuerdo que uno de mis profesores fue arrojado en paracaídas en Yugoslavia para negociar con Tito.
- En marzo de 1947, le detienen por sus actividades propagandísticas. La Policía va a su casa de Madrid sin saber que usted estaba en ese momento en Barcelona. La autoproclamada eficacia de la Policía franquista no era tal.
- Es que la represión en el franquismo también era cutre.
- ¿Tanto como para hacer que el billete de tren para su traslado como detenido a Madrid tuviera que pagárselo usted?
- Eso fue negociado, en cierta medida. Me dijeron que el traslado normal era en una conducción de la Guardia Civil que podía durar un par de semanas. Y yo tenía mucho interés por saber qué había pasado a mis compañeros. Por ello, me ofrecieron viajar detenido en el tren con la condición de que me pagara mi billete, y acepté.
- Estando detenido en un calabozo inmundo supo que había otros mejores.
- Sí, lo supe cuando en un momento dado me trasladaron a uno de ellos. Eran los que reservaban para los toreros que no mataban a sus toros en la plaza. Tampoco es que aquello fuera apetecible, pero eran mejores.
- En su libro de memorias habla de su paso por la cárcel de Alcalá, y de las clases que recibían en el patio. Allí Muñoz Suay le descubrió a Faulkner, y Mitxelena, la gramática histórica. ¿Cómo eran esas 'clases'?
- Las recibíamos en los paseos por el patio y en la galería, porque estábamos todos en la misma. Esos 'paseos' los llamábamos 'barbas' porque eran conversaciones que no terminaban y decíamos que nos crecía la barba mientras tanto. Llegamos a la cárcel un grupo de chicos de 18 a 20 años y nos encontramos con políticos y sindicalistas mayores, que decidieron hablarnos, nos consiguieron libros... Era algo educativo.
- Su juicio tuvo mucho impacto internacional.
- Sí, y eso operó a nuestro favor. Sucedió que habíamos metido papeles y revistas en cajas que estaban en el Liceo, donde trabajaba Manuel Lamana. La Policía tuvo que pedir permiso para entrar a hacer un registro, y eso salió en la prensa extranjera. En el juicio hubo periodistas de medios internacionales, y sin duda eso hizo que la petición del fiscal se rebajara bastante. Eso lo vieron los periodistas y lo transmitieron en sus crónicas. Luego, el juez multiplicó esa petición, nos lo comunicaron durante la noche y de eso ya no se enteró la Prensa.
- Cumplió parte de la pena, hasta que se fugó, en la construcción del Valle de los Caídos. ¿Ha vuelto alguna vez a Cuelgamuros?
- No, ni pienso.
- ¿Qué haría usted con aquello?
- Parto de una posición ecologista: se está derrumbando por sí mismo. Hay riesgo de que, en un invierno ventoso, se caiga la cruz. Y la estatua de la entrada está muy deteriorada. Mi idea sería no gastar nada en mantenimiento y dejar que la naturaleza opere. Tiene para mí un inconveniente personal: que no estaré aquí para ver su ruina.
Buenos Aires y Nueva York
De Cuelgamuros escapó en una fuga de película. Literalmente, porque Fernando Colomo rodó 'Los años bárbaros' a partir de la peripecia de Nicolás Sánchez-Albornoz y Manuel Lomana, sobre la que este último ya había escrito antes una novela. ('Otros hombres'). La organización corrió a cargo de Francisco Benet, hermano del escritor Juan Benet, y una vez fuera del campo de trabajo los reos se hicieron pasar por jóvenes despreocupados de viaje por España con dos norteamericanas. Una de ellas era Barbara Mailer, hermana del escritor Norman Mailer -que era el dueño del automóvil-, y la otra, la futura ensayista y periodista Barbara Probst Solomon. Pese a numerosos errores de planificación y varios incidentes, lograron pasar a Francia y de allí Sánchez-Albornoz se trasladó a Argentina, donde vivía su padre. «Tuve que empezar la carrera de nuevo porque no me reconocieron ni la Reválida de Bachillerato», recuerda ahora.
En el país austral, como si llevara tras él una maldición, vivió dos nuevos golpes de Estado. El primero, en 1955, fue bien recibido por los intelectuales españoles en el exilio, «porque lo dieron militares liberales y democráticos para acabar con el peronismo, del que estábamos hasta las narices. Era un régimen muy parecido al de España, y solo podías trabajar si tenías carné del partido». Durante once años, «impusimos un cambio en la vida universitaria, fue un verdadero período de regeneración. Con Perón yo no habría sido profesor en Argentina». No lo dice expresamente, pero de sus palabras se deduce que fue una de las mejores etapas de la vida de alguien que, sin llegar a tener nacionalidad argentina -pero sí pasaporte; se acogió a una fórmula para los residentes no nacionales- vivía perfectamente integrado. Incluso se casó con una argentina y nacieron allí sus dos hijos. Cuando el general Onganía terminó con esa década liberal, «muchos renunciamos». Había llegado el momento de volver a emigrar. Esta vez hacia Nueva York. Allí se casaría por segunda vez, de nuevo con una argentina.
- La Policía española le había acusado de organizar las revueltas universitarias de 1956, de las que usted, que estaba a casi 11.000 kilómetros, se enteró mucho después. ¿Qué pensó cuando se lo dijeron?
- Que era una lástima que no fuese cierto. Creo que eso indica la manía persecutoria de la Policía sobre ciertos individuos. Y no sé por qué estaba yo entre ellos. Le contaré algo al hilo de esto. Cuando me instalé en Nueva York, en 1968, recibí una notificación del consulado. Procedía del juez de El Escorial y me indicaba que, veinte años después, el proceso contra mí seguía vivo y debía estar localizado.
- Se instala en Nueva York en un momento crítico: protestas estudiantiles, auge de movimientos pacifistas, contracultura...
- Había una efervescencia enorme en la Universidad. Me acuerdo de las concentraciones de estudiantes y del curso en que se cerró y dieron aprobado general porque aquello estaba paralizado por las protestas.
- Fue allí donde, siete años más tarde, conoció la noticia de la muerte de Franco.
- Nos habíamos reunido a cenar en un restaurante de nombre vasco, tras un homenaje a Álvarez del Vayo, ministro de la República, que había muerto unos meses antes. Nos lo dijeron los camareros. Quisimos pedir champán, pero el dueño y los empleados se negaron. Yo vivía a pocas manzanas, así que nos fuimos todos para allá, porque en mi casa tenía unas botellas. Durante tres o cuatro días creo que pasó por allí todo el mundo.
- ¿Habló con su padre? ¿Recuerda qué comentaron sobre el futuro de España?
- No sé muy bien lo que nos dijimos, pero sí recuerdo que un par de meses después él empezó a añorar España. Me decía de broma que tenía una carrera con Franco a ver quién se moría más tarde y su victoria le permitía volver. Fui yo quien le propuse hacerlo. Nos vinimos los dos, acompañados de mi mujer y mis dos hijos. Fue un viaje con carga política y afectiva. Al llegar estaban esperándonos mis hermanos, la familia...
- Muchos de quienes regresaron del exilio tuvieron problemas de adaptación. ¿Los padeció usted?
- Creo que eso sucedió sobre todo con la generación anterior. Piense que yo había vivido en la España franquista. Y en abril de 1976, cuando volvimos, los 'grises' seguían siendo 'grises' y un enorme yugo con flechas ocupaba la fachada del edificio de Alcalá donde estaba la sede de Falange. En lo personal, tenía a mi familia, pude reunirme con mis compañeros de la cárcel y la facultad. Yo no sentí ningún vacío.
- ¿Qué pensó cuándo le hablaron de hacer una película sobre su fuga de Cuelgamuros?
- Estaba en Ávila y un día se presentó Fernando Colomo a contármelo y preguntarme si colaboraría en el proyecto. Le recomendé hablar con Lamana y Barbara Probst. Yo estuve varias veces con los guionistas, pero Lamana murió pronto y no pudo hacerlo. Probst no quiso intervenir.
- ¿Asistió al rodaje?
- Estuve un par de veces: cuando rodaron la escena de la pintada en la Universidad y luego la del encuentro en El Escorial con las chicas, tras la fuga. Uno de los monaguillos que salen en esa escena es mi nieto. También aparecen los hijos de Colomo.
- ¿El humor sirve para exorcizar los viejos fantasmas?
- No puedo contemplar todo aquello con las lágrimas con las que se abordan episodios del franquismo. Evidentemente, no me identifico para nada, pero mi experiencia es distinta. El franquismo no fue benévolo conmigo, pero yo me burlé de él. Con seguridad, habría sido distinto si hubiese tenido que cumplir los seis años de condena que me impusieron y luego la mili en batallones en África.
«Más que odio, desprecio»
-¿Ha sentido odio alguna vez? Odio a Franco, al franquismo, a quienes aún lo reivindican, a quienes se oponen a sacarlo de Cuelgamuros...
- Más que odio, he sentido desprecio. A Franco y a quienes lo reivindican. Me duele como historiador que España haya vivido un período así por la obsesión de un grupo de gente, militares entre ellos, hostiles al cambio.
- ¿Qué sintió el pasado febrero cuando un grupo de simpatizantes de ERC les llamaron 'fascistas' a quienes homenajeaban a Machado en Colliure?
- De ese tipo de gente espero cosas así siempre. Pero no me di por aludido. Creo que ni sabían que estaba allí. Imagino que se lo decían al presidente del Gobierno. Me indignó que aún se hagan esas cosas. Luego he recibido correos de colegas catalanes que se referían a lo sucedido como una barbaridad.
- ¿Le llamó alguien de ERC para disculparse?
- No. Tampoco creo que tengan por qué hacerlo. Algunos me han comentado que quienes gritaban eran gente nacida en el exilio, no habían llegado de Barcelona... Igual me lo han dicho para dulcificarlo.
- ¿Cómo le gustaría ser recordado?
- Como historiador, sobre todo. Eso sí lo he elegido. Lo otro, no. Pasó y he respondido dentro de una cierta coherencia.
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