Nacido en la antigua república soviética de Tibilisi (sic. Tibilisi es la capital de Georgia) después de que su abuelo fuera como voluntario a acompañar a los llamados 'niños de Rusia'

Gonzalo Barreda, nacido en la antigua república soviética de Tibilisi (?) después de que su abuelo embarcara como voluntario a la URSS con los 'niños de Rusia'. / Juan Plaza | LNE
Las consecuencias de la guerra civil traspasan las generaciones. En el caso de Gonzalo Barrena (Tbilisi, Georgia, 1956), nacido en el exilio de sus padres, que fue también el de sus abuelos. Reside en Cangas de Onís, donde ha sido maestro durante cuatro décadas y donde también lo fue su abuelo Nicolás Diez Valbuena. Él marcó en buena medida el rumbo de su propia historia. Tras estallar la guerra en 1936, cerca de tres mil de niños de entre 4 y 14 años pusieron rumbo a la Unión Soviética para alejarse del conflicto. Los padres -cuando había padres en lugar de orfandad- despidieron a sus hijos bajo una lluvia de bombas. Las dos grandes partidas fueron en Gijón y Santurce, cuando ya avanzaba el frente norte de los sublevados. Desde Asturias y rumbo a Leningrado -actual San Petesburgo- embarcó junto a ellos el maestro Valbuena, acompañado de su mujer, costurera, y su única hija de 19 años.
Su padre, del bando republicano, fue enviado tras la guerra a un campo de concentración en el norte de Aragón. De allí logra escapar junto a un contingente y cruzan los Pirineos, con tan mala fortuna que topan con la invasión nazi, viéndose forzados a enrolarse en sus filas hasta que lograron pasarse al bando soviético. Tampoco les sonrió la suerte, y fueron tomados por desertores y enviados 11 años a un campo de concentraciÓn en Kazajistán hasta que Stalin murió, en 1953. Después fue a Tibilisi (Georgia), por entonces una de las antiguas repúblicas de la URSS a la que habían llegado exiliados españoles huyendo del cerco de Leningrado, donde el nazismo sitió la capital rusa durante dos años y medio. Entre los exiliados conoció a la que sería su mujer. Pronto tendrían un hijo que a día de hoy hace perdurar su historia.

Gonzalo Barrena, profesor de Filosofía nacido en la antigua república soviética de Tibilisi después de que su abuelo se embarcara como voluntario con los 'niños de Rusia'. / Mara Villamuza | LNE
Barrena llegó a España en mayo de 1957, con seis meses de edad. La guerra civil y el estallido de la segunda guerra mundial dificultó la vuelta a casa de los miles de niños expatriados, ante la ruptura de relaciones entre Francisco Franco y Stalin. "Lo que iban a ser tres meses hasta fueron 20 años". La tragedia golpeó a su familia de uno y otro lado. Tras huir de la guerra y del franquismo, su abuelo fue denunciado por no ser suficientemente afecto al régimen y terminó en un gulag en el Ártico, donde murió de neumonía.
El filósofo relata también el trauma de la vuelta a España en repatriaciones masivas en el 56 y 57. Un retorno que no fue tal como esperaban. "Los padres enviaron a niños y se encontraron a adultos casados y con familia", relata Barrena, que destaca la "frialdad con la que fueron recibidos". En un momento donde las comunicaciones eran muy limitadas, las primeras cartas reavivaron de golpe el afecto interrumpido. Pero la realidad resultó decepcionante. "El calor con el que siempre soñaron no se podía fabricar artificialmente". Muchos de ellos volvieron después a Rusia, al no lograr encajar en el país que les vio nacer.
Tras volver a su Asturias natal y en pleno franquismo, sus padres viajaban una vez al año a Madrid. "Pensaba que era para ver a mis tíos. En realidad iban a prestar declaración obligada a la Dirección General de Seguridad". En aquellos años de Guerra Fría, relata, "había una sensación paranoide por parte de la CIA y el Gobierno de Franco sobre el desarrollo de la URSS". El franquismo hizo un seguimiento a los niños -y mayores- retornados de Rusia. A día de hoy, de esos niños quedan entre 30 y 40 con vida, rondando los cien años. "Hoy, en 2025, la sangre de esos 3.000 niños circula por 25.000 descendientes".

Niños y maestros de la evacuación asturiana, con Nicolás Diez Valbuena en el centro de la imagen. / CEDIDA
Las dificultades de desembarcar en una España franquista no fueron pocas. "Todos vivimos bajo la sospecha de ser comunistas, de ser defensores encubiertos del régimen adversario", rememora Barrena. Partidos entonces clandestinos como el Partido Comunista de España (PCE) se intentaban reconstruir en el país y "encontraron en esos jóvenes del ideario comunista un buen caldo de cultivo". Algo que también condujo a ser objeto de represión.
Este hijo del exilio describe el sentimiento común de agradecimiento al pueblo que les acogió. "Nos educaron en el amor a Rusia, a valorar la educación, que por entonces allí había una formación muy alta", rememora. Y algo de eso queda: "En nuestras casas hay matrioskas, samovars -una suerte de tetera-, yolkas -árbol de navidad-...y un sinfín de palabras que forman parte de ese lenguaje emocional que a veces empleas sin saber casi qué significan".
Estos símbolos forman parte de un legado que atravesó generaciones, no sin ciertas resistencias. "Ellos hablaban perfecto ruso y no nos lo transmitieron porque era algo sospechoso hablar ruso", recuerda. "Muchas veces quisieron extender un velo sobre todo el sufrimiento que habían pasado, habían reseteado su vida".
"La memoria da paz, no es un ajuste de cuentas"
Sesenta años después de aquello, Barrena llama a recordar ese capítulo negro de la historia como una manera de lograr "justicia, reparación y paz". "Parece mentira que la memoria democrática suscite recelos", reflexiona. "El conocimiento genera paz, mientras que "el odio está biológicamente asociado a la mentira", como lo definió magistralmente Albert Camus". El filósofo aboga por mantener la memoria: "Recuperar un nombre o un cuerpo, donde una familia pone un punto final a un interrogante, no veo en ningún sitio que haya odio, animadversión o inquina. La memoria da paz". La asociación niños de la guerra, a la que pertenece, celebra actos de conmemoración a exiliados y víctimas: "Son actos entrañables y tranquilos. No son declaraciones grandilocuentes ni ajustes de cuentas", reivindica.
El "olvido" social, apunta, es consecuencia de lo que considera una "negligencia colectiva". "Es cómodo mirar para otro lado, negar los problemas. Somos una especie que tiende a la comodidad", resume. Sin embargo, señala que "el olvido es una especie de segunda pena además de la principal". Admite además que él mismo, y las personas en su situación, también se culpan de este "borrado": "Estamos impregnados de mala conciencia, de no haber preguntado bastante"; se lamenta.
"Tengo 68 años y mis padres ya no viven. Me encuentro ahora con álbumes de fotografías con imágenes mudas, y sin nadie a quien preguntar", relata, antes de señalar también la responsabilidad institucional. "De la misma manera en que tengo mala conciencia, el estado y las instituciones; las universidades, también deben tenerla por no haber indagado lo suficiente. Ya casi nadie queda vivo, han pasado décadas con testigos directos de lo que ocurrió".
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