dissabte, 17 de febrer del 2018

Recuperando textos olvidados de la Guerra. El milagro de Agustín Tellería (1936).






http://literaturagce.blogspot.com.es/2018/02/el-milagro-de-agustin-telleria-1936.html




Portada del libro publicado en 1937 con Tellería. Foto Internet.


El siguiente texto fue publicado originalmente en el diario tradicionalista "La Voz de España". Posteriormente sería publicado en 1937, en formato de libro (en la imagen), con fotografías y documentos que testimoniaban la particular aventura de Agustín Tellería, político carlista que había sido, hasta poco antes del comienzo de la guerra, líder de la Comunión Tradicionalista en Guipúzcoa. Su odisea comenzará con la "milagrosa" huida de la Cárcel Modelo de Madrid...


EL MILAGRO DE AGUSTÍN TELLERÍA

CONSPIRADOR, PRESO, MILICIANO ROJO Y SOLDADO, AL FIN, DE LA ESPAÑA NUEVA


MI DETENCION EN ANZUOLA

Fuí detenido el día 8 de junio en m casa de Anzuola por el comisario señor Escribano, que había llegado en compañía de cuatro agentes a sus órdenes. Registran la casa y la fábrica, me someten a un interrogatorio sobre fabricación y venta de correajes, uniformes, etc., y se levanta la correspondiente acta.

El señor Escribano celebra por dos veces conferencias telefónicas con el Director general de Seguridad y me dice que será conveniente mudar mi traje de faena por otro, pues interesa vaya al Gobierno civil para aclarar algún extremo. Muy correcto y piadoso, me dice que no voy en calidad de detenido y que podré regresar en seguida a casa. Yo no puedo dar crédito a la piadosa mentira. Llegamos al Gobierno civil y mientras el señor comisario celebra conferencias telefónicas con el Director General de Seguridad y con el teniente coronel de la Guardia civil de Zaragoza, yo como en uno de los despachos del Gobierno. El guardia de vista que me vigila resulta ser carlista y lamenta sinceramente no poder prestarme eficaz ayuda.


COMIENZA MI ODISEA

A las cuatro se me comunica que hemos de salir para Pamplona y en la capital de la heroica Navarra, me dicen que hemos de continuar a Zaragoza. Llegamos (siempre acompañado del señor Escribano y sus agentes) a Zaragoza a cosa de las diez y media de la noche, donde me entregan en el cuartel de la Guardia civil, y el señor Escribano y sus agentes se despiden de mí amablemente lamentando el percance.

A las puertas del cuartel me recibe el teniente coronel don Eulogio (siento no recordar su apellido), quien tiene para mí las máximas atenciones. Le pregunto si será posible que me den algo de comer en el cuartel, y me contesta que se me servirá la comida con mucho gusto, pero que podré comer mejor en una fonda, y al efecto me autoriza para ir a donde me plazca, acompañado de un guardia. Voy a la fonda, donde como, y regreso al cuartel.

Constituído el Tribunal, que preside el señor teniente coronel, se me toma declaración y se me extiende el acta. Conferencia el señor don Eulogio con el Director general de Seguridad y me comunica la orden recibida de trasladarme seguidamente a Madrid, lamentando vivamente que por dar cumplimiento a la orden se vea obligado a ponerme en camino a hora tan intempestiva.

Le manifiesto mi deseo de comunicar a mi familia mi parecer, ya que nada más saben sino que he sido llevado a San Sebastián, e inmediatamente me pone al habla con mi casa y puedo comunicar a mi mujer el itinerario de la ruta que sigo. No me deja pagar la conferencia y me acompaña amable hasta el coche que me espera en la carretera, haciéndose cargo de mí tres agentes que han llegado de Madrid con este fin exclusivo. El teniente coronel me despide afectuosísimo y se cuadra al arrancar el coche. Si éste vive y se ha adherido al movimiento nacional, he de visitarle para agradecer sus finezas y atenciones.


LLEGADA A MADRID

Llegamos a Madrid a las siete de la mañana y me entregan en la Dirección general de Seguridad, siendo introducido en un departamento donde están amontonados los uniformes, tricornios y correajes que han sido aprehendidos. Su vista y los comentarios de los agentes (que no me conocen) sobre la importancia del asunto, hacen que el pesimismo me gane algo. A la noche declaro de nuevo ante el Director general y me introducen en unos calabozos inmundos, donde me tienen hasta la madrugada, hora en que me trasladaron al Juzgado de guardia. Nueva declaración, y me meten en un calabozo de estrechas dimensiones, donde, en compañía de otros treinta y tantos detenidos (hemos de permanecer de pie por falta de sitio), sin aire y sin ventilación, hemos de permanecer hasta las seis de la tarde, y a esa hora me llevaron a la Cárcel. Me satisface haber dado término a tanta molestia, y voy a la Cárcel con cierta satisfacción y mucha necesidad de descansar.


EN LA CARCEL MODELO

La vida en la Cárcel, excepción hecha de los primeros días—llamados de período—, tres días de encierro absoluto, sin para nada abrir la puerta de la celda, no era en verdad excesivamente rigurosa, pues teníamos al día siete y ocho horas de patio y, por lo que a comidas se refiere, como nos dejaban traer lo que nos apetecía, lo pasábamos bastante bien. Los oficiales y guardianes tenían con nosotros consideraciones y atenciones que no guardaban con los presos comunes, y la vida se hacía llevadera.

Esto duró no más que hasta la muerte de Calvo Sotelo, pues desde ese día se enrareció mucho la vida en la Cárcel, ya que se nos impuso una disciplina rigurosa y cesaron las atenciones y complacencias de oficiales y guardianes, que procuraban (salvo con raras excepciones) evitar hablar con nosotros. Y así llegamos al día llamado de la toma del cuartel de la Montaña.

A cosa de las tres de la madrugada pudimos percibir los zumbidos trepidantes de la aviación, que volaba por encima de la Cárcel, y al amanecer se rompió un violento fuego de bombas de aviación. Cañones y fusiles sobre el cuartel, contestando éste con fusilería y ametralladoras. Muchas de las balas venían a parar contra los muros de la Cárcel. Nuestra inquietud y angustia durante el tiroteo, sin saber quién de los combatientes era el que llevaba el dominio, fueron grandes, y grande fué también nuestro desaliento cuando, a eso de las diez, cesó el fuego y la radio lanzó las notas del himno de Riego.

Los presos comunes de la tercera galería atronaron nuestros oidos con vivas a la República, a la anarquía, a Rusia, etc., etc., y con mueras al fascio. Ellos y las manifestaciones callejeras que rondaban la Cárcel no dejaban un momento de pedir nuestras cabezas y decir que iban a asaltar la Cárcel.

Pasamos toda la mañana con las [celdas] enchapadas, y a eso de las [6] de la tarde nos pusieron las puertas con condena a fin de que pudiéramos respirar, pero duró muy poco [esto], pues a la hora, aproximadamente, al mismo tiempo que los oficiales [dieron] desaforadamente orden de cerrar las condenas, vimos que los guardias corrían, pistola en mano, y momentos más tarde se inició un tiroteo desde la Cárcel acompañado de gritos y lamentos de heridos.


MOMENTOS DE ANGUSTIA

Como la chusma pasó el día amenazando asaltar la Cárcel, no dudamos que íbamos a perecer a manos de los rojos y nos preparamos a bien morir, pero nos equivocábamos y de momento no corría peligro nuestra vida, ya  que no era la chusma de fuera la que asaltaba la cárcel, sino que eran los presos comunes, que, rompiendo las condenas y atropellando a los guardianes, pretendían salir fuera, cansados de esperar vinieran los de fuera a liberarlos. Los guardias de Asalto les salieron al camino, reduciendo a [tiros] a los que pretendían ganar la calle.


EN EL MES DE AGOSTO

Con el ambiente cada día más [acen]tuado de sabor trágico, llegamos al [15] ó 16 de agosto, en que las milicias [ha]cen irrupciones y se adueñan de la prisión, sometiéndonos a cacheo y riguroso registro. Los oficiales y guardianes pierden desde este momento el control y quedamos al arbitrio de las milicias. Nos privan de las visitas y prohíben traer de fuera alimentos o recados.

El día 22 de agosto las milicias (por la mañana) nos someten a nuevo registro y cacheo. Con pistolas al pecho nos despojan de todo objeto de valor—oro, plata, relojes, medallas, sortijas, etc., etc.—, pero por una confidencia que he tenido momentos antes de presentarse las milicias, consigo despojarme de la medalla de oro de la Milagrosa, que pende desde hace veinticinco años en mi cuello y guardo dentro de un puchero lleno de alubias encarnadas.

Como el propósito de las milicias parece ser el de eliminarnos por la tarde, quieren hacer antes el despojo, y junto con los objetos de oro y plata se nos llevan mantas, trajes, etcétera, etc. Además de las medallas, yo he podido salvar del naufragio un solitario que llevo en el dedo, pues al tener durante el cacheo las manos levantadas no se han fijado en él. Al mediodía nos dejan sin comida y a las tres de la tarde nos sacan al patio.


EL INCENDIO DE LA CARCEL MODELO

Escasamente llevaríamos quince minutos en el patio, cuando se levantó del centro de la Cárcel espesa e imponente columna de humo que delata al incendio. Los marxistas de dentro, en convivencia con los de fuera, han prendido fuego a los materiales destinados para alimentar los hornos de la panadería, que estaban depositados en los sótanos del centro.

El panorama del patio, con ochocientos y pico de presos encerrados entre la tapia y el edificio de la Cárcel ardiendo, parece una visión trágicamente dantesca.

El incendio ha sido provocado con una doble finalidad; poner en libertad a los presos por delitos comunes y ametrallar a los presos políticos en cuanto éstos hagan un gesto de evasión o de protesta; mas este movimiento no se produce y han salido ya los comunes, pero los políticos no se mueven ni dan motivo que justifique ningún acto contra ellos. Desde que se declara el incendio, las milicias ocupan las terrazas de las casas contiguas a la Cárcel y enfilan al patio sus fusiles ametralladoras.

Por el humo y el calor, y para mejor ver la obra del fuego, los presos van separándose del edificio que arde  y se pliegan junto a la tapia. En esta forma huyen también de la vista de las milicias, que están en las terrazas y que no dejan de ensordecernos con improperios e insultos. Por pudor se hace ahora imposible reproducir los insultos. El "pocas horas os quedan de vida" y "¿queréis que os mandemos un cura?" se repiten sin cesar.

Vemos muy cerca la muerte y nos preparamos a morir como cristianos, confesándonos. Hay cerca de doscientos sacerdotes en el patio, y es fácil la confesión. Yo me confieso con mi llorado y buen amigo P. Gaio.


LOS ROJOS NOS TIROTEAN

Serían las siete de la tarde cuando los milicianos que están en la terraza, cansados de esperar y viendo que entre los presos no se nota movimiento alguno de evasión o protesta que justifique, aunque sea aparentemente, el crimen que tiene preparado, emprenden a tiros contra nosotros. Cae sobre el patio una verdadera lluvia de metralla, y los presos, que están plegados junto a la tapia, se echan instintivamente al suelo, unos encima de otros, formando un enorme montón de carne humana.

Nos abrazamos unos con otros y pedimos a Dios que la primera bala que nos toque nos quite la vida, mas por esta vez nos quedamos con ella, pues la tapia nos defiende de las balas de los que nos disparan desde las terrazas, y los milicianos que están dentro del edificio de la Cárcel, y que son los que han de terminar con nuestras vidas, no han podido llegar a la puerta del patio porque el fuego ha invadido el paso y no pueden franquear el camino.

Los de las terrazas, al ver que no nos pueden dar porque la tapia nos resguarda, y que tampoco asoman al patio las milicias que están dentro de la Cárcel, suspenden el fuego. Hay dos o tres heridos por rebote de las balas y pedimos permiso para llevarlos a la enfermería. La contestación es ésta: "Sacarlos afuera, que los queremos rematar."

Entre los detenidos de este patio (galería 2.ª) hay unos treinta por delitos comunes, robos, estafas, crímenes, etcétera, pues aun cuando la Dirección procura clasificar a los detenidos, como éstos son tantos, se han colado algunos de delitos comunes entre los presos políticos. En cuanto ha cesado el fuego de los milicianos, los presos comunes protestan y gritan a los milicianos dando a conocer su "honrosa" clasificación de presos por delito común exhibiendo su carnet de U. G. T., C. N. T., etc., y los milicianos se dan cuenta de que en el patio nuestro hay amigos suyos. En vista de ello suspenden su proyecto de ejecución en masa y deciden hacer antes la clasificación, pero siguen apostados en las terrazas y pasamos la noche en el patio, ateridos de frío (la mayoría están en pijama) y amontonados unos sobre otros.

La angustiosa situación es agravada por los continuos insultos de la chusma.


ESPERANDO SER FUSILADOS

Noche larga, la más larga de las vidas, seguida del amanecer más triste que vieron nuestros ojos.

¿Nos matarán a todos? ¿Seremos ejecutados en el patio mismo? ¿Nos fusilarán en seguida? Estas eran las preguntas que formulábamos en aquellas horas de mortal angustia. Al amanecer me di cuenta que en mi mano brillaba el solitario que el día anterior había sido salvado de la requisa, solitario que había prometido regalar a mi hijo mayor el día que terminara la carrera, mas no pude cumplir la promesa porque el día señalado para ello estaba yo en la Cárcel. Llamé a un amigo que estaba recluido en la Cárcel en calidad de detenido gubernativo por el enorme delito de ser un joven ejemplar y pensando que de salvarse alguien de la catástrofe sería seguramente mi joven amigo, le entregué el anillo diciendo: "Mira, yo no veré ya amanecer en este mundo, pero tú es posible y probable que vivas mucho; si algún día, como deseo y espero, sales de esta Cárcel, entrega este anillo, con mi último pensamiento, a mi hijo." "Si puedo, lo haré así", fué la contestación, y no se habló más.

Pesaban sobre mi dos procesos, cada uno de ellos más que suficiente para que me aplicaran la pena de muerte, uno por sedición con motivo de la aprehensión de los uniformes, correajes y tricornios para la Guardia civil y otro también de sedición, por contrabando y depósito de armas y bombas, actividades subversivas al frente del Requeté, reparto de armas en los pueblos de Guipúzcoa, envío de pistolas a Navarra, etc., etc., y esto aparte de mi destacada significación política, hacía lógicamente suponer que mi nombre aparecía entre los primeros en la lista de las ejecuciones. Sintiéndome ya a las puertas de la eternidad, ofrezco mi vida por España y me encomiendo una vez más a la misericordia infinita.

Serían las seis de la mañana cuando el Comité del Tribunal popular se presenta en el patio con una lista, y en medio de un silencio sepulcral pronuncia un nombre. El que ha sido nombrado se destaca de la masa y acude al llamamiento; pasan diez o quince minutos y suena una descarga. Sigue otro y otro y otro. ¿Cuántos van? No sé. La cosa era lenta, muy lenta, y los minutos son para nosotros horas de mortal angustia. ¿Cuándo pronunciarán mi nombre? Antes de pronunciarlo el Comité ordena "que todos los presos por delito común se pongan en fila". ¿Quién me inspira meterme en la fila de los indeseables? Hay en mí alguna esperanza de poder burlar a los cancerberos, y siento también ansias de que cuanto antes terminen aquellas horas de angustia dando mi vida por España.


MILAGROSA EQUIVOCACION

No sé si en aquellas momentos prevalecía la esperanza sobre el anhelo, o éste sobre aquélla; lo cierto es que no me introduzco en la fila de los comunes. Me fijo en el que preside el Comité y creo conocerle. Salgo de la fila y vuelvo a la misma para de nuevo separarme. Oigo hablar al que preside el Comité y veo que no es vasco, como me había figurado, sino que su pronunciación le delata como nacido en tierras de Andalucía, y decididamente me incorporé a la fila de los comunes.

Van pasando uno por uno ante el Comité, que formula estas preguntas: "¿Cómo te llamas?" "¿Por qué estás aquí?" "¿Estás afiliado a algún Sindicato?" Contestadas las preguntas, la Comisión pronuncia invariablemente la palabra "pasa", y "pasa" significa la libertad.

Cuando me preguntan mi nombre contesto por el mío verdadero; al "por qué estás aquí", cuento un cuento tártaro, pero sobre un fondo de verdad, y cuando me preguntan si pertenezco a alguna organización digo que soy nacionalista vasco. Como el cuento tártaro que les espeto no les convence lo suficiente para clasificarme como preso por delito común, no pronuncian para mí la palabra "pasa", sino que me dicen: "Espera a que vean la ficha." Soy el único que queda en "espera", y como sé que mi ficha pone "peligroso tradicionalista de acción", ya no cabe duda de que el derecho a ser el primero en sucumbir está bien asegurado.


EN LIBERTAD

Pasan diez minutos y vienen a buscarme cuatro milicianos armados que me dicen: "Ven con nosotros." Ya no puedo dudar; voy a ser ejecutado inmediatamente; pero, por fortuna, Dios no quiere que sea así, y soy introducido en el gabinete de las fichas, donde preguntan: "Agustín Tellería, celda 360", y el encargado de las fichas, con asombro sin límites por mi parte, contesta: "Adicto al régimen: conforme." ¿Qué ha pasado? ¿Quién ha hecho el milagro? No puedo aclarar en este momento. Lo cierto es que cuando me esperaba oír la orden "a fusilarle", oigo esta otra, tan distinta: "Vístete, y a la calle." ¿Vestirme? No es posible.

Si pierdo un minuto pueden darse cuenta del error, ya que todos los presos me conocen, y me limito a correr a mi celda, volcar el puchero donde había guardado la para mí preciada medalla y ponérmela en el pecho corriendo; acto seguido, a formar en la fila de los comunes, que esperaban la orden de salida. Se dió ésta y comenzamos a andar, atravesamos el recinto con el puño en alto, dando vítores a la revolución, a la C. N. T., a la anarquía, etc., etc., y al poco rato me encuentro solo en la calle. Ya estoy en libertad.


UNA LIBERTAD RELATIVA

¡Ya estaba en la calle; ya estaba en libertad! Así creía yo, y la emoción que en aquellos momentos me embargaba y que no es para descrita ni para sentida, si antes no es vivida, no dejaba al pensamiento la libertad suficiente para su funcionamiento normal. El verme arrancado en forma tan milagrosa de las garras de la tierra roja, en momentos en que ésta se disponía a despedazarme, llenaba mi alma de tal júbilo, que no era posible pensamiento alguno, sino de color de rosa. Y por eso creía yo que estaba en libertad.

Pero no tardé mucho en darme cuenta que si bien había conseguido evadirme de la Cárcel Modelo, continuaba aún encerrado en aquella otra cárcel más amplia, pero quizá no menos tétrica de la Rusia española, teniendo por celda a Madrid.


EL PRIMER DESENGAÑO...

Me dirijo a casa de un buen amigo que en aquellos días no vivía en su domicilio por haber sido objeto de un registro y temer otro nuevo y de peores consecuencias. Había ido a vivir con unos parientes suyos, por lo que solamente estaban en su casa sus hermanas y madre política. Estas buenas mujeres quedaron tan atónitas al verme, tal pánico se apoderó de ellas y tan peligrosa juzgaron mi presencia en su casa, que, a pesar de su buenísima voluntad, no pudieron decidirse a darme asilo, ni siquiera comida (llevaba cuarenta y ocho horas sin probar alimento), y éste fué el aldabonazo que, tras momentos de júbilo, me volvió a la realidad, haciéndome ver que los peligros no habían terminado.

Pedí a las buenas mujeres me dieran un par de pesetas, ya que no disponía de un céntimo para tomar un refrigerio, y me dieron doce.


...Y EL PRIMER CONSUELO

Salí a la calle para dirigirme a casa de otro amigo; éste, al verme, me abrazó, me colmó de manifestaciones de afecto y de cariño, no olvidables ni olvidadas, y me sentó a su mesa. Hubiera querido alojarme en su casa, mas no era posible. Las dos muchachas eran marxistas, el portero comunista, y esto imposibilitaba mi estancia en ella.

Por la noche (no había que pensar en cenar) me llevó a un almacén y allí dormí o procuré dormir hasta la mañana siguiente, en que me vino a buscar antes de la hora de la apertura del almacén, y pasando con él el día, me metí de nuevo por la noche en aquella habitación improvisada.

Me aconseja desfigurarme, y así lo hago en todo lo posible. Me afeito el bigote, me depilo las cejas, me tiño el pelo y me doy tintura de yodo diluida en la cara. Ya casi dejarían de conocerme mis amigos. Con esto, vestido de mono y los cintajos de la C. N. T., no hay quien me conozca; ¡al menos, así me parece a mí!

El tercer día, una dama, espejo de modestia y altas virtudes, inquieta por la suerte que hubiera podido correr yo en la Cárcel durante el tiroteo del día del incendio y los fusilamientos de los siguientes, destacó a un amigo suyo y mío (amistad de verdad) para que inquiriera noticias que fué indagando entre mis amigos y conocidos de Madrid. Por fin dió con uno que le hizo saber que yo estaba vivo y fuera de la Cárcel. Dió encargo de que cuanto antes me presentara en casa de la referida dama, y allí encamino mis pasos en cuanto me trasmitieron el aviso. Recibido con sumo afecto, allí cené y se me brindó alojamiento. Acepté la oferta generosa, de inapreciable valor en aquellas circunstancias, y decidí quedarme, pero no era prudente permanecer en aquel piso, que pocos días antes había sido registrado por las milicias y que de un momento a otro podían volver.

La noble dama dió pronta solución a este inconveniente: el piso de la izquierda está en aquel momento deshabitado porque sus pobladores habían ido a veranear, y como las dos viviendas tenían una terraza común, podía pasar a esta habitación por la ventana que daba a la terraza. Rápidamente se adquirió un diamante para cortar un cristal en forma que permitiera abrir la ventana, y quedé instalado con un confort para mi desconocido hacía tres meses. En esta forma, pasando el día en una habitación y la noche en otra, podía esperar con cierta tranquilidad los acontecimientos, ya que esta combinación me permitía en cualquier momento de ap[uro] pasarme de una a otra vivienda.


DE CASA EN CASA Y SIGUIENDOME LOS PASOS

Con cierta y relativa tranquilidad, transcurrieron los cuatro primeros días en esta para mi nueva residencia  de afectuosa acogida, y al quinto día recibí la visita del buen amigo que el día de la evasión de la Cárcel recibiera con tanto cariño. Vino acompañado de un miliciano, amigo suyo que, conociendo mi historia, quería brindarme su protección. Descon[ocido] era para mi el miliciano, y mi [sor]presa no tuvo límites al ver que, [sin] previa presentación, se lanzó a abrazarme emocionado, diciendo que contara con él para cuanto pudiera serme útil. Un hermano no hubiera podido hacer más. Después de un breve rato de charla, se despidió y [salió] con el amigo para volver solo a las pocas horas y seguir estudiando los planes más oportunos para mi seguridad. Tomamos café y fui invitado por el miliciano para salir y dar una vuelta por Madrid. A pesar de no llevar encima documentación alguna, el hecho de ir en compañía de un miliciano me inspiraba cierta seguridad y decidí salir. Serían próximamente las cinco de la tarde cuando salimos y después de recorrer algunos establecimientos y saludar a la familia del miliciano (marxista de vestimenta, pero buen católico de corazón) regresamos a casa a eso de las ocho.

Cuanto entramos en la habitación, la señora se lleva las manos a la cabeza y me dice: "Dios está con usted: a los cinco minutos de haber salido ustedes han llegad los milicianos de la C. N. T. y, después de practicar un minucioso registro, acaban de salir en este momento."

Ya no ofrecía seguridad alguna aquella residencia, y era forzoso buscar otra. El amigo que por encargo de la dama había hecho las indagaciones para saber mi paradero después del incendio de la Cárcel, se encargaría de hacer las oportunas gestiones, y [al] día siguiente nos dirigimos a una pensión. No pueden recibirnos en esta casa porque materialmente no hay sitio (está la casa llena de gente de derechas y perseguido), pero el bondadoso patrón me dice que él sabe de otra pensión donde pueden recibirme. Se brinda a acompañarme, hace mi presentación y quedo en este hospedaje, donde me encuentro con un religioso guerniqués que días antes había podido salvar su vida por haber tenido la precaución de proveerse de un carnet de conductor. Ceno con él, y dormimos en un cuarto. Su compañía me agradaba, simpático en extremo, culto y carlista por añadidura, pero siento yo una voz interior que me dice que no puedo permanecer en aquella casa. Tan firme es esta voz, que la mañana siguiente decido buscar otro cobijo.

Voy de nuevo a casa de mi amigo, ausente de su domicilio, donde las mujeres no se decidieron a recibirme el primer día, y veo con satisfacción inmensa que esta vez me reciben con afecto, hasta que encuentre otra situación más definitiva.

Este mismo día van las milicias a la primera pensión, donde quise quedarme el día anterior, y detienen al patrón y a los huéspedes. Van también a la pensión donde pernocté, y detienen al religioso guerniqués que pasó la noche conmigo. No he podido saber más de él. De haber sido recibido en la primera pensión, o continuado en la segunda, estaba bien perdido.


UN CASO INVEROSIMIL E INEXPLICABLE

Desde mi nueva residencia aviso al amigo que me brindara cariñosa hospitalidad el primer día, y le expongo mi comprometida situación. Me entrega un carnet de la U. G. T. de un amigo suyo. Con esto, que es muy poca cosa si no era acompañado de la cédula u otros documentos, yo me creo algo garantizado. Salgo a la calle y varios días corro las calles de Madrid en coches y motos de las milicias, siempre acompañado del amigo que me facilitó el carnet, iniciándome en el compañerismo con esta indeseable gente. Me pongo el gorro de miliciano y voy al café y paseo con ellos.

Pasan así unos días, y decido hacer una visita de cortesía y gratitud a la dama que con tanto afecto se interesa por mí y me dirijo a su casa.

En el portal me echa el ¡alto! un guardia de Asalto y me pregunta por el nombre; digo llamarme tal como rezaba el carnet, me dice que si no llevo más documentación y al contestarle que no, me añade que aquello no le dice nada a él y que, por lo tanto, no puedo subir al piso y quedo detenido. Hubiera preferido en aquel momento que la casa se hundiese sobre mí, a oír aquello de "queda usted detenido", me da dos palmaditas en el hombro y oigo que me dice: "Puede usted subir." Aquello era algo que no podía comprender. Subo en el ascensor, saludo a la dama diciendo: "Doña Concha, no me detengo, y bajo inmediatamente; el guardia de Asalto me ha detenido al subir y no sé lo que va a pasar."

Bajo la escalera a toda prisa, atravieso el portal sin novedad, salgo a la calle, me interno por el primer cruce y pierdo de vista la casa de mi amiga. ¿Qué misterio ha pasado? Pues ha pasado que el guardia de Asalto no se ha decidido a detenerme porque estaba solo; ha creído que, encerrado en la habitación, tenía ya asegurada la presa, y mientras él estaba en el teléfono de la portería comunicando a las milicias mi arribo a la casa y mi entrada en la habitación, me he escurrido sin ser visto.

A la hora están las milicias y policía registrando la casa y preguntando por mí. Preguntan por Agustín Tellería, y al contestarles que no me conocen y que, por tanto, no me he hospedado en la casa, dan mis señas, diciendo que el que ellos buscan está allí, que es un señor delgado, alto, no muy alto, que desde que salió de la Cárcel se ha afeitado el bigote, lleva las cejas depiladas y le faltan dos dientes que se le cayeron en la Cárcel. ¿Cómo pudieron enterarse de estos detalles? No lo sé, y parece inverosímil el caso, pero esa es la verdad. Quizá algún día pueda explicarse.


MI SALVACION EN MANOS DE LA MILAGROSA

Ya está visto que el carnet de la U. G. T. no me sirve, y lo devuelvo al amigo para que éste lo entregue a su dueño y con tal oportunidad le entera, que una hora después de hecha la entrega la policía le busca y le pide que exhiba el carnet, y al mostrarles le dicen que hay otro individuo que usa falsamente un carnet extendido con igual nombre y apellido que el que él tiene.

Como la dama ha declarado que el señor que estuvo en su casa había ido acompañado de un miliciano, se procede a indagar el nombre y domicilio de éste. La información resulta errónea porque la señora ignora la verdad, y aun cuando van acompañados de la señora al domicilio que creen ser del miliciano, no obtienen resultado alguno.

Yo sigo viviendo en la casa de donde salí para visitar a doña Concha, y cada auto que para en la puerta y cada timbrazo en el piso, me ponen los nervios a prueba; la casa está fichada como derechista, ha sido objeto de un registro y ofrece muy pocas garantías. Me entero que están registrando varios pisos de la casa y que de un momento para otro pueden registrar el mío, esto me hace decidir hacer la vida en la buhardilla. Desayuno a las siete y subo a la buhardilla, de donde bajo a la noche a cenar y dormir, para repetir lo mismo días y días.

En la buhardilla estrecha tengo que estar descalzo y sentado en una silla sin moverme todo el día, pues estoy separado de la habitación del portero por un tabique sencillísimo y el menor ruido puede oírse como yo [oigo] las conversaciones de la familia del portero y el tic-tac del reloj que pende del  tabique que nos separa. Estas largas horas de aislamiento y aburrimiento las paso alternando el rezo del rosario con el pitillo.

Un día tenemos noticias de que las milicias están deteniendo y registrando las casas de las señoras y señoritas que formaron el Consejo directivo de una Asociación religiosa: [van] registrando todo, sin olvidarse de las buhardillas, y una de las señoritas de mi casa es la secretaria de la referida Asociación. No era posible continuar más tiempo en este domicilio y aviso a los buenos amigos para estudiar la nueva situación. Los amigos hacen gestiones, pero resultan infructuosas, y ante lo que a mí me parece cobardía de ciertas derechas que se niegan en absoluto a dar asilo a un perseguido, me saltan las lágrimas de rabia y me asalta el pensamiento de entregarme a la policía para terminar de una vez el calvario. Pero levanto al cielo el pensamiento y me sereno pensando que la Milagrosa me protege y no dejará incompleta la obra de mi salvación entregada a sus manos.


COINCIDENCIAS FATALES

Siguen los amigos haciendo nuevas gestiones y dan con una pensión de confianza, a donde me acompaña [el] miliciano. Voy con una cédula de [un] amigo de uno de los pueblecillos de Vizcaya, y da la maldita coincidencia que entre los huéspedes de la pensión hay dos individuos de un pueblecito contiguo al que digo ser natural y vecino, y uno del mismo pueblo, por lo que al preguntarme por sus familiares y los míos me veo en la imposibilidad de contestarles satisfactoriamente, creciendo así una situación violenta e insostenible. Salgo diciendo que voy por la maleta y no vuelvo. Voy a otras dos casas, pero no me reciben, y me veo obligado a guarecerme de nuevo en la casa de la buhardilla.

Al cabo de varios días que transcurren en la mayor tranquilidad, pero sin novedad digna de mención, uno de los amigos me visita y me dice que ya dispone de una casa donde cobijarme y que, como no está fichada de derechista, podré permanecer con tranquilidad en ella. Tomo posesión de la nueva residencia y en ella soy huésped de una familia compuesta de un matrimonio y una amiga de la señora, que hace de muchacha. Como pro motivos de los sucesos revolucionarios se encuentran en una situación económica apuradísima y a mí no me faltan pesetas, represento en aquellos momentos la salvación para ellos y ellos pueden representarla para mí; pero tengo la absoluta seguridad de que aun sin mediar esta circunstancia económica me hubieran recibido con el mismo interés y cariño con que me recibieron, porque la bondad de sus corazones no tenía límite. Más de una vez oí de sus labios: "No le sacarán a usted de esta casa sin que a todos los demás nos lleven por delante."

Urdimos planes de evasión para todos, hicimos infinidad de gestiones recurriendo a amistades de los rojos e intentando sobornos, pero de momento todo fué inútil y no quedaba más remedio que la resignación. Un día conseguí de un amigo un carnet de identidad como agente de una casa comercial de mucha solvencia, con el oportuno certificado de garantía. Esto ya era algo, y otro día se consiguió otro algo: nombramiento para Valencia y Cataluña de representantes de otra casa importante. A propósito del carnet, me ocurrió una cosa interesante: voy a obtener las fotografías a una casa especialista en esto y me entregan un vale para recoger las fotografías al día siguiente, en el que, en vez de ir personalmente, mando a un amigo con el vale para que las recogiera; le preguntan si él es el interesado, y al contestar que no le dicen que las fotografías se han extraviado y que vaya de nuevo el interesado para obtener nueva fotografía. Nos damos cuenta que la policía ha visto las fotografías y me tiende una celada y, en consecuencia, saco las fotografías con un fotógrafo callejero que me las entrega en el acto.


OTRA VEZ EN GRAVE APURO

Sigo haciendo gestiones para obtener más documentación, sobre todo un carnet de la C. N. T., trabando a este objeto amistades con los rojos y gastando dinero sin tacañería, pero la cosa es muy difícil: nadie quiere asumir la responsabilidad de hacer mi presentación y aval con su firma.

Llevaba veinte días en mi nueva residencia cuando a las diez y media, estando yo en la cocina, llamaron a la puerta y penetraron en la habitación cuatro policías y otros tantos milicianos. Aquello era ya demasiado serio. Imposible toda solución. Cuando verifican los registros quedan siempre dos milicianos de guardia en el pasillo o en la puerta y otros dos en la portería para prohibir la entrada y salida a los vecinos mientras verifican el registro. Cuando los policías y dos milicianos penetraron en los cuartos para llenar su cometido, veía yo desde la cocina y por debajo de la cortina que dividía en dos partes el pasillo, las botas y las culatas de los dos milicianos que estaban de guardia. Intento esconderme en cuantos rincones había en la cocina y despensa, pero resultaba imposible. Me encomiendo a la Milagrosa y procuro resignarme a la suerte fatal. Varias veces me visita la señora en la cocina y me dice que no tengo otra solución que presentarme, pero no me decido a ello. Llevaba así dos horas mortales de angustia, cuando se me ocurre pasar al patio o tejado de la casa contigua. La puerta del cuarto de baño está junto a la cortina que divide al pasillo, y al acercarme para abrirla, mis pies y los de los milicianos no se distancian cuarenta centímetros. Pudieron verme, pero Dios quiso que no me vieran.

Abro la ventana del cuarto de baño y examino las posibilidades que caben, y veo que junto al marco bajan hasta el patio dos cables conductores de corriente. Los cables están forrados y parecen ofrecer bastante resistencia; pero no así la argolla donde se sujetan. Hago la prueba tirando con toda mi fuerza, y al ver que no salta la argolla me dispongo a intentar la bajada al patio. El tiempo urge porque llevan más de dos horas registrando cuartos y despachos, y no han de tardar en llegar al cuarto de baño y cocina. En el momento en que, decididamente, me disponía a colgarme de los alambres e intentar ganar el patio (unos quince metros de altura), entra en el cuarto de baño la buena muchacha, que, alarmada ante lo que parece un suicidio, me dice:

—¿Qué es lo que usted va a hacer?

—Voy a intentar bajar al patio.

—No haga usted eso, por Dios—me contesta—, que se va a estrellar.

—Es posible que sea así, pero si me quedo no hay nadie que me libre de la muerte, y entre estrellarme a caer en manos de esos sicarios, prefiero lo primero a lo segundo—digo yo.

Ella insiste en que no intente bajar, y yo lo digo:

—¿No podría usted conseguir que los milicianos del pasillo pasasen a un despacho?

Se da cuenta inmediata de la posibilidad de lo que propongo, y me contesta:

—Si yo toso fuerte dos veces, salga usted.

Se va, inicia animada charla con los milicianos, les hace ver que en el pasillo hay mucha corriente y que se van a enfriar, les invita con mimo a pasar al despacho, donde estarán muy cómodos, y consigue lo que se ha propuesto. No se ha atrevido a cerrar la puerta del despacho que da al pasillo, pero deja la puerta entornada. Inmediatamente levanta la cortina y, en vez de toser, como era lo convenido, me hace con la mano una seña de que salga en seguida y yo me deslizo sin perder tiempo hacia la puerta. Al pasar por el pasillo, por la entornadura de la puerta veo en el despacho a la policía y milicianos, pero el pasillo está a oscuras y ellos no me ven. Gano la puerta y me lanzo por la escalera de servicio, temeroso de que en la principal haya milicianos. Al llegar a la portería, el portero, ex presidente de la Asociación ugetista de porteros, me echa el ¡alto! y me pregunta quién soy y de dónde salgo; le contesto que soy electricista y que he estado en el piso segundo arreglando una plancha eléctrica; se da por satisfecho y salgo a la calle. Ya he conseguido, gracias a Dios, salir de nuevo de las fauces de la fiera, y esta vez se ha valido como instrumento de la buena Celita. ¡No olvidaré nunca, Celita, tu decisión y valentía! ¡Dios aceptó la promesa que formulaste si me sacaba de apurado trance! El dueño del piso es detenido, y en la Cárcel seguía cuando yo salí de Madrid. ¡Designios de Dios!

¿A dónde me dirijo? Voy a la casa de la buhardilla, donde me ven con asombro, pues yo había hecho correr entre mis amistades y conocidos que había conseguido salir de Madrid (para mejor despistar a los perseguidores), y me creían lejos.


ME SALVO Y SALVO TAMBIEN A DOS REQUETES

Encuentro angustiadas a las buenas mujeres, porque temen profundamente por ellas y por los suyos, que se ven perseguidos, y yo no tengo derecho a complicarles su angustiosa situación. Es menester que me traslade a otra casa, y así se me pone de manifiesto, pero... ¿a dónde voy?

Me dirijo a una casa en donde se refugia un buen amigo y dos requetés, decidido a no salir de allí mientras no me echen. No hay cama, pero ésta es un detalle nimio porque dispongo de un mal colchón y puedo dormir sobre él.

El patrón es un buen hombre que se me ofrece para todo, y con su ayuda, siguiendo con interés y con pesetas las gestiones iniciadas anteriormente, y después de presentarme repetidas veces en los locales de la C. N. T. como fervoroso "compañero", alternando con los rojos del más subido color, consigo el carnet sindicalista. Ya tengo un valioso documento extendido con el mismo nombre del carnet comercial (mi nombre definitivo de batalla), y ya son dos los carnets que poseo.

Puedo ya ponerme el gorro de miliciano, y con la cazadora que llevo puesta (idéntica a la fabricada para las milicias) soy un miliciano más y puedo convivir con ellos.

Un día, a las cuatro de la madrugada, suena el timbre y vemos que nos visitan cuatro policías y otros tantos milicianos que vienen a practicar un registro. ¿Qué va a pasar? Alarmado me levanto de la cama y observo lo que pasa. Empiezan el registro por la habitación ocupada por un buen amigo a quien encuentran documentado a satisfacción. Van a otro cuarto donde duermen los dos requetés que se cobijan en aquella casa; se encuentran indocumentados y, por lo que los policías hablan, me doy perfecta cuenta de que van a ser detenidos. Llegan al comedor, donde duermo yo, y me piden documentación. Entrego el carnet comercial de nombre supuesto y les muestro también el certificado, lo leen y al terminar la lectura del ofrezco el carnet (nuevecito) de la C. N. T. Al exhibirles el carnet este se dan por satisfechos y me dicen: "No, está bien, no hace falta más." ¡Ya estoy salvado! Ni siquiera han tomado en sus manos el carnet, pero ya han visto que es de la C. N. T.

Al salir de mi habitación oigo que entre ellos comentan diciendo: "Este señor está bien documentado." Esto me anima, me pongo los pantalones y salgo al pasillo a ver lo que pasa. Les digo que para nosotros son desagradables visitas tan inoportunas, pero para ellos no será mucho más grato pasar la noche en aquellos menesteres. Me dan la razón, se cruzan algunas frases amables, les ofrezco pitillos y conversamos con improvisada simpatía. Uno de los policías pregunta al otro, que debía ser superior: "¡Qué hacemos con esos dos!" (se refiere a los requetés), y le contesta: "Hay que llevarlos; a mi esos estudiantillos chulos no me..." Veo la cosa perdida para los amigos, e intento interceder. Les digo que no puedo asegurarles que aquellos dos muchachos entienden de política como yo de chino, que jamás les he oído comentario político y que les garantizo que son dos estudiantes de verdad, pues pasan los días estudiando Química, Agricultura y otras cosas raras que yo no entiendo. Como han visto que yo tengo un carnet de la C. N. T. (esto da siempre autoridad) y ven también que intercedo por ellos, acaban diciendo: "Bueno, pues los dejaremos." ¡Ya están salvados! Los requetés, que con mortal angustia están observando todo, no bien han salido los policías de casa, me abrazan diciendo: "No sólo se ha salvado usted, sino que nos ha salvado usted, sino que nos ha salvado a nosotros. ¡Bendito sea Dios!"


SIGO DOCUMENTANDOME PARA SALIR DE MADRID

Hago nuevas relaciones y amistades entre los rojos, y consigo que alguno de ellos, desde el frente de Somosierra, me escriba en las tarjetas llamadas del Frente. ¡Ya tengo otro documento más!

Por mediación de otros amigos de las milicias obtengo de izquierda republicana un documento en el que se acredita que soy miembro de una Comunión especial, y quedo autorizado para hacer cuantas gestiones crea convenientes en beneficio de la Causa. ¡Ya va bien todo esto! Para salir de Madrid ya no necesito más que la cédula y el pasaporte. La obtención de la cédula parece ofrecer muchos inconvenientes, pues son muchos los amigos que han intentado obtenerla para mí y han fracasado; pero esta vez se orillan con felicidad los obstáculos, y en breve plazo estará la cédula en mi cartera.

Ya no me falta más que el pasaporte; pero, ¿cómo conseguir esto? Los pasaportes se dan con cuentagotas, previas investigaciones de la personalidad y la veracidad de los motivos que se alegan para salir al extranjero, por la Dirección general de Seguridad, y tardan aproximadamente veinte días cuanto los conceden. Además hay que entregar fotografías en la Dirección y yo no puedo sujetarme a las investigaciones de mi personalidad, ni debo entregar fotografías porque en la Dirección me buscan y tienen ya mi "foto" y ficha de antes de mi reclusión en la Cárcel. Entonces pienso en salir hacia Valencia y ver de obtener allí el pasaporte que no me era posible lograr en Madrid. Nuevas gestiones para obtener un salvoconducto para Valencia, y a Valencia me dirijo en compañía de un miliciano amigo, grado jerárquico de unas milicias de Vigilancia.

La buena doña María, a la que tantas atenciones y desvelos debemos los refugiados en aquella casa, me despide llorando y se queda rezando el rosario en compañía de sus bellas hijas, pidiendo al Cielo protección para mí.


COMO SALI DE MADRID PARA VALENCIA

No sale ya ningún tren de Madrid porque las fuerzas nacionales han cortado las líneas, y no hay más remedio que salir en coche. En coche salí el 2 de noviembre, a las nueve y media de la mañana, en compañía del miliciano antes citado—que no me abandonó hasta la frontera—, para llegar al mediodía a Alcázar de San Juan, después de un rodeo de 200 kilómetros. El coche donde viajamos era de las milicias y, por lo tanto, gratuito. Gratuitamente hice también el resto del viaje, pues mi calidad de cenetista encargado de misión especial me autorizaba para ello. La salida de Madrid fué por el Puente de Vallecas, y cuando nos habíamos alejado unos ochenta metros del mismo, nuestros aviones lanzaron tres bombas sobre el puente, de forma que si llegamos a salir unos segundos más tarde no lo hubiéramos podido contar.

A las doce de la noche salí de Alcázar a Valencia, para llegar a la mañana siguiente a la capital levantina. Ya estoy en Valencia dispuesto a iniciar las gestiones para la obtención del pasaporte. La tarea parece ardua y difícil, pero no hay obstáculos cuando Dios allana los caminos.

Yo traía de Madrid cartas y tarjetas para significados rojos de Valencia y Alicante, pero no tuvo necesidad de echar mano de estos documentos.


UN PASAPORTE POR PROCEDIMIENTOS RAPIDOS

En Madrid entablé amistad con una señora que tenía gran intimidad con una personalidad de alto relieve en la C. N. T. de Valencia; conocía bien sus relaciones y traté de sacar partido de este conocimiento. Presentándome en los locales de la C. N. T. ante la referida personalidad, después de mostrar un carnet sindicalista, le saludé en nombre de su amiga, hablándole de mil detalles de su vida y relaciones que yo conocía, por lo que logré ganar por completo su confianza.

Después de animada charla que duró un cuarto de hora, me preguntó:

—¿Y tú que trae por aquí?

—Asunto bien desagradable—contesté yo—; he recibido aviso que un hijo mío que se batía con los nacionalistas vascos en el frente de Bilbao ha sido herido y temo que cuando me dicen que está herido sea porque esté muerto, por lo que comprenderás, camarada, mi impaciencia por llegar a Vizcaya, y como en Madrid tardan muchísimo en extender el pasaporte, y además no sé si es mejor hacer el viaje por vía marítima o terrestre, he venido aquí para estudiar lo que más me interesa hacer.

—Entonces, ¿quieres que se pida un pasaporte, no es eso?

—Sí, quiero que se pida con urgencia un pasaporte, pero todavía no haga nada, porque quiero antes ir al puerto para ver si sale pronto algún barco para Marsella.

Salgo prometiendo volver pronto, en cuanto me entere de lo que me interesa en el puerto. No voy al puerto porque nada tengo que hacer allí, y vuelvo diciendo:

—Camarada, no hay salida para barco por lo menos en cinco días para Marsella, así que decididamente quiero ir por vía terrestre.

—Voy a pedir—me dice—en seguida.

Y puesto en la máquina, escribe una carta del siguiente tenor:

"Camarada Gobernador civil de Valencia.

Rogamos a usted que con TODA URGENCIA se sirva expedir un pasaporte para Bilbao, vía Cerbére, a favor de nuestro buen camarada y compañero en la organización Fulano de Tal y Tal.

De usted afmo. en la causa revolucionaria, El Presidente."

Tomo en mis manos la carta y me dirijo al Gobierno civil. Son las siete de la tarde cuando exhibo en el Gobierno la carta. Inmediatamente me extienden la instancia, redactan el informe favorable, me toman las huellas dactilares y a las ocho está el pasaporte en mi bolsillo. ¡Milagro burocrático!

Ya tengo todo lo que necesito; doy gracias a Dios, que de tal manera me protege, y ¡a Barcelona se ha dicho! Y en la capital catalana estoy a la mañana siguiente. Al bajar de una estación voy a la otra y pido billete para Cerbére. El taquillero me pide el pasaporte, y al mostrarle me dice que no puedo salir al extranjero con aquel pasaporte si antes no es visado por la Generalidad. ¿Tropezaré a última hora con algún otro escollo? Voy a tres lugares distintos ocupados por otras tantas oficinas del Gobierno catalán, y consigo para la noche que hayan estampado en el pasaporte cinco sellos y dos firmas. Ya está todo en regla.


UN DESCUIDO QUE PUDO SER GRAVE

Ninguna sorpresa durante estas largas gestiones, pero al sentarme a la mesa al mediodía corrí peligro de que todo lo actuado se fuera al traste. Me disponía a comer en compañía de siete milicianos cenetistas; nos sirven una paella, y yo hago lo que nunca dejo de hacer cuando me dispongo a comer: rezar mentalmente lo que en familia rezamos cuando nos sentamos a la mesa, y al terminar el rezo me distraigo en tal forma que maquinalmente me santiguo delante de los siete milicianos. El que está a mi lado me toca con el codo y me dice al oído: "¿Pero qué está usted haciendo, don Pedro?" Este miliciano está entregado por completo a mí, y los demás no me ven por un verdadero milagro. También esta vez pasó el peligro.

Paso la noche en Barcelona, y a la mañana siguiente salgo para la frontera. Llego sin novedad y se procede al visado de los documentos y cacheo escrupuloso. Todo está bien, y me dispongo a pasar a la estación de Francia. Ante la puerta se ha establecido un puesto de la Dirección General de Seguridad, donde dos policías, con una gran caja llena de fichas encima de un mostrador, exigen el pasaporte para ver si entre dichas fichas aparece el nombre del titular del pasaporte, en cuyo caso el portador debe ser detenido.


EL ULTIMO SUSTO

Pasan ocho o diez individuos delante de mí y lo hacen sin el menor reparo por parte de los policías. Tomando el pasaporte en una mano va el policía pasando con un dedo de la otra mano las fichas que hay en la casilla correspondiente a la inicial del apellido del titular, y esta operación se hace para todos los que me han precedido, sin sacar ninguna ficha de la caja; pero al llegar mi turno y examinar las fichas que figuran en la M (Múgica es mi apellido), veo que saca una ficha de la caja. ¿Se me cerrará la última y única puerta que me falta franquear? Una sacudida eléctrica, breve, pero fortísima, recorre mi cuerpo, mas no ha pasado nada. Ha sacado la ficha porque la escritura de la misma está algo confusa, y ha vuelto a colocar rápidamente la ficha en la caja, diciendo: "Pase." El susto no ha durado más que dos ó tres segundos, pero la cosa no ha sido para tomarlo en broma.

Tomo el tren, y en pocos minutos estoy en Francia. ¡Ya estoy seguro del todo! Desde este momento hasta mi llegada a San Juan de Luz no me preocupa más que mi familia, de la que no tengo noticia desde hace cuatro meses. ¿Qué habrá sido de los míos?


¡ESPAÑA!

Llego a las nueve de la mañana del día siguiente a San Juan de Luz y hago anunciar mi visita a S. A. el Príncipe Regente. Este me abraza emocionado, preguntándome de qué tumba he salido. Con sincero afecto me habla de su preocupación por mi suerte en los primeros días de mi cautiverio y de su triste convicción, más tarde, de mi muerte. Me dice ha mandado celebrar Misas en sufragio de mi alma. Así son nuestros gloriosos Príncipes y Caudillos.

Pregunto por mi familia y se me dice que todos están bien y en casa, después de haber estado mi mujer y mis tres hijas prisioneras en poder de los rojos en Bilbao; dos de mis hijos en poder de los rojos también, y mi hijo mayor combatiendo durante dos meses en Somosierra. ¡Loado sea Dios! Ya tranquilo, me despido con profunda emoción del buen Príncipe cristiano y más dispuesto que nunca a emplearme en servicio de la Causa, corro a mi hogar a abrazar a los míos. Estos, al verme, no saben si realmente soy yo el que me presento ante ellos o es un espectro lo que abrazan. ¡Será verdad tanta dicha? ¡Dios ha querido que así sea!

***

He aquí la breve historia de mi largo cautiverio. Escrita durante horas de fiebre patriótica, sin cuidar para nada la forma literaria (que no está a mi alcance) y sin ampulosidades retóricas, saldrá desaliñada y pobre, pero, en cambio, estará adornada de dos bellas cualidades: la brevedad y la veracidad.

Quien a través de los distintos y variados episodios vividos durante mi cautiverio y liberación, vea otra cosa que la mano divina en constante situación misericordiosa en pro de un pobre pecador, que, a pesar de serlo es y quiere también ser suyo, no ver la verdad. Si, como espero, lector, crees así, levanta tu corazón al Señor y da las gracias, conmigo, al Todopoderoso.


AGUSTIN TELLERIA
Toledo, diciembre 1936.