Conocidos como los diez de Carabanchel, se enfrentaron a duras penas de prisión por formar parte de la cúpula de las entonces ilegalizadas Comisiones Obreras. Una oleada de solidaridad internacional llegó hasta el juicio, el mismo día en que ETA asesinó a Carrero Blanco.
Todo estaba preparado para ese encuentro. Ahí se verían los dirigentes de diversas regiones de España para configurar la hoja de ruta de los próximos años. Algunos no llegaron ni a entrar, algo se olían. Los que ya estaban dentro no tuvieron escapatoria. Aquel 24 de junio de 1972, hace exactamente medio siglo, comenzó uno de los casos de represión hacia el sindicalismo más internacionalizados de la historia del franquismo. Ellos eran Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius, Miguel Ángel Zamora Antón, Pedro Santiesteban, Eduardo Saborido, Francisco García (uno de los llamados “curas rojos”), Luis Fernández, Francisco Acosta, Juan Muñiz Zapico Juanín, y Fernando Soto Martín. La redada en el convento de los Oblatos de Pozuelo de Alarcón, en Madrid, les dejó sin capacidad de respuesta. Ellos son los “diez de Carabanchel”, los protagonistas del Proceso 1001.
Los máximos dirigentes a nivel nacional de Comisiones Obreras, organización ilegalizada por el Tribunal Supremo en 1967, cayeron en las garras de un régimen que empezaba a morir pero continuaba matando. Cristina Almeida, reconocida abogada laboralista, fue una de las letradas que engrosó la lista de defensores, todos ellos sobresalientes en su campo, como Gil Robles padre, Gregorio Peces Barba, Marcial Fernández Montes y Paquita Sauquillo. “Fue una barbaridad aquello, pedían condenas de hasta 20 años de cárcel por asociación ilícita en grado de dirigente a Marcelino Camacho”, rememora esta.
Según recuerda Almeida, mucha gente allí quería matar a los sindicalistas: “Después de aquello de cambiar las calificaciones, nada”
Las peticiones de la Fiscalía durante el juicio, que coincidió con el asesinato de Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973, iban desde las dos décadas de prisión hasta los 12 años. “Eso lo convirtió en una causa contra el sindicalismo, no contra diez sindicalistas. Fue un juicio de especial importancia porque se solidarizaron representantes de sindicatos de todo el mundo”, continúa Almeida. Durante los meses que los diez sindicalistas estuvieron en prisión antes de la celebración del juicio el clamor popular que exigía su libertad inundó numerosas ciudades europeas.
Carrero Blanco en el juicio
Fue entonces cuando parecía que la incógnita se resolvería: pedirían penas mucho más bajas que las previstas. “A mí personalmente y a otros abogados compañeros nos habían dicho que se las rebajarían. Me llegaron a enseñar las calificaciones y vi que iban a pedir seis años de prisión”, recuerda Almeida. Todo cambió con el estallido de la bomba que mató al entonces presidente del Gobierno, Carrero Blanco. “En cuanto se supo, todos los fachas vinieron a la cola de espera del juicio porque querían buscar a Marcelino Camacho, y mucha gente que quería entrar para ser testigo tuvo que escapar como pudo”, agrega la abogada.
Tras diez minutos de suspensión decretados por el presidente del tribunal, los letrados pidieron la suspensión del juicio. Según recuerda Almeida, mucha gente allí quería matar a los sindicalistas. “Después de aquello de cambiar las calificaciones, nada, así que la pena más dura continuó en los 20 años. No fue hasta el año siguiente, en el Tribunal Supremo, cuando les condenaron a los mismos años de cárcel que pensaban hacerlo en un primer momento”, continúa el relato. Por lo tanto, establecieron unas penas de dos y seis años. Fueron momentos muy convulsos. La propia Policía era la encargada de llevar a Almeida hasta su casa a la salida de la Audiencia Provincial de Madrid para asegurar que no se produjera ninguna agresión.
Comisiones Obreras, algo más que un sindicato
Mayka Muñoz, doctora en Historia Contemporánea, archivera de la Fundación 1º de Mayo y autora de “Proceso 1001. El franquismo contra Comisiones Obreras” (Catarata, 2022) junto con José Antonio Pérez, incide en la gran movilización que suscitó el caso represivo: “Por entonces la dictadura intentaba dar una imagen más amable, pero no era verdad, así que fue esencial hacer ver internacionalmente que los juicios durante el franquismo no tenían ninguna garantía”. Tras la reducción de penas y el año que estuvieron en prisión antes del juicio, algunos salieron de la cárcel en torno a 1974. Otros, como Marcelino Camacho y Nicolás Sartorius, tuvieron que esperar al indulto con motivo de la proclamación del rey en noviembre de 1975 para pisar la calle.
“El Proceso 1001 estaba presente a diario. En todos los convenios, por ejemplo, en los que se reivindicaba la subida de sueldos y se hablaba de las jornadas laborales, siempre se añadía la reivindicación de la libertad para los procesados”, explica la historiadora. Así pues, Comisiones Obreras comenzaba a configurar su línea de acción dirigida a las libertades democráticas más allá de la situación socioeconómica.
Igual que en el Proceso de Burgos de 1970 "no se juzgaban a los miembros de una organización armada, sino a todo el País Vasco, en este caso no se juzga a una decena de miembros de CC OO, sino a la clase trabajadora española”
Muñoz, además, recalca cómo aquel 20 de diciembre de 1973 quedaron claras las dos formas de oposición al franquismo: “El atentado de ETA rompe con toda la solidaridad que había mostrado el mundo con los sindicalistas. Una campaña internacional brutal, observadores extranjeros, sindicalistas de otros países… Todo se fue al traste con el asesinato de Carrero Blanco”, opina. Aun así, entre insultos y amenazas a los que en unos minutos serían juzgados, varios policías les dijeron a los encausados que ahí estaban ellos para defenderlos, coinciden en reflejar Almeida y Muñoz.
Socializar la represión
Aquella reunión, que casi anulan por la sensación de inseguridad no del todo explicable pero que responde al instinto del que se mueve en la clandestinidad, fue el inicio de todo. Una “redada masiva”, como la define José Antonio Pérez, doctor en Historia Contemporánea y también autor del libro, remarca que aquello sirvió para sentar las bases de la concepción de CC OO como organización de carácter sociopolítico, no solo sindical, “que también lucha por la democracia y la caída de la dictadura”, apuntilla.
“La defensa de los abogados fue muy profesional, técnica, jurídica, y dejó entrever que los delitos de los que les acusaban no tenían sustento, y que eran derechos que en la mayor parte de los países de nuestro entorno ya estaban reconocidos para los trabajadores”, desarrolla el historiador. Así pues, la estrategia de defensa trató de replicar la llevada a cabo unos años antes con el Proceso de Burgos, en 1970, cuyos encausados pertenecían a ETA. “Igual que ahí no se juzgaban a los miembros de una organización armada, sino a todo el País Vasco, en este caso no se juzga a una decena de miembros de CC OO, sino a la clase trabajadora española”, enfatiza.
Pérez, por su parte, tampoco se olvida del importante papel que las mujeres jugaron en la lucha antifranquista y en el Proceso 1001 en concreto. “La legislación, abiertamente machista, trataba de ubicar a la mujer en el ámbito del hogar. Pese a ello, existía toda una red tejida por mujeres de los presos políticos, las hermanas y madres, que les sustenten”, dice el escritor. De hecho, que entre las filas de los defensores hubiera dos mujeres ya “descoloca al régimen porque son capaces de defender a hombres acusados de subvertir el orden”, en los propios términos del experto.
Esa fue la lucha que emprendieron a diferentes niveles: en la calle con la propaganda, en otros países con la solidaridad obrera, a nivel judicial con sus abogados de prestigio, pero también entre esas mujeres que, al igual que décadas antes durante el primer franquismo, continuaron siendo el sustento material y espiritual de los detenidos y encarcelados.
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