Con la entrada de las tropas franquistas en marzo de 1939 se convierte de inmediato en campo de concentración y en enero de 1940 en terrorífica prisión hasta diciembre de 1943, en la que se hacinaban más de cinco mil prisioneros en su mayoría hombres, muchos de ellos condenados a muerte en Consejos de Guerra que ya se habían celebrado en las localidades de Tarancón, Huete, Belmonte y San Clemente.
Andrés Iniesta López, en sus memorias “El niño de la prisión” cuenta que los prisioneros eran formados en el patio nada más acceder a la cárcel. Desolados, ateridos de frio, allí aguantaban hasta escuchar la arenga del comandante militar de Tarancón desde uno de los balcones del Monasterio. De lo primero que les informaba era que más del sesenta por ciento de los detenidos tendrían que enfrentarse a los pelotones de ejecución. Después continuaba: “Hijos de puta, hijos de Rusia, asesinos cabrones, de aquí ninguno saldréis con vida, a todos os vamos a machacar, tenemos que hacer buena escarda para que la mala hierba no salga jamás. Los enemigos de la patria no levantarán la cabeza porque sus cuerpos serán agujereados por las balas y porque después, la cal que les echemos se comerá rápidamente sus malas carnes.”
Igual de degradante era el trato que recibían las presas por parte del capellán de la prisión, Niceto Lángara, obligadas a escuchar misa en el coro vallado: “Vosotras, zorras, putas, ladronas, estáis ahí por pecadoras y lo vais a pagar, lo vais a pagar con lo más preciado, con vuestra vida. Todas lo vais a pagar, aquí no se escapa nadie, dios premia a los buenos y castiga a las zorras, putas y ladronas como vosotras.”
El odio del capellán salvador de la patria hacia los reclusos era intenso. Defensor acérrimo de la idea franquista de recuperar a los vencidos según los valores del Nuevo Estado, intentó captar a Andrés Iniesta para enseñar religión a los reclusos. Ante la negativa del reo, le aseguró que a partir de entonces estaba condenado a una muerte segura.
Otro de los personajes siniestros de la prisión al que llamaban “La zorra” era un capitán del Cuerpo Jurídico Militar que pertenecía a la Auditoría de Guerra de Aranjuez, desde donde llegaban las órdenes de fusilamiento. Cuando estas se producían se situaba en el balcón central del patio, mientras los presos que se encontraban paseando eran informados con su sola presencia que en la madrugada siguiente habría ejecuciones. Encoje el corazón pensar como se sentirían los condenados a muerte ante semejante adelanto.
No se conformaban con la privación de libertad, con el sometimiento de los vencidos, con las penurias materiales a las que se vieron obligados muchos, la mayoría. Además había que doblegar a los presos, aniquilando su identidad utilizando para ello toda la miseria integral de la que eran capaz el sistema penitenciario franquista para después, decidir sobre sus vidas.
Cientos murieron por palizas, inanición, torturas, frío, falta de asistencia médica y por los disparos de los centinelas a los que se premiaba con veinte duros y un mes de permiso por hacer blanco con los presos que se acercaban a las ventanas, aunque según los informes oficiales fallecían de “miocarditis aguda” o “avitaminosis”; Otros murieron delante de un pelotón de fusilamiento. Se fusilaba todos los sábados. Ese era el día que los reclusos escuchaban “La internacional” de las bocas de los compañeros que estaban a punto de morir.
Durante casi los tres años que estuvo en funcionamiento la prisión del Monasterio, la represión y violencia franquista dejó una lista de 533 defunciones (hombres, mujeres y niños de edades comprendidas entre 3 y 72 años). Correspondiente al periodo de la guerra, de 1936 a 1939, hay doscientas personas documentadas, en su mayoría soldados republicanos.
Todos ellos fueron enterrados en la mayor fosa común de la provincia de Cuenca, “La Tahona”, que se halla a los pies del Monasterio, sobre una superficie de 1200 metros y en la que durante los últimos años se han removido miles de metros cúbicos de tierra para proceder a la exhumación de los cadáveres que se encuentran repartidos en distintos espacios. En uno de ellos se hallan los fusilados y en otros los fallecidos por muerte inducida. También se han encontrado, junto con los restos humanos, restos de cerdos y un potro. Parece ser que una epidemia mató a varios componentes de la piara del monasterio y los verdugos, carentes del más mínimo respeto hacia las víctimas, los enterraron junto a éstas.
Exactamente el mismo respeto que demostró hace varios años el obispo de Cuenca cuando se le solicitó permiso para colocar una placa en recuerdo a los enterrados en la fosa de Uclés y su respuesta fue: “Los perros no necesitan de tanto recuerdo”.
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