dissabte, 27 de desembre del 2025

El franquismo frente a su Núremberg

 https://conversacionsobrehistoria.info/2025/12/27/el-franquismo-frente-a-su-nuremberg/




Conversación sobre la historia


 

Luis Castro Berrojo

 

¿Nos encontramos sobre una montaña de muertos? ¿Acaso nuestro observatorio (…) no es más que eso? ¿Desde un lugar así se obtiene la tantas veces citada perspectiva histórica?

(W. G. Sebald, Los anillos de Saturno)

 

 

Estudios Historia Agraria
1.- El Tribunal Militar Internacional de Núremberg: origen, críticas y relevancia histórica

La efeméride del 20-N ha venido este año cargada de evocaciones: una de ellas fue el inicio del proceso de Núremberg a los jerarcas nazis, que ha motivado la interesante exposición sobre los “Intérpretes de lenguas en torno a 1945: ecos de la historia” en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca.

El proceso de Núremberg fue algo excepcional desde varios puntos de vista. No podía ser de otra manera, al afrontar un maremágnum de crímenes y destrucción también sin precedentes en la historia. Lo fue por su duración -unos 10 meses- y por la magnitud de la documentación y de los testimonios que se usaron como evidencias de cargo, pero sobre todo lo fue por su propia naturaleza −un Tribunal Militar Internacional (TMI)−, sus normas de funcionamiento y los novedosos criterios jurídicos y penales adoptados.

Papeles que atrapan

 El proceso tuvo una enorme repercusión en la opinión pública internacional −asistieron a las sesiones unos 250 medios de prensa de todo el mundo− y resultó también, como diría Hanna Arendt, “un espectáculo sensacional”. Entre otras cosas, se buscaba un efecto pedagógico y ejemplarizante: se quería mostrar ante el mundo que los vencedores en la II Guerra mundial iban a impartir justicia a los vencidos, no a ejercer la venganza del “diente por diente” usual a lo largo de la historia. Como ya había ocurrido tras la Gran guerra, ahora reinaba el espíritu de que “nunca más” debían repetirse las recientes atrocidades.

La recopilación de pruebas de cargo fue un proceso largo y difícil, en el que los ejércitos aliados colaboraron para allegar todo tipo de documentos recogidos en Alemania y los países ocupados por los nazis. De más de 100.000 recogidos sólo se usaron 5.330, algunos de alta carga incriminatoria, como el libro de registro de muertos en el campo de Mauthausen, el diario de Alfred Rosemberg, ideólogo y ministro del Reich para los Países del Este, donde explicaba el trato dado a judíos y rusos; o las actas de la reunión de jerarcas nazis en Wannsee en 1942, donde se planificó la “Solución final”, y la de 20 de febrero de 1933, en la que los 24 principales empresarios y banqueros alemanes (Krupp, IG Farben, Siemens, Opel, AEG, etc.) se vieron con Hitler y Goering con el fin de apoyar financieramente al arruinado partido nazi, que debía dar su peculiar solución a la “cuestión social” y ganar las elecciones del mes siguiente. Unas elecciones, que, como se dijo en la reunión, serían las últimas en muchos años. (El incendio del Reichtag, donde tuvo lugar el encuentro, ocurrió una semana después).

Procesados por el tribunal de Nuremberg

Esta documentación tenía tal relevancia procesal que el juez Robert H. Jackson, jefe de la delegación de EE.UU. en el TMI, dijo que “se podría probar la culpabilidad de estos criminales por sus propios registros y documentos”, según le comentó al fiscal Robert G. Storey (R. G. Storey, The Final Judgement? Pearl Harbour to Nuremberg, 1968, p. 84). Pero sin duda más impactantes aún fueron las imágenes y documentales filmados por unidades especializadas en los campos de concentración nazis, algo que, como evidencia de cargo en un proceso, era también novedoso. Hubo además unas 200.000 declaraciones juradas y 236 testigos, para los que se usó la traducción simultánea en las lenguas de los principales países implicados: inglés, francés, ruso y alemán (no se permitió, en cambio, hablar en yiddish, aunque algunos intérpretes y varios testigos eran judíos). Uno de los testigos fue el fotógrafo catalán Francesc Boix, que aportó también al proceso muchas fotografías del campo de concentración de Mauthausen, donde estuvo cuatro años.

El acuerdo de Londres de 1945, firmado por las potencias aliadas en agosto de 1945, fijó los procedimientos y las bases legales del TMI, plasmados en la Carta de Londres, también llamada Carta de Núremberg o Estatuto de Londres. Ahí se definían tres tipos de crímenes: contra la paz, de guerra y contra la humanidad. Estos últimos eran una novedad en el derecho penal, de modo que ya entonces se recusó al tribunal porque supuestamente violaba el principio de nulla poena sine lege, esto es, la no aplicación retroactiva de la ley. Sin embargo, se recordó a propósito que las convenciones internacionales de Ginebra y las conferencias de La Haya habían estipulado desde mucho antes todo un repertorio de normas relativas al trato debido a civiles y militares (prisioneros, rehenes, heridos) en tiempos de guerra y al uso de armas (prohibición de bombardeos aéreos o de armas químicas, por ejemplo), a la vez que hacían un llamamiento a la resolución pacífica y negociada de los conflictos internacionales, principios que fueron reafirmados en el Tratado de paz de París de 1919 y en la Liga de Naciones. Además, el pacto Briand-Kellogg de 1928 había prohibido el recurso a la guerra como instrumento de política nacional (España, que fue uno de los países signatarios, asumió ese compromiso en la constitución de 1931).

Quiere decirse que el TMI tomó en cuenta principios consuetudinarios ya existentes en el derecho internacional y, más allá de eso, la noción ética de que para la Humanidad ciertos actos constituyen crímenes aún antes de ser tipificados por el derecho positivo, debiendo ser sancionados como tales. De algún modo se apelaba así al derecho natural, algo que fue aceptado incluso por el jurista nazi y pro-franquista Carl Schmidt, quien señaló para el caso que “la inhumanidad es tan grande y tan evidente que basta con demostrar los hechos y los ejecutores para fundamentar su castigo, sin considerar en cada caso las leyes penales entonces vigentes en el derecho positivo” (cit. en Enzo Traverso, A sangre y fuego. De la guerra civil europea (1914-1945), p. 119).

Adolf Hitler flanqueado por Albert Speer, ministro de Armamento, a su izquierda, y por el mariscal Hermann Göring, jefe the Luftwaffe, a su derecha

Estos  criterios invalidaron los principales argumentos de la defensa, basado en la supuesta ilegitimidad del TMI y en la idea de que las conductas juzgadas obedecían a órdenes superiores y leyes vigentes, quedando exentas de responsabilidad. Así lo expresó el general Alfred Jodl en el juicio: “no es misión del soldado ser juez de su comandante superior. Esta es una función que corresponde a la Historia o a Dios en los Cielos” (cit. en H. Arendt, Op. cit., p. 91). Muy distinta fue la actitud de Albert Speer, ministro de armamento del Reich, quien reconoció sus culpas ante el tribunal en los siguientes términos: “En la vida del hombre de Estado (…) existe la responsabilidad por todo lo que sucede dentro de la propia jurisdicción; naturalmente, esa responsabilidad es total y absoluta. Pero, además, en todos los asuntos importantes debe existir una responsabilidad general que alcanza a todos los dirigentes”. (A. Speer, Memorias, 1969, p. 700). Sin embargo, Speer mintió al decir que desconocía los planes de exterminio nazis, algo de entrada inverosímil y que más tarde se probó falso. Pero seguramente le evitó la pena de muerte, que él mismo consideraba justa. (Kate Connolly, “Letter proves Speer knew of Holocaust plan”, The Guardian, 13/3/2007).

El TMI dio una especial relevancia a los delitos contra la paz, considerando que sin ellos no se hubieran producido todos los demás. Así, el Acuerdo de Londres de 1945 estipuló que “Iniciar una guerra de agresión (…) no es sólo un crimen internacional; es el crimen supremo, que difiere sólo de otros crímenes de guerra en que contiene en sí mismo el mal acumulado en el conjunto”. Ello condicionó el enfoque de los demás crímenes, de modo que no se prestó suficiente atención a la Soah, pues las víctimas judías fueron consideradas como súbditos de los distintos países, no como un colectivo étnico o cultural objeto de una persecución específica; como apuntó Hannah Arendt más tarde, los judíos “representaron simplemente el papel de espectadores en Núremberg” (H. Arendt, Eichmann en Jerusalén, 1999, p. 154).

Aunque el concepto de genocidio había sido formulado años antes por Raphael Lemkin y fue usado en los alegatos de los fiscales ante el tribunal de Núremberg, no fue respaldado expresamente por este, quedando subsumido implícitamente dentro de los crímenes contra la humanidad. Se trataba, en palabras de Lemkin, del “intento criminal de matar o destruir todos los miembros de un grupo” nacional o étnico con “premeditación y deliberación y un estado de sistemática criminalidad”, poniendo como ejemplos de ello, entre otros, a los judíos y a los armenios masacrados por la Alemania nazi y por Turquía, respectivamente. (Cf. R. Lemkin, “Genocidio”, en American Scholar, abril de 1946, pp. 227-230).

Judíos agrupados en la ‘Umschlagplatz’ durante el levantamiento del ghetto de Varsovia

La justicia de los aliados en Núremberg fue también criticada por no investigar a la vez los crímenes cometidos por los propios vencedores; por ejemplo, los de los rusos en el este de Europa, los bombardeos aéreos aliados sobre ciudades alemanas o las bombas de Hiroshima y Nagasaki (que, contra lo que sostiene la versión oficial de EE.UU., no fueron necesarias para rendir a Japón). Se ha podido decir que los aliados no quisieron cargar la mano en el alcance del proceso de Núremberg para evitar que se invocara el tu quoque. De este modo, solo se sentaron en el banquillo veinte jerarcas nazis. (En principio eran 24, pero Krupp von Bohlen fue separado de la causa, Kaltenbrunner estaba hospitalizado, Bormann había huido y Robert Ley se suicidó en la celda).

Por otro lado, aunque se declaró criminales y disueltas a las principales organizaciones nazis (NSDAP, SS, SA, Estado Mayor), se dejó de lado la culpabilidad de otras, siendo así que, según Hanna Arendt, “no había ni una sola organización o institución en Alemania (…) que no colaborase en actos o negocios de índole criminal” (H. Arendt, Op. cit,. p 96). Bien es cierto que luego hubo otros doce juicios en Alemania, celebrados también en Núremberg por tribunales militares estadounidenses, no por el TMI; en ellos se procesó a médicos, diplomáticos, funcionarios, jueces, etc. (Por cierto, el caso de estos últimos fue magistralmente llevado a la pantalla por el director judío Stanley Kramer, en su Judgment at Nuremberg  Vencedores y vencidos, en español−, en 1961). Por no hablar de los procesos de depuración de empleados civiles y militares del III Reich, que también serían criticados más tarde por la cortedad de su alcance, y no solo en Alemania. Por ejemplo, Tony Judt recuerda que en 1969 62 de los 64 prefectos provinciales de Italia habían ejercido sus cargos con el fascismo, así como 135 jefes de policía, (T. Judt, Postguerra, p. 84)

Todas estas son críticas pertinentes a la actuación del TMI de Núremberg, pero al final nos debemos conformar con que algo de justicia es mejor que ninguna, sobre todo sabiendo que los soviéticos y Churchill inicialmente querían pasar por las armas a muchos mandos nazis, no sólo la cúpula, sin más trámites. Además el TMI tuvo enseguida un respaldo internacional muy amplio, pues, una vez dictada la sentencia, el 30 de septiembre de 1946, fue respaldada por 19 gobiernos, que, unidos a los cuatro que formaron el TMI, representaban a una gran mayoría de la población mundial.

 Así pues, el tribunal de Nuremberg, a pesar de sus limitaciones, supuso un gran avance en el derecho internacional, al consolidar una serie de nociones jurídicas protectoras de la paz y los derechos humanos que todavía hoy tienen vigencia, sirviendo de precedente para otros procesos similares en la misma Alemania y en otros países europeos y del Lejano Oriente. La Asamblea general de la ONU, en cuyo nombre decía actuar el TMI, en su resolución 95, de 1946, se comprometió a desarrollar esos principios mediante un comité específico que elaboraría un Código Internacional relativo a los crímenes de guerra y contra la humanidad. Se asumía también la idea básica de Lemkin, fundamento del derecho internacional sobre derechos humanos, según la cual ciertos crímenes, aunque se produzcan en un país, incumben a la comunidad internacional, que puede y debe investigarlos penalmente. El Tribunal de justicia internacional creado por el Estatuto de Roma en 1998 sigue esos criterios, si bien no todos los países acatan su autoridad.

Fotografía de un niño judío rindiéndose en Varsovia, tomada por Jürgen Stroop en un informe para Heinrich Himmler durante el levantamiento del Gueto en mayo de 1943.
2.- El franquismo ante su Núremberg: elucubraciones sobre un contrafactual

Cabe plantearse al menos un contrafactual, dada la asociación que hace la efeméride del 20-N entre dos cosas aparentemente lejanas: el tribunal de Núremberg y la muerte de Franco. La cuestión es la siguiente: ¿qué consecuencias penales hubiera tenido para los dirigentes franquistas una hipotética intervención aliada en España para erradicar la Dictadura al final de la II Guerra mundial, tal como Stalin propuso en la conferencia de Potsdam en agosto de 1945? ¿O si hubiera tenido éxito la “Operación Reconquista” de octubre de 1944, cuando la invasión guerrillera del valle de Arán trató de espolear un levantamiento popular que acabara con la Dictadura?

Aunque los aliados no llegaron a un acuerdo sobre esa intervención, los cuatro consideraban al franquismo un régimen fascista residual y recordaron que había llegado al poder aupado por Hitler y Mussolini. También salieron a relucir en la conversación entre Truman, Stalin y Churchill (luego sustituido por Clement Atlee) la División Azul, que juró fidelidad al Führer, las facilidades dadas a los submarinos nazis en aguas españolas, el suministro de wolframio y el asilo a dirigentes nazis en España. Todo lo cual se sustanció en el bloqueo diplomático y en el veto a la entrada de España en la ONU. (Cf. “Franco es una amenaza grave para Europa”. La “cuestión española” en la Conferencia de Potsdam, 19 de julio de 1945″, en Conversación sobre la Historia, 12-9-2020).

Pero si se hubiera producido la intervención aliada en España los dirigentes franquistas sin duda habrían afrontado un juicio semejante al de Núremberg, como los que hubo en Francia, Italia, Noruega, Japón, etc., para los dirigentes fascistas o colaboracionistas. En consecuencia, si Franco hubiera podido evitar la suerte de Mussolini, fusilado por los partisanos “como un perro rabioso” sin trámites previos, debería haber comparecido ante los tribunales, como fue el caso del mariscal Petain en Francia (con sentencia de pena de muerte, luego conmutada), de Vidkun Quisling en Noruega, Ion Antonescu en Rumanía o Josef Tiso en Eslovaquia (los tres condenados a muerte y ejecutados). Y lo mismo cabría decir respecto de muchos de sus colaboradores, que en bastantes casos tenían agravantes de hostilidad a la democracia, como haber servido a la Dictadura de Primo de Rivera (Gómez Jordana, Aunós, Yanguas Messía, Benjumea, Pemán) o participado en la “Sanjurjada”. Los respectivos procesos se hubieran celebrado en España, probablemente en Madrid, pues los aliados deseaban que los reos fueran juzgados por los tribunales de los países en los que habían cometido los delitos.

El mariscal Philippe Pétain frente al alto tribunal de justicia de París durante el proceso en el que sería condenado a muerte el 15 de agosto de 1945 (sentencia conmutada por De Gaulle por la de cadena perpetua, que cumpliría en la isla de Yeu hasta su muerte en 1951)  (foto: AFP via Getty Images)

Puestos en esa tesitura, creemos que hay evidencias suficientes para mostrar a los responsables del golpe del 18 de julio, de la Guerra civil y de la dictadura posterior como reos de los tres crímenes tipificados en Nuremberg. En cuanto a los crímenes contra la paz −que, como se consideró en Nuremberg, eran los más importantes, al ser la causa primera de todos los demás−, es evidente que los conjurados civiles y militares contra la II República habían urdido un complot para acabar por la fuerza de las armas con el régimen legalmente establecido y que, aunque en principio no querían provocar una guerra civil, estaban más que dispuestos y preparados para librarla si era necesario, como así fue y como ha demostrado, entre otros, Ángel Viñas (¿Quién quiso la guerra civil?: Historia de una conspiración, 2021). Más tarde, como señaló la resolución 39 (I) de NN.UU., de 1946, el régimen de Franco “fue parte culpable, con Hitler y Mussolini, de la conspiración para declarar la guerra a aquellos países que, eventualmente durante el curso de la guerra mundial, se unieron como Naciones Unidas”.

No hay duda tampoco respecto a los crímenes de guerra cometidos por los rebeldes del sedicente bando nacional: malos tratos y asesinato de prisioneros,  bombardeos aéreos sobre ciudades, ataques contra la población civil, trabajos forzados, etc. Pero quizá el mayor delito derivó del designio de Franco y de Mola de alargar la guerra cuanto fuera necesario para lograr la total aniquilación de sus adversarios y afirmar su propio poder dentro del bando sublevado, sin atender las ofertas de paz del gobierno republicano o las de mediación exterior para acabar con el conflicto. De este modo la guerra misma vendría a ser un monstruoso y sanguinario programa represivo, en el que es difícil separar los crímenes de guerra y contra la humanidad. Esta querencia de una guerra larga y exterminista será evidente en el caso de Franco, pero se manifiesta antes aún en Mola, que rechazó la oferta conciliadora del presidente Martínez Barrio, a sugerencia de Azaña, la fatídica noche del 18 al 19 de julio, cuando se le ofreció formar un gobierno de concentración nacional a condición de parar el golpe. Más adelante diría ante los micrófonos de Radio Pamplona, el 31 de julio de 1936: “Yo podría (…) ofrecer una transacción a los enemigos, pero no quiero. Quiero derrotarlos para imponerles mi voluntad y para aniquilarlos”. Y lo dice tras su fracaso en la toma rápida de Madrid y cuando aún está por ver la eficacia del Ejército de África y el alcance del apoyo nazi/fascista. Esto es, cuando aún existía la posibilidad de que un golpe medio fracasado no se convirtiera en una larga guerra civil.

3.- ¿Crímenes de guerra, holocausto, exterminio, genocidio?

En torno a los crímenes contra la humanidad del franquismo se ha debatido la idoneidad del concepto de genocidio. En este punto se impone también la evidencia a poco que se conozca el alcance y las características que tuvo la represión durante la Guerra civil y la dictadura posterior. Es significativo que quienes más han defendido esa idoneidad hayan sido los autores que han estudiado esa violencia política más a fondo (y, por tanto, han aportado más evidencias), como Francisco Moreno Gómez, Francisco Espinosa o Paul Preston, aunque también han usado términos semejantes, como “holocausto”, “plan de exterminio” u otros. Espinosa usó por primera vez este último término en su aportación a la obra colectiva Morir, matar, sobrevivir, coordinada por J. Casanova en 2002, si bien el hispanista Michael Richards ya lo había empleado en Un tiempo de silencio, en 1999; Moreno estudia El genocidio franquista en Córdoba, (2008) y Preston tituló uno de sus libros más contundentes El holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra civil y después, (2011). Con “holocausto” quería significar, dijo, “una gran matanza. No encuentro una palabra más adecuada para explicar lo que sucedió en la Guerra Civil española” (declaraciones a El Mundo en 16-5-2011). Pero fue Antonio Elorza quien justificó con solvencia la noción de genocidio en dos ensayos publicados en la revista Claves de Razón Práctica en 2009 (nº 189) y 2019 (nº 262). En este último habla de: “…un genocidio, previsto desde los prolegómenos hasta avanzada la posguerra. Al hacerse inevitable la contienda armada fue para ellos, con Franco en primer plano, una guerra de exterminio, de supresión definitiva del Mal (…). Caló hondo en la mentalidad de los vencedores (…) y también en los vencidos supervivientes. De ahí la larga sombra que sigue oscureciendo nuestro presente”.

Por eso, y por el convencimiento derivado de nuestra propia investigación, no compartimos la opinión de Nicolás Sesma, quien considera que hablar de genocidio en este caso es “más un juicio moral que una categoría histórica y analítica” y que incluso hay “impedimentos jurídicos y conceptuales” para calificar la violencia franquista como “crímenes contra la humanidad”, si bien estima al franquismo, con buen criterio, como corresponsable en la muerte de miles de republicanos españoles en los campos de concentración nazis, al no reconocerles como españoles e inhibirse ante su suerte. (N. Sesma, Ni una, ni grande ni libre, 2024, pp. 68-72 y 188. Versión digital). Al parecer, esos impedimentos consisten en que la dictadura no llevó el exterminio de republicanos hasta el final y más tarde permitió la “redención” de muchos presos mediante el trabajo, cosas que, siendo ciertas, en nuestra opinión carecen de consistencia suficiente para negar el genocidio. Además, esa redención, lo mismo que los indultos y las revisiones a la baja de las condenas de los consejos de guerra obedecían más a las necesidades de mano de obra de un país devastado que a actitudes justicieras o de reconciliación política por parte del “Caudillo”. Dicho un poco lo bruto: Hitler podía permitirse eliminar a ciertos grupos étnicos o políticos, pues le cabía la posibilidad de sustituirlos con mano de obra forzada desplazada de otros lugares de su “espacio vital”; Franco no disponía más que de su propia fuerza laboral y buena parte de ella se hallaba en esa “inmensa prisión” que era la España de posguerra.

Cadáveres en el cementerio de Badajoz tras la toma de la ciudad en agosto de 1936 (foto: René Brut)

Pero el debate en torno a esta cuestión ha trascendido el ámbito de la historiografía para sustanciar un debate político y judicial que ha ocupado la escena española en las últimas décadas. Como es sabido, el juez Baltasar Garzón, de la Audiencia Nacional, a instancia de asociaciones memorialistas y de familiares de víctimas del franquismo, consideró que había base legal e indicios delictivos sobrados para iniciar una investigación judicial en torno a los crímenes cometidos por los dirigentes militares y civiles de la Dictadura y actuó en consecuencia, con el lamentable resultado de todos conocido. (La entonces reciente Ley de memoria histórica del gobierno de Rodríguez Zapatero no afrontaba esta cuestión).

Así, en su auto 399/2006 V y en el sumario 53/2008 se habla de crímenes de lesa humanidad como “la detención, tortura, desaparición forzada y eliminación física de miles de personas por motivos políticos e ideológicos, el desplazamiento y exilio de miles de personas, dentro y fuera del territorio nacional”, así como de la sustracción de menores a sus padres (Textos del auto y del sumario en Garzón contra el franquismo, Público, 2010). Garzón invocaba los principios de justicia universal de Núremberg y de distintas resoluciones de NN.UU., añadiendo además que algunos de los delitos considerados estaban ya descritos y penados en el Código Penal español de 1932.

(Sin olvidar, añadimos, aunque sean delitos de otro tipo, los de traición, rebelión, sedición, “y la conspiración, proposición, seducción, auxilio, provocación, inducción y excitación para cometer estos delitos”, tal como los tipificaba el Código de Justicia Militar vigente entonces en España, para los que dictaba la pena de muerte. De este modo, los generales Fanjul, Goded y Fernández Burriel fueron ejecutados tras ser sentenciados en Madrid y Barcelona. Además se constituyó un juzgado especial en el Tribunal Supremo para encausar por rebelión militar a los generales Franco, Queipo de Llano, Mola y Cabanellas, a los que hubiera correspondido una suerte semejante de no haber triunfado el golpe. Como es sabido, los sublevados luego aplicaron ese concepto penal por rebelión, poniéndolo “al revés”, como diría Serrano Suñer, a los leales a la República).

El fiscal general y la Audiencia Nacional declararon la incompetencia de Garzón en este caso y le acusaron de prevaricación (aunque luego fue absuelto), sin que el traslado de la causa a los tribunales territoriales haya dado mayores resultados (aunque nos consta que algunos jueces envían a la policía judicial a las exhumaciones de fosas comunes con el fin de levantar atestados de cuyos resultados luego no se sabe nada). Tal decisión se basó en la prescripción de los delitos y, sobre todo, en los efectos de la Ley de amnistía de 1977, que exculpó a los servidores de la Dictadura en aras de preservar la convivencia y facilitar la transición hacia la democracia. (No deja de ser una cruel paradoja que algunos de los jueces que defendían y defienden esa amnistía, luego se hayan manifestado en contra de la que benefició a los participantes en el procés catalán, que no tenía una menor voluntad de lograr la convivencia y la normalización de una situación conflictiva).

Conviene recordar también que el abortado intento procesal de Garzón estuvo y está respaldado por instancias institucionales de consideración. En 2008, el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas criticó la Ley de amnistía española al considerar que, según los principios de justicia internacional sobre derechos humanos, los delitos de lesa humanidad son imprescriptibles, especialmente en los casos de desapariciones forzadas, sin que dicha ley tenga fuerza suficiente para impedir una investigación judicial.

Más adelante, al menos en 2014 y 2018, relatores especiales de Naciones Unidas desplazados a España tuvieron ocasión de reiterar ese criterio y de denunciar el escaso impulso institucional a las políticas de memoria histórica democrática y a la atención a las víctimas del franquismo (bien es cierto, matizamos, que por entonces ya eran muchas las comunidades autónomas que venían impulsando sus propios programas en estos asuntos). También se consideró que la primera Ley de memoria histórica, amparada por el gobierno de Rodríguez Zapatero en 2007, estaba muy lejos de satisfacer adecuadamente las necesidades en este ámbito.

Amnistía Internacional ha dedicado a este asunto varios informes muy argumentados, insistiendo en la imprescriptibilidad de ciertos delitos, muy en particular los de desaparición forzada, y ha recordado que el Estado español había incorporado las normas universales del Derecho internacional en la Constitución de 1931, en su artículo 7. (Amnistía Internacional, “España: poner fin al silencio y a la injusticia”, 2008).

La escasa iniciativa del Estado español en el plano de la justicia internacional era tanto más llamativa cuanto que había sido pionero en algunos procesos contra criminales como el general Pinochet, de Chile, y el capitán de corbeta Alberto Scilingo, de Argentina, ambos con participación directa de Baltasar Garzón. Sin embargo, el Estado español no ha respondido recíprocamente ante las demandas de la “querella argentina”, que viene solicitando desde hace muchos años la extradición (o, alternativamente, su enjuiciamiento en España), de varios policías españoles, acusados de torturas, y de ex ministros de la Dictadura, como Martín Villa, Licinio de La Fuente, Utrera Molina o Fernando Suárez.

Adolfo Scilingo durante el juicio en el que la Audiencia Nacional lo condenó a 1.084 años de cárcel por crímenes de lesa humanidad por su participación en treinta delitos de asesinato y 255 de detención ilegal cometidos en el llamado Proceso de Reorganización Nacional entre los años 1976 y 1983 en Argentina (foto: Efe)
4.- … Y “Franco murió en la cama”

En efecto, al final Franco murió en la cama. Como Stalin, al que también llamaban “Generalísimo” (así se dirigieron a él Churchill y Truman en Potsdam). Como él, con todos los honores de su ejército, de su partido único y de masivas manifestaciones populares orquestadas. Pero en la URSS se eliminaron de inmediato el culto a la personalidad y las políticas represivas y se liberó a los presos políticos, cosas que aquí se hicieron no tan rápido y a trompicones (y hemos tenido la efigie y el nombre de Franco y de los suyos en lugares públicos hasta hace cuatro días).

Que Franco escapara a la justicia terrenal (no sabemos qué pasará con la divina; de momento sus representantes en la tierra le absolvieron y bendijeron) tiene una explicación conocida: como argumenta Enzo Traverso, los juicios de Núremberg tuvieron, además de un componente ético-jurídico, un aspecto político: era la justicia de los vencedores sobre los vencidos, para los que la opinión pública reclamaba un castigo severo (que en muchos lugares ya se había tomado por su mano). Pero aquí ni hubo vencedores sobre Franco ni opinión pública a la altura de las circunstancias. La sociedad española nunca estuvo por salidas radicales, y menos cuando estrenó tímidamente los buenos modos de la democracia y de la convivencia. Ese fue uno de los efectos del terrible baño de sangre de la guerra y del “cuarentañismo” posterior: infundir un miedo duradero y erradicar durante mucho tiempo, no ya una posible resistencia u oposición popular a la dictadura, sino incluso un mínimo de cultura política y moral, que solo poco a poco y con mucho esfuerzo se empezó a recuperar en la etapa final de la dictadura.

Barcelona, 1974:  celebración de una misa y diversos actos en las Reales Atarazanas en conmemoración del 18 de Julio. En la imagen, el presidente de la Diputación de Barcelona, Juan Antonio Samaranch, junto al gobernador civil de Barcelona, Rodolfo Martín Villa. EFE

De modo que aquí no hubo ruptura o verdadero cambio político, sino un sucedáneo: la reforma. La ruptura solo se ejerció respecto de la memoria y la debida vinculación simbólica y política con la II República, a la que solo mucho después se reconocería en el Congreso como el principal antecedente de la democracia española actual. Y por ello no hubo justicia para las víctimas del franquismo ni depuración alguna del aparato del estado, como se hizo en mayor o menor medida en todos los regímenes dictatoriales citados y en la propia España en momentos anteriores de transición política. Se optó por la impunidad de los victimarios con la Ley de Punto final (léase de amnistía).

Pero, siguiendo con nuestras elucubraciones contrafactuales, no resulta difícil imaginar cuál hubiera sido la actitud de la clase política franquista ante un hipotético tribunal de Núremberg (o de Madrid). Nos podemos hacer una idea por la postura de Rodolfo Martín Villa, espécimen característico del Movimiento Nacional, (en el que ejerció como jefe nacional SEU, secretario general del sindicato vertical, consejero del reino y gobernador civil), quien escribe en sus memorias, Al servicio del Estado (1985), que “sería injusto, radicalmente injusto, política y moralmente, un proceso como el que nosotros conducíamos permitiera la más mínima depuración”. Menos aún, lógicamente, una sanción penal.

Pero, por si acaso, a Martín Villa le faltó tiempo, siendo ya ministro de Interior con Suárez y una vez que este decretó la disolución del Movimiento, para ordenar la destrucción de sus archivos, cómo recordaría Sánchez Terán, entonces gobernador Civil de Barcelona. Este, tras describir la eliminación de todo el papelamen archivado de su departamento, entre el que se hallaban miles de fichas de antecedentes de antifranquistas, hace la siguiente reflexión: “Hacer un trabajo de investigación hubiera resultado arduo y tal vez inútil. Por eso decidimos destruirlo todo”. (S. Sánchez Terán, La transición. Síntesis y claves (2008). Así pues, si en Núremberg sobraron expedientes para incriminar a los acusados, como hemos visto, aquí más bien hubieran escaseado. Algunos fueron destruidos y otros están aún hoy clasificados (por una ley de secretos de origen franquista) o se hallan en manos indebidas, como la Fundación Francisco Franco o la Universidad del Opus Dei en Navarra. (Cf. Luis Castro, “Fondos Públicos desaparecidos, destruidos o privatizados”, en Antonio González Quintana, Sergio Gálvez Biesca y Luis Castro Berrojo, El acceso a los archivos en España, 2011).

Francisco Laina , Director General de Seguridad, impone la Medalla al Mérito Policial a José Antonio González Pacheco (a) Billy el Niño (foto: diario YA)

No cambiaron mucho las cosas con el acceso del PSOE al gobierno: como ha repetido después Felipe González, “decidimos no hablar del pasado” (El País, 22-4-2001).

Puestos a divagar, la última duda que nos queda es si, en el caso de que ese Núremberg español hubiera dictado sentencias de muerte para Franco y sus adláteres, estas se hubieran ejecutado mediante la horca, como en Núremberg, ante un pelotón de fusilamiento, como pedía el Código de Justicia Militar, o con el castizo garrote vil, usado por el “Caudillo” cuando quería añadir un tinte infamante a la pena capital. Como ocurrió en las ejecuciones de Salvador Puig Antich y de Georg Michael Welzel, alias Heinz Chez, que tuvieron lugar el 2 de marzo de 1974 en las prisiones de Barcelona y Tarragona. Fueron las últimas que hubo por este método en España y en el mundo.

Fuente: Conversación sobre la historia. Una versión mucho más breve de este texto fue publicada en Salamanca RTV al día.

Portada: banquillo de los procesados por el tribunal de Nuremberg. En la primera fila, de izquierda a derecha, Goering, Hess, Ribbentropp, Rosenberg, Frank, Frick, Streicher, Funk, Schacht; detrás, Doenitz, Raeder, von Schirach, Saeckel, Jodl, von Papen, Seyss-Inquart, Speer, von Neurath, Fritzsche.

Ilustraciones: Conversación sobre la historia