El 12 de noviembre de 1956 moría en París Juan Negrín López, el último Presidente del Gobierno de la II República. Murió en el exilio, derrotado y deprimido a los 64 años. Sería enterrado en el cementerio del Père Lachaise y dejó dispuesto que su muerte se anunciara dos días después, y que sobre su lápida no se escribieran más que sus iniciales: “J.N.L”.
Fue un médico fisiólogo de fama internacional, un hombre culto y políglota y un político comprometido y vocacional. Para el historiador Gabriel Jackson, fue “el más capacitado de los jefes republicanos socialistas. Sabía de economía pero no se interesó por las teorías marxistas, era Keynesiano”.
Durante la Segunda República no tuvo un papel muy relevante, su ascenso a puestos de verdadera responsabilidad y relevancia llegó cuando fue nombrado ministro de Hacienda en el gobierno de Largo Caballero, el 4 de septiembre de 1936, durante la Guerra Civil.
En los últimos años de la Guerra Civil, cuando la República ya no podía hacer frente a los sublevados franquistas, Negrín hizo todo lo posible para salvar al máximo número de republicanos, e incluso de conseguir algún tratado de paz.
En la intervención del 31 de marzo de 1939 ante la Diputación Permanente de las Cortes en París, Negrín comentó el golpe de Casado con detalle. Finalmente, demostró que sus esperanzas de resistir para salvar a más republicanos se habían visto tan frustradas por el golpe del coronel Casado como por el propio Franco. Más triste que enojado, declaró: Desgraciadamente lo que ha sucedido es una lamentable prueba de que la política del Gobierno era la única que se podía seguir. Quien se entrega a la merced de un enemigo sin compasión ni espíritu de clemencia, ya se sabe siempre que está perdido, y nosotros no estábamos obligados a entregarnos. Aún podíamos resistir y aguantar y esa era nuestra obligación. Era obligación y necesidad el quedarse allí para salvar a los que ahora van a pasar a campos de concentración o van a ser asesinados.
Juan Simeón Vidarte escribía sobre el final de la guerra: «La historia trágica de la rendición de Madrid enseñó al mundo que Negrín y la ejecutiva del partido teníamos razón: no existía, desgraciadamente, otra política que la de resistir».
Cuando el buque Sinaia llegó al puerto mexicano de Veracruz cargado de exiliados, en un costado del barco se veía una enorme pancarta que rezaba: «Negrín tenía razón».
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