dissabte, 7 d’octubre del 2023

A pie de fosa en busca de un centenar de represaliados: “Vengo todos los días con la esperanza de que mi padre salga”

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Una de las arqueólogas de Aranzadi retira la tierra para dejar en relieve uno de los esqueletos de la fosa de Colmenar Viejo (Madrid).

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Las fosas franquistas también se escuchan. El ruido de los martillos, picos, palas, punzones o brochas sobre el terreno convive con el ir y venir y las conversaciones de los arqueólogos mientras cepillan el suelo. Con extremo mimo remueven la tierra para aflorar los huesos en los que se detuvo el tiempo exactamente en el mismo momento en el que la bala atravesó los cráneos de los condenados a muerte. Pero las fosas se oyen porque cuando se abren, también se abre la historia. La tierra habla y da cuenta, si se escucha, de dolores y vidas incompletas que, al igual que los huesos, hubo quienes las quisieron enterrar para siempre.

Las arqueólogas llevan poco más de dos horas sobre el terreno cuando Benita Navacerrada López vuelve a asomarse otra vez por el muro para verlas trabajar. Benita está siempre. A sus 91 años, viene cada día desde el municipio madrileño de Alcobendas hasta el cementerio parroquial de Colmenar Viejo y observa detenidamente. Es la tercera fase de un proyecto de exhumación que busca a 109 represaliados republicanos de varios pueblos del norte de Madrid fusilados en la tapia del cementerio entre abril y noviembre de 1939, entre ellos, el padre de Benita.

“Le busco a él. Tenía siete años cuando le mataron”, empieza a contar la mujer aprovechando la tregua de sombra que da el soportal de la ermita en este caluroso octubre en Madrid. La última vez que vio a Facundo Navacerrada, fundador de UGT en San Sebastián de los Reyes, fue en la plaza del pueblo, subido a un camión lleno de hombres que se llevaban detenidos. “Un día estábamos comiendo y vino una vecina a avisarnos de que lo habían matado. La vida fue muy dura después. Éramos cinco hermanos, la mayor de 16, y yo la pequeña. Pasamos mucha hambre y pobreza y a los diez años me puse a trabajar de niñera”.

Su madre, Margarita López, estaba también presa en el momento en el que Facundo fue asesinado. Como a todos, le trasladaron a Colmenar Viejo, donde estuvo en prisión y fue sometido a dos juicios sumarísimos. El último le condenaba a la pena de muerte, que se ejecutó el 24 de mayo de 1939. Benita guarda como un tesoro la carta de despedida que escribió cuando supo que iba a morir. “Se despide de todos nosotros, uno a uno, y recalca que no ha hecho nada, ni ha matado ni ha robado, que es inocente”. A Benita le dice: “Benita, tan pequeña, te quedas sin padre, no le olvides nunca”. Y no lo ha hecho.

A pocos metros, atravesando la laberíntica disposición de las tumbas que atestan el cementerio, está la caseta que hace de punto neurálgico de la exhumación. Allí, Carmen Carreras, secretaria de la Comisión de la Verdad de San Sebastián de los Reyes, está haciendo una toma de muestras a un hombre que acaba de llegar. En una próxima fase, los restos sacados de la fosa se empezarán a cotejar en el laboratorio con el ADN de los descendientes. “No todo el mundo sirve. He pensado justo hoy en Simón Navacerrada, que fue el fundador de la CNT en San Sebastián y todos los descendientes vivos son hijos de hija, su ADN no puede compararse. Si el represaliado es varón, sirven sus nietos hijos de hijo, pero no de una mujer. Me han explicado que existe la posibilidad de pedir autorización para exhumar a algún fallecido que sí sirva, se lo comentaré”, explica.

La Comisión de la Verdad de San Sebastián de los Reyes es pieza clave de este proceso. “Empezamos en 2015, pero oficialmente fundamos la asociación en 2018, concretamente tenemos fechado el registro oficial el 18 de julio, fíjate qué casualidad. Comenzamos a investigar y recopilar testimonios y supimos que 25 fusilados de Sanse estaban aquí”. A partir de ahí, comenzaron a moverse para hacer posible la exhumación. La Sociedad de Ciencias Aranzadi se encarga de los trabajos gracias a una subvención de la Secretaría de Estado de Memoria Democrática con la que estarán hasta el próximo día 11 en jornadas diarias de diez horas.

Benita recuerda que fue uno de sus hijos el que le habló de la asociación. “Después de que le mataran no se hablaba nada de nada, era un tema tabú porque además había mucho miedo, pero yo sí les he contado a mis hijos quién era mi padre y lo que le hicieron”, afirma la mujer. Lo de buscarle ha estado presente “durante toda la vida” porque “nunca he podido ir a un cementerio y decir 'hola, padre'”, pero “¿cómo buscas? Si es que no sabes... ¿dónde vas a decir 'oiga, yo vengo aquí a buscar a mi padre?'”, lamenta. Por eso, porque hoy sí sabe, nunca falla a la cita: “Vengo todos los días con la esperanza de que salga”.

Una herida de casi 30 metros

La primera vez que los arqueólogos de Aranzadi removieron esta tierra fue en el verano de 2022 gracias a otra pequeña subvención que les dio solo para trabajar durante diez días. “Empezamos por la zona del cementerio en la que los testimonios apuntaban a que contaba con el mayor número de enterramientos, en el llamado cementerio civil, aunque eso no se correspondía con la realidad. Allí se recuperaron 12 cuerpos. Como hubo buenos resultados presentamos ya un proyecto completo que nos permitió acabar allí y venir a ver qué pasaba aquí, en 'el paseo'”, explica Almudena García-Rubio, directora de la excavación.

La historia popular contaba que en esta segunda fosa los franquistas solo habían depositado a unos pocos, los confesados con el cura, pero, de momento, ya son 41 las víctimas exhumadas. Contando con que entre 16 y 20 familias sí pudieron enterrar a sus familiares tras ser ejecutados o recuperarlos en democracia, quedarían alrededor de una veintena. Mientras García-Rubio hace las cuentas, Júlia Benet y Mar Casquero, que retiran minuciosamente brocha en mano la tierra hasta hacer aparecer tres esqueletos, llaman la atención sobre algo: “Parece que aquí hay madera, debajo del coxal de este”, señalan.

El conocido como “el paseo” es una zanja cavada junto al muro que en 1939 hacía en la práctica de límite del cementerio. Entonces ahí finalizaba la zona de enterramientos, pero con la ampliación de las tumbas ya está hoy integrada en el camposanto, por eso la fosa está rodeada de sepulturas que ha habido que apuntalar antes para trabajar con seguridad.

Más que una zanja, la larga fila de enterramientos es en realidad una herida de 30 metros cuadrados de largo que hoy se abre porque nunca llegó a cerrarse bien y así es imposible que cicatrice. Los franquistas fusilaban a los rojos en la tapia, en la que aún puede verse algún hueco de bala, y los traían hasta aquí para enterrarlos sin que sus familias supieran qué había pasado con ellos. Y así, la agónica espera para abrazar a sus muertos ya dura 84 años.

Objetos y heridas

La represión fascista en esta zona norte de Madrid está contada en La sierra convulsa, el libro coordinado por el historiador Roberto Fernández. “El 29 de marzo de 1939 las tropas nacionales entran en Colmenar y lo utilizan como cabeza de partido judicial. Arrestan a todos los denunciados de los pueblos desde Hortaleza, entonces independiente de Madrid, hasta Moralzarzal. La mayoría eran hombres menores de 40 años, entre ellos solo una mujer. Liquidaron en un plan muy selectivo a la élite política y sindical de izquierdas de toda esta zona, desde secretarios de sindicatos a miembros de colectividades o alcaldes y concejales. Fue muy rápido, porque el 15 de abril empiezan los fusilamientos”, sostiene.

Júlia y Mar trabajan concentradas sobre los huesos de tres cuerpos dispuestos de forma alterna: la cabeza de los dos de los extremos mira hacia un mismo sentido y el del medio, hacia el contrario. Debajo de ellos puede haber más porque lo habitual era que los enterraran en tres niveles. Lo primero es retirar toda la tierra para dejar los esqueletos en relieve, una tarea que aquí se complica porque el terreno está encharcado. En este punto, las arqueólogas identifican, por ejemplo, posibles objetos que los asesinados llevaban consigo y han sobrevivido al paso del tiempo. “Esto de aquí parece material de zapatos y aquí hay una hebilla de cinturón. Eso es algo con cremallera, podría ser una cartera...”, van explicando mientras los señalan.

La identificación de objetos y también las posibles patologías previas que pudiera tener el represaliado son importantes, explica García-Rubio. “Por ejemplo, este que está excavando Mar ya se ve que tiene una fractura ante mortem en el fémur. Son cosas que nos indican cómo fue la vida de esta persona y también pueden ayudar a la identificación. Ayer vino un señor que recordaba que a su padre le habían amputado un brazo. Eso es un dato súper importante”.

Este tipo de cosas se advertirán claramente en el laboratorio, adonde pasarán los restos una vez se haya hecho toda la documentación y hayan sido exhumados. Ahí se hará un perfil biológico básico de cada individuo, además del estudio de la causa de la muerte. “Con 70 excavados vemos un patrón claro: está afectado el cráneo, la mandíbula y la mitad superior y son trayectorias de bala de anterior a posterior: corresponden a un fusilamiento. El proyectil genera un orificio de entrada diferente al de salida porque pierde fuerza y ya no va directo. El de entrada es circular y pequeño y el de salida suele ser más grande”, sostiene la coordinadora del proyecto.

Una víctima más

La de Colmenar Viejo es la exhumación de víctimas más grande hasta la fecha en la Comunidad de Madrid, donde apenas se han abierto más allá de algunos proyectos muy concretos. “En parte tiene que ver con la ausencia de políticas de memoria. Las comunidades tienen un peso muy importante en este tema y aquí la situación política ha influido en que no haya habido un interés”, opina Fernández.

Hasta este pasado miércoles, el número de víctimas que se creía que estaban enterradas en la fosa eran 108, pero el historiador Roberto Fernández acaba de encontrar una más. Gracias a Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, ha dado con el bisnieto de Martín Bas Chozas, concejal y sindicalista de UGT de Miraflores de la Sierra al que no llegaron a fusilar porque se murió antes. “Le dieron una paliza tan fuerte que llegó a Colmenar medio muerto. No llegó al juicio, pero gracias a la información que tenemos sabemos que le enterraron en la fosa”. Es el represaliado 109.

Entre todos ellos, solo hay una mujer, Martina Aparicio Bastero, a la que su hija Magdalena logró recuperar una vez llegada la democracia. “Fue la familia más represaliada de Colmenar. Sus padres fueron fusilados, pero también dos tíos, además de que tuvo dos abuelos y otros dos tíos en la cárcel. En los ochenta pudo enterrar dignamente a su madre y a su padre, Blas Colmenarejo, uno de los líderes de izquierdas de la zona. Según la hija, los falangistas le tenían tanto odio que fusilaron a Martina primero para que él lo supiera”, explica el historiador.

Las vidas enterradas van tomando forma a medida que los huesos salen de la tierra porque hay quien las cuenta. “Recuerdo algunas cosas como ir de la mano o ponerme en sus rodillas, pero nada más... Toda la vida he sentido su falta, añadido a que no sabía dónde estaba. Me hacía muchas preguntas y me las sigo haciendo. En casa me siento al lado de su foto y todavía hoy le digo: ¿Qué te hicieron y dónde estás?”, reconoce Benita.

En los tiempos oscuros en los que solo estaba permitido callarse hubo quienes, como ella, hablaron. Lo hicieron hacia adentro, casi siempre consigo mismos, pero así mantuvieron viva la memoria de sus muertos sin cejar en el empeño de recuperarles. Hoy desentierran sus vidas. Benota suspira: “Encontrarle sería lo más grande del mundo, lo más grande...”.