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Historiadores y grupos de defensa de la memoria histórica reúnen cada vez más datos y testimonios que prueban el genocidio silenciado de miles de mujeres durante la Guerra Civil Española
Toda guerra se ceba con los más débiles: niños, ancianos, discapacitados, minorías étnicas, desvalidos económicos… Y por supuesto con las mujeres, víctimas de las violaciones y vejaciones no solo de las tropas enemigas invasoras sino también de desalmados que en la retaguardia aprovechan el caos y las miserias de la guerra para dar rienda suelta a su violencia, a su machismo y a sus instintos más primarios. Durante la Segunda Guerra Mundial la violación fue algo habitual. Las tropas nazis la practicaron sistemáticamente en aquellos países europeos que eran ocupados por el Tercer Reich y también en los campos de concentración y de exterminio. A su vez, el terror entre las mujeres alemanas se extendió de forma generalizada por toda Alemania cuando los soldados del Ejército Rojo avanzaban imparables hacia Berlín con la consigna de violar cuanto más mejor. Y en los últimos años se están conociendo datos estremecedores sobre las atrocidades cometidas por algunos soldados norteamericanos tras la batalla de Normandía, en 1944, y el posterior avance de los aliados hacia París, una liberación que para muchas francesas (incluso menores de edad) fue una auténtica pesadilla.
La Guerra Civil española, la más cruenta que hasta ese momento se había conocido, no fue una excepción. Con total seguridad hubo cientos de violaciones, aunque estamos ante un asunto en el que faltan datos históricos oficiales (los dos ejércitos ocultaban sus crímenes) y donde todo está por investigar. Como premisa inicial podría decirse que en lo que se refiere al holocausto femenino durante la contienda española no hubo buenos ni malos. La mujer sufrió la jerarquía y el abuso de poder a manos del hombre tanto en la zona nacional como en la republicana. Sin embargo, sí existen datos históricos suficientes para afirmar que entre las tropas franquistas había una consigna clara y directa del alto mando: avanzar sin dejar prisioneros; exterminar a los rojos enemigos de España; y no tener compasión con las mujeres, que a fin de cuentas luchaban en las trincheras, codo con codo con sus camaradas, y además se ocupaban de los hijos, miles de niños que tras la guerra quedaron huérfanos de ambos padres.
El hecho de que Franco y sus militares sublevados dieran órdenes de arrasarlo todo, sin compasión, supuso que en la zona nacional se cometieran muchas más violaciones masivas y de forma sistemática, ante la tolerancia y complicidad del alto mando, que incitaba a tales prácticas o sencillamente miraba para otro lado cuando tenía constancia de algún caso. Las palabras del teniente coronel Juan Yagüe, uno de los principales golpistas del 36, resultan clarificadoras sobre las intenciones de los conspiradores: “Garantizar el exterminio de un tercio de este país, limpiándolo de marxistas, republicanos y masones”.
Por el contrario, en la zona Republicana las violaciones fueron más aisladas y la propia Causa General −impulsada al término de la guerra por el ministro de Justicia franquista Eduardo Aunós mediante decreto de 26 de abril de 1940 con el objeto de instruir “los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación roja”−, solo documenta un único caso de violación, el de una monja que fue víctima de una brutal agresión.
Es algo comúnmente aceptado por los historiadores que entre las tropas franquistas la violación era un arma de guerra más. Según Guillermo Rubio Martín, tras el fracaso del golpe de Franco (la sublevación no triunfó en la mayoría del territorio nacional) a los fascistas solo les quedaba emplearse a fondo en una guerra de exterminio: “La necesidad de un golpe de extrema violencia, el objetivo de destruir física y moralmente al enemigo, y la idea de que éste no era realmente humano hicieron de los más débiles, como no podía ser de otra forma, sus primeras víctimas”, asegura este autor. “Las mujeres han sido, y siguen siendo, objetivo prioritario de las fuerzas militares en su ataque a objetivos civiles. Toda sociedad se vertebra entorno a sus mujeres, como sostenedoras del hogar y de la economía de bajo alcance y son la reserva reproductiva. Además, en toda sociedad patriarcal las mujeres son las depositarias del honor de la casa y de la sociedad y dañarlas a ellas es mostrar que sus hombres no son capaces de protegerlas y, por lo tanto, no son verdaderos hombres. La ofensiva militar llevada a cabo contra la población civil por las tropas sublevadas durante la Guerra Civil no fue una excepción en este aspecto”.
En la primera fase de la guerra, desde el golpe de julio de 1936 hasta noviembre del mismo año y con la estabilización de los frentes, la violación sistemática acompañó en todo momento a las tropas sublevadas. Rubio distingue las violaciones perpetradas por el ejército africanista, veteranos de guerra que habían peleado contra los españoles años antes, de las que llevaban a cabo falangistas y requetés. El primer grupo estaba compuesto por la Legión Extranjera y las tropas indígenas de los Regulares (“los marroquíes”). Estos estaban acostumbrados a cometer violaciones y otras agresiones sexuales contra la población femenina en primera línea de combate, antes de los fusilamientos y durante el saqueo de casas, haciendas y propiedades. “Las mujeres eran violadas dentro del frenesí de destrucción y, normalmente, asesinadas con posterioridad. Son habituales las violaciones en grupo y las de menores”. Tales prácticas eran características de la guerra colonial que el ejército de África importó a España desde Marruecos. El eco de la crueldad de estos soldados llegó hasta la zona Republicana y pronto se extendieron los rumores sobre decapitaciones, torturas, mutilaciones genitales y cuerpos descuartizados. Resulta imposible llevar a cabo un recuento del número de mujeres violadas por “los marroquíes de Franco”, ya que a menudo las víctimas eran asesinadas tras ser torturadas y jamás se hacían comprobaciones de los forenses.
Los soldados falangistas, al contrario, actuaban como tropa de retaguardia. “Llegaban una vez que los combates habían finalizado o a lugares donde ni siquiera se habían producido. De entrada, llevaban a cabo una gran variedad de acciones humillantes contra las republicanas como raparlas, obligarlas a beber aceite de ricino y propinarles brutales palizas”. Luego mandaban a estas mujeres −esposas de fusilados o huidos, votantes o activistas de izquierda o sospechosas de mostrar simpatía pública por líderes progresistas como Roosevelt− a trabajar en los cuarteles y a los campamentos de las tropas. “Allí las obligaban a limpiar, cocinar, eran violadas y, en muchos casos, asesinadas. En otras localidades, como ocurrió en algunos pueblos andaluces, las recientes viudas eran llevadas en un camión a un paraje donde eran violadas, fusiladas y enterradas. Después y como colofón de tan macabro modus operandi, sus asesinos desfilaban con su ropa interior en los fusiles”, explica Rubio. Según este autor, “por supuesto también hubo violencia en la zona republicana, la cometida por las famosas checas en las ciudades y la del terror rojo del verano de 1936. Miles de personas (20.000) fueron detenidas y asesinadas mediando o no juicio por su identificación con los rebeldes o por su posición económica. El carácter de esta violencia es más social, más dirigido contra los estratos conservadores y religiosos (1.237 sacerdotes fueron asesinados), pero se define por su carácter furibundo, local y no planeado. Fue atajado en cuanto el Gobierno republicano recuperó el control en octubre. Sin embargo, no hubo ningún tipo de violencia sexual dentro de esta explosión”, asegura el historiador.
Una de las principales pruebas de que las violaciones eran sistemáticas en el bando nacional es el registro sonoro sobre las alocuciones radiofónicas del general sublevado Gonzalo Queipo de Llano. Queipo se destacó por el uso de la radiodifusión como medio de guerra psicológica, con sus famosas charlas a través de Unión Radio Sevilla. A lo largo de la guerra actuó con casi total independencia, lo que llevó a ser tristemente conocido como el “virrey de Andalucía”. En uno de sus más conocidos y atroces discursos dejó constancia de su ferocidad y odio contra las mujeres: “Nuestros valientes legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad y de paso también a sus mujeres. Esto está totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen (…) Estamos decididos a aplicar la ley con firmeza inexorable: ¡Morón, Utrera, Puente Genil, Castro del Río, id preparando sepulturas! Yo os autorizo a matar, que si lo hiciereis así quedaréis exentos de toda responsabilidad”. Era la licencia para violar y matar de uno de los mayores genocidas que ha conocido este país.
Las brutalidades cometidas contra las mujeres en aquellos días en la provincia de Sevilla y en las zonas andaluzas controladas por los sublevados han sido recogidas por historiadores como Pura Sánchez en Individuas de dudosa moral (Crítica, 2009) o José María García Márquez en Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla (1936-1939), según se recoge en el reportaje El abuso sexual de la mujer como arma de guerra en la zona nacional publicado por el portal digital Ser Histórico. “A La Trunfa le dieron una paliza y, sin dejar de maltratarla, la introdujeron en un cuarto del cortijo, donde la intimidaron tendiéndola en el suelo, obligándola a remangarse y exhibir sus partes genitales; hecho esto, el sargento, esgrimiendo unas tijeras, las ofreció al falangista Joaquín Barragán Díaz para que pelara con ellas el vello de las partes genitales de la detenida, a lo que este se negó; entonces, el sargento, malhumorado, ordenó lo antes dicho a un guardia civil del puesto de El Real de la Jara. Este obedeció y, efectuándolo con repugnancia, no pudo terminar y entregó la tijera al jefe de Falange de Brenes, que terminó la operación. Y entre este y el sargento terminaron pelándole la cabeza”, describe García Márquez en una de las escenas documentadas más terribles de nuestra guerra civil, que tuvo lugar en la localidad de Brenes y que el historiador localizó en los archivos militares de Sevilla.
Paul Preston, en el prólogo de su libro El Holocausto Español (Debate, 2011), asegura que la violación masiva de mujeres fue uno de los episodios menos conocidos de nuestra guerra. El hispanista británico documenta atrocidades en el avance de las tropas nacionales entre Andalucía y Extremadura supuestamente cometidas por los soldados de África llegados a la Península en agosto de 1936. “Una parte importante de la campaña represora de los rebeldes, aunque subestimada −la persecución sistemática de las mujeres−, no queda reflejada en los análisis estadísticos. El asesinato, la tortura y la violación eran castigos generalizados para las mujeres de izquierdas (no todas pero sí muchas), que habían emprendido la liberación de género durante el periodo republicano. Las que sobrevivieron a la cárcel padecieron de por vida graves secuelas físicas y mentales. Otras miles de mujeres fueron sometidas a violaciones y otras formas de abuso sexual, a la humillación de que les raparan la cabeza o de hacerse sus necesidades en público tras la ingesta forzosa de aceite de ricino”.
Preston registra violaciones y “humillaciones” de mujeres cometidas por los militares de la llamada “Columna de la Muerte” en las localidades de Zafra, Almendralejo, Mérida, El Casar de Escalona y Puebla de la Calzada. En Badajoz, los Regulares y la Legión mutilaban a los heridos y las castraciones de cadáveres estaban a la orden del día. La periodista Sol López-Barrajón, en un artículo publicado en Memoria Pública en 2016, escribe: “Algunos oficiales alemanes al servicio del general Franco se dieron el gusto de fotografiar cadáveres castrados por los moros y fue tal la sacudida de espanto que produjeron los cadáveres castrados que el general Franco se vio en la obligación de mandar a Yagüe que cesaran las castraciones y los ritos sexuales con el enemigo muerto. Pero siguieron haciéndolo”.
Preston afirma que el uso del terror no fue espontáneo sino que respondía a un cálculo minucioso de sus efectos colaterales. Los Regulares y la Legión mutilaban a los heridos, les cortaban las orejas, la nariz, los órganos sexuales y hasta los decapitaban. Tales prácticas, en combinación con la matanza de prisioneros y la violación sistemática de las mujeres fueron permitidas en España por los oficiales sublevados como antes lo habían sido en Marruecos por Franco y otros mandos militares.
Fernando Romero, miembro del grupo de trabajo Recuperando la Memoria de la Historia Social de Andalucía, de la CGT, relató en 2010 al diario Público cómo fue la represión en localidades con El Gastor (Cádiz), donde al menos 40 mujeres fueron vejadas, entre ellas María Torreño, esposa de un concejal socialista, y su hija Fraternidad Hidalgo. “A Fraternidad, de 21 años, la maltrataron con tanta saña que perdió el hijo que esperaba, la dejaron ciega y murió al poco tiempo como consecuencia de las torturas. A Frasquita Avilés, una mujer que rechazó a un falangista que se había enamorado de ella, la violaron en el cementerio después de muerta”. Además, el 27 de agosto cinco jóvenes, casi niñas, de entre 16 y 22 años de Fuentes de Andalucía, fueron violadas, asesinadas y arrojadas a un pozo. Fueron las llamadas “niñas de El Aguacho”. “El crimen se cometió el 27 de agosto de 1936. Varias personas del bando franquista secuestraron a María león Becerril. La mayor del grupo, con 22 años, junto a María Jesús Caro González, Joaquina Lora Muñoz y Josefa García Lora, todas con 18 años. También a la hermana de esta última, Coral García Lora, de solo 16 años. Las montaron en un camión y se dirigieron al pueblo vecino de La Campana, aunque detuvieron su camino en la finca conocida como El Aguacho. Allí las obligaron a bajar, a comer, cantar y bailar mientras sus captores las insultaban, amenazaban, bebían y se emborrachaban… Hasta que, al atardecer, estos se pasearon de nuevo por las calles fontaniegas, ahítos de venganza y sin las jóvenes, aunque sí con su ropa interior, que enarbolaban como banderas ensartadas en las puntas de sus fusiles y escopetas”, relató el periodista Juan Miquel Barquero a eldiario.es en el año 2103.
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