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Sábado, 5 de mayo de 1945. A poco más de medio millar de kilómetros de Berlín, que acaba de caer en manos aliadas, centenares de esqueletos andantes se agolpan en la appellplatz de aquel infierno de barracones levantado por el Tercer Reich al este de la ciudad austriaca de Linz. Es primera hora de la tarde. Y los prisioneros, casi un millar de ellos españoles, se mantienen en pie a duras penas a la espera del recuento. De pronto, en el mirador que dominaba la plaza de formaciones aparecen los servidores de un tanque americano, quienes dan a las autoridades la orden de abrir el gran portalón de entradas y salidas. En cuestión de segundos, un grito fuerte sobrevuela todo el recinto: "You are free!". El campo de concentración de Gusen acaba de ser liberado. Y Enrique Calcerrada, como tantas y tantas personas, recupera una libertad que le había sido arrebatada hacía ya cuatro años.
El español fue recluido en el matadero de Mauthausen en octubre de 1941. Por entonces, apenas rondaba la veintena. Pero sus ojos ya habían sido testigos de la dureza de un exilio forzado por el avance de las tropas franquistas. Con solo dieciocho años, el muchacho, natural de Madrid pero con una infancia a caballo entre Puerto Lápice y Villarta de San Juan Calcerrada (Ciudad Real), se vio obligado a atravesar los Pirineos. Era la única opción que tenía aquel febrero de 1939 tras su paso por el Ejército republicano y ante una guerra civil cuya balanza estaba cada vez más inclinada del lado de los golpistas. Como tantos otros compatriotas, pasó por diferentes campos de internamiento ubicados en el sureste francés. Allí, las condiciones eran duras. Pero no tenían nada que ver con lo que sus ojos acabarían viendo poco después en suelo austriaco.
Los españoles supervivientes de Mauthausen juraron, el día de la liberación, tomar conciencia de "ser los depositarios de un porvenir pacífico para todos los hombres", contando al mundo las atrocidades de las que fueron "testigos privilegiados" en aquel infierno. Calcerrada, siendo fiel a aquel juramento, decidió en los setenta escribir unas memorias sobre su paso por los campos de concentración nazis. En su momento, se hizo una tirada muy pequeña, lo justo para ponerlo en manos de familiares y amigos. Aquella obra cayó allá por 2005 en manos de Esther Calcerrada, su sobrina nieta, quien entonces solo sabía de su tío abuelo que había vivido en Francia, que estuvo "desaparecido algunos años" y que por eso a su padre le habían puesto el nombre de Enrique. Y en cuanto la leyó, se dio cuenta de que ese testimonio no podía quedarse "guardado y escondido" en unos pocos cajones y estanterías. Tenía que conocerlo todo el mundo.
Ahora, casi una década después, acaba de ver la luz Sobrevivir a Mauthausen-Gusen. Memorias de un español en los campos nazis (Sine Qua Non, 2022). La obra es un relato en primera persona del horror que vivieron los 7.532 compatriotas que llegaron a Mauthausen en trenes destinados al transporte de ganado, de los que casi 5.300 acabarían en Gusen. A lo largo de casi cuatrocientas páginas, Calcerrada hace un retrato exhaustivo del día a día en el campo. Desde la alimentación a las palizas, del trabajo esclavo al exterminio. "Ni los sueños daban vida a nuestros espíritus mortificados. Todo era hambre, miseria y horror. ¿Cómo podía alejarse de nuestra mente la obsesión del crematorio? ¡Aquellas procesiones de destrozados, famélicos y abatidos!", resumía el propio autor cuando trataba de encontrar en su memoria un "hecho regocijante o alegre" que hubiese podido rebajar la amargura de la Navidad de 1941.
Hambre y muerte
"Yo creo que tuvo que ser todavía mucho peor, pero con lo que cuenta es más que suficiente", apunta en conversación con infoLibre su sobrina nieta. Calcerrada describe "con pelos y señales" sus cuatro años en aquel infierno donde el hambre era "insoportable, canina y feroz" y en el que podías dar gracias si cada día tu cuerpo ingería más de mil calorías. Así, no se ahorra detalle alguno cuando relata la primera vez que vio regresar al campo a los comandos, los grupos de trabajo esclavo. Sobre todo al último, el de la cantera.
Es una de las descripciones que todavía pone los "pelos de punta" a Esther. Primero, grandes racimos de hombres que por su aspecto parecían salidos de un "abismo", algunos sostenidos por otros compañeros para "evitar su exterminación". Y, cerrando el cortejo, "una carreta cargada con cuerpos exánimes, cuyas cabezas, piernas y brazos colgaban por todos los costados".
Las humillaciones, los castigos y, sobre todo, la muerte están presentes a lo largo de todo el relato. Los camiones fantasma, las cámaras de gas, los crematorios... "No era insólito que, cada tarde, los cuerpos de los moribundos cayeran al cajón de la carreta mezclados con los de los muertos, y que unos y otros, mezclados en la morgue con otros cuerpos llegados allí por otra vía, fueran arrojados al crematorio donde extinguían sus últimos suspiros", escribe el español en sus memorias.
Lo hace al relatar un episodio de lo más rocambolesco. Cuenta Calcerrada que un día, en uno de los recuentos, apareció un preso de más. Y que tras varias averiguaciones las autoridades concluyeron que ese pobre muchacho figuraba en sus listados como muerto. Entre risas de los SS y funcionarios, el asunto se solucionó enviando al joven al crematorio.
"Acabaron allí por decisión de España"
Más de cuatro millares de presos identificados con un triangulo invertido y la "S" de spanier –español– en su pijama rayado murieron en Mauthausen-Gusen. Todo ello con el conocimiento de las autoridades franquistas, como recuerda el periodista Carlos Hernández en una nota introductoria de la obra, en la que rememora las negociaciones para la liberación de algunos recluidos cuyas familias estaban bien conectadas con lo más granado del régimen. "Acabaron allí por decisión de España", apunta Esther Calcerrada.
Y lo hace poniendo sobre la mesa la orden cursada por la Oficina de Seguridad del Reich a todas las dependencias de la Gestapo a finales de septiembre de 1940, pocos días después de uno de los viajes a Berlín del entonces ministro de Exteriores, Ramón Serrano Suñer. "De entre los combatientes rojos de la guerra de España, por lo que a los súbditos españoles se refiere, procede directamente su traslado a un campo de concentración del Reich", rezaba aquella orden emitida.
El protagonista de estas memorias fue de los pocos compatriotas que logró salir con vida de aquel infierno. Su sobrina cree que influyeron muchos factores. El primero de ellos, la "suerte". Estuvo de su lado cuando superó por los pelos una de esas pruebas físicas en las que se decidía quién vivía y quién moría. O cuando la falta de fuerzas le impidió tirarse contra la valla electrificada del campo.
Pero, más allá de eso y de la edad, también jugó un papel determinante la astucia, que en determinados momentos le llevó a proponerse para trabajar en las cocinas –eso le permitía llevarse comida a la boca a escondidas– y en otros a buscar un hueco en alguno de los comandos de especialistas que estuviera menos hostigado. Y, por supuesto, la "motivación" de agarrarse a la vida para poder salir a contárselo al mundo.
Ni el rencor ni el odio son protagonistas en una obra donde no falta, aunque pueda sorprender, algún que otro punto de ironía y humor socarrón. "No pretenden estas páginas, escritas más de tres décadas después, despertar iras ni acumular nuevos rencores por lo sucedido en esa época difícil", escribe. El objetivo principal es, más bien, evitar que "el silencio" pueda "privar a muchas generaciones de saber los detalles de la amarga odisea que tuvieron que vivir muchos de sus antepasados". De ahí, la importancia que su sobrina nieta da a las memorias: "Los valores que transmite, de tolerancia, libertad o democracia son en la actualidad muy necesarios a la vista de los derroteros que está tomando Europa y España".
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