dissabte, 8 de juliol del 2023

Mujeres singulares, en plural: Mujeres en los campos de concentración franquistas. Por Esperanza Negueroles.

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“No hubo campos para mujeres, pero sí hubo mujeres en los campos”. De acuerdo con Carlos Hernández de Miguel, sobre el papel, los campos de concentración franquista estaban destinados solo a hombres, pues: “En la mentalidad machista y falsamente paternalista de los dirigentes franquistas, las mujeres no encajaban en los campos de concentración”.

Una vez más, me gustaría explicar alguno de los muchos capítulos que los jerarcas del régimen franquista arrancaron de los libros de Historia con los que estudiamos y con los que aún estudian nuestros hijos y nuestras hijas: el de los campos de concentración franquistas. Sí, en España también hubo campos de concentración en los que decenas de miles de hombres y mujeres sufrieron malos tratos, murieron de hambre y de enfermedades, soportaron en sus cuerpos los embates de un ejército de piojos, chinches…y, finalmente, fueron asesinados. Paralelamente, resultaron sometidos a un cruel proceso de «reeducación» encaminado a que renunciaran a sus principios y aceptaran los dogmas impuestos por el franquismo y por la Iglesia Católica.

Comencemos con los antecedentes de esta ignominiosa situación. El historiador Ángel Viñas, en su libro ‘¿Quién quiso la Guerra Civil? Historia de una conspiración’ nos desvela que, desde el momento uno, los monárquicos, con la ayuda de la Italia fascista y la financiación del millonario Juan March, quisieron derrocar al gobierno de la II República elegida democráticamente. “La leyenda construida por los vencedores en torno a las causas y orígenes del golpe el 18 de julio buscó desde el primer momento explicaciones y justificaciones que hoy pueden tirarse a la papelera en términos historiográficos… Ya las denunció Southwort para la primavera de 1936. Sin ánimo de ser exhaustivo, pueden clasificarse en seis categorías ligadas a:

  1. La ilegitimidad radical de la Segunda República desde su origen mismo.
  2. El carácter “revolucionario” de la misma promovido por las izquierdas.
  3. La política tendente a la destrucción de la unidad de la PATRIA.
  4. La esencial incapacidad del Gobierno, también supuestamente ilegítimo, de mantener, después de las elecciones de 1936, del orden público (…)”

Solamente he resaltado las justificaciones que fueron esgrimidas en aquel tiempo y que, hoy día, son utilizadas por algunos partidos de la derecha en sus discursos. Pero como no es el motivo de estas líneas, invito, a quien le pueda interesar, a profundizar más en las páginas del libro del profesor Viñas.

Pues bien, una vez que comenzó la Guerra Civil, se implantó, en la retaguardia golpista, un sistema de reclusión organizado a través de cárceles y campos de concentración. Así, mediante ese sistema, se castigaba y encerraba a toda aquella persona participe, colaboradora, simpatizante o sospechosa de actuar junto o a favor del régimen republicano. En este texto veremos la singularidad con la que las mujeres, junto con sus hijos, fueron castigadas o recluidas por los sublevados que acabaron constituyendo en régimen dictatorial franquista.

A pesar de las similitudes existentes entre los campos de concentración franquistas y los campos de concentración nazis, son significativas las diferencias entre ambos. Por un lado, los nazis aislaron y exterminaron a todas las personas consideradas de razas inferiores y por el otro, el objetivo del sistema franquista fue establecer una represión selectiva, con el fin de aterrorizar a toda la población española para doblegarla y que acatase el nuevo orden social que querían establecer. Para Mirta Díaz-Balart en su libro: ‘El dolor como terapia. La médula común de los campos de concentración nazis y franquistas’, las prácticas de represión utilizadas por el ejército nazi, como el uso de cámaras de gas, no tuvieron cabida en el sistema represivo español que “utilizó métodos menos sutiles como trabajos forzados o fusilamientos”.

Veamos cuándo empezó tamaña aberración. En abril de 1936, el general Mola (según algunos autores, el verdadero cerebro de los golpistas) dictó unas directrices secretas en las que dejaba clara la estrategia que desarrollarían tras el golpe de Estado: «Es necesario propagar una atmósfera de terror. Tenemos que crear una impresión de dominación. Cualquiera que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado». Ordenaba “eliminar los elementos izquierdistas: comunistas, anarquistas, sindicalistas, masones…”. El objetivo era “el exterminio de los enemigos de España”.

Posteriormente el 27 de julio de 1936, en Tánger, el periodista norteamericano Jay Allen entrevistó a Franco. Aquí recojo un par de preguntas con las respuestas dadas por el golpista:

– “ Entonces, ¿ninguna tregua, ningún acuerdo es posible?

-No, decididamente, no. Nosotros luchamos por España. Ellos luchan contra España. Seguiremos cueste lo que cueste

– Tendrá que fusilar a media España.

Negó con la cabeza, sonrió y luego, mirándome fijamente, dijo: ‘He dicho cueste lo que cueste’.

Mientras hablábamos, la radio sonaba monótona:

‘Órdenes del general Franco. Las familias de los marinos amotinados de la flota republicana pirata serán arrestadas en Cádiz y retenidas como rehenes, y si se bombardea alguno de nuestros puertos, serán ejecutadas. Nuestras gloriosas tropas avanzan hacia Málaga’.

-¿Qué les pasará a los políticos de la República?

-Tendrán que ponerse a trabajar –dijo sencillamente”.

A esta respuesta, Jay Allan apostilla lo siguiente: “Esta noche, en Tetuán, me he enterado de que todos los partidarios principales del Frente Popular en Ceuta, Tetuán y Melilla están encadenados y trabajando en las carreteras bajo el sol abrasador del verano.

A los pocos días de empezar la contienda, el general Emilio Mola insistía en la necesidad de una intervención por la vía de la violencia en Radio Pamplona: “¿Parlamentar? ¡Jamás! Esta guerra tiene que terminar con el exterminio de los enemigos de España […]. Quiero derrotarlos para imponerles mi voluntad, que es la vuestra, y para aniquilarlos”

Según el oficial de prensa de Franco, Gonzalo de Aguilera, había que “matar, matar y matar hasta terminar con un tercio de la población masculina de España”.

El primer campo de concentración se instauró en la alcazaba de Zeluán, en Melilla, el 19 de julio de 1936, donde internaron a los hombres y se llevaron a las mujeres concentradas al Fuerte de Victoria Grande. Al día siguiente, 20 de julio, el futuro dictador Franco comunicaba al coronel Eduardo Sáenz de Buruaga, al mando de la ciudad de Tetuán, lo siguiente:

“Me han informado que los detenidos son varios cientos y que las cárceles no dan abasto para recibirlos. Como hay que evitar que las afueras de Tetuán ofrezcan el espectáculo de nuevos fusilamientos, a la vista de los corresponsales extranjeros que afluyen, hay que buscar una solución que podría ser un campo de concentración en el extrarradio… En Melilla ya han abierto uno en Zeluán con buenos resultados”.

El 11 de marzo de 1937, Franco cursó la Orden General para la Clasificación de Prisioneros y Presentados. En ella establecía que los cautivos fueran investigados y clasificados en los campos de concentración para lograr «la verdadera eficacia en los fines perseguidos por el Ejército Nacional y para una estricta e ineludible justicia, que ha de ir aneja al triunfo de nuestras armas». Cada hombre sería clasificado como:

«A»: afecto al Movimiento; «B»: voluntarios del Ejército republicano sin más responsabilidades; «C»: oficiales del Ejército republicano, miembros destacados de las organizaciones republicanas, «enemigos de la patria»…; «D»: personas responsables de supuestos delitos.

El destino de los «C» y los «D» era pasar por un consejo de guerra sumarísimo rumbo al paredón o a prisión. El de los «B» era permanecer en los campos y ser encuadrados en unidades de trabajos forzados. El de los «A» era, en teoría, la libertad y en la práctica un alistamiento forzoso en el Ejército franquista.

Los prisioneros de los campos de concentración estaban jerarquizados de tal modo que los presos comunes violentos y, por tanto, sin motivaciones políticas o ideológicas, estaban realizando trabajo de vigilancia en un escalón superior a la mayoría de los allí encerrados: eran los llamados “cabos de vara”.

A todo esto hay que añadir el hecho de que los sublevados no reconocían a los soldados republicanos como prisioneros de guerra, con lo que nunca se les aplicó el Convenio de Ginebra de 1929 firmado por el rey Alfonso XIII en nombre de España. Así pues, la ilegalidad en el trato a las personas reclusas se materializó en su uso para trabajos militares (prohibido explícitamente por la Convención), el internamiento generalizado sin condena alguna, el uso de la tortura para obtener testificaciones y delaciones, la ausencia de garantías judiciales. La principal función de los campos era la de retener a tantos prisioneros de guerra republicanos como fuera posible y todos aquellos que fueran calificados de irrecuperables eran automáticamente ejecutados.

El 28 de mayo de 1937, Franco reguló el «derecho/obligación» al trabajo de los prisioneros. Así, legitimó una práctica que ya era habitual: explotar como esclavos a los cautivos. Poco después se constituyeron los tres primeros Batallones de Trabajadores (BBTT). Estas unidades servirían para explotar, como esclavos, a decenas de miles de prisioneros de guerra contra los que no pesaba cargo alguno y que sirvió para enriquecer tanto al bando rebelde como a los empresarios afectos a los golpistas.

Así mismo, se dio una identificación absoluta de métodos y objetivos entre la Iglesia, los golpistas y la posterior dictadura; por lo que no hay que olvidar el papel de la figura del capellán, imprescindible en los campos de concentración. Los curas lanzaban amenazantes sermones a los prisioneros resaltando su nefasta condición de rojos en las diversas “lecciones” patrióticas que impartían. No se respetaba en ningún momento la libertad religiosa de los detenidos; la asistencia a misa era obligatoria, siendo la conversión de los internos uno de los principales objetivos.

De acuerdo con el Centro de Documentación de la Resistencia Austriaca, se han recogido diversos testimonios de brigadistas internacionales que fueron coaccionados a oír misa a fuerza de latigazos y patadas.

Otro tema sepultado por la “historia de los golpistas”, y ciertamente aberrante, es la del episodio que tuvieron que sufrir 297 brigadistas internacionales encarcelados en San Pedro de Cardeña (Burgos) y 50 presas políticas recluidas en Málaga, que fueron obligados y obligadas a participar en estudios seudocientíficos llevados a cabo por Antonio Vallejo-Nájera, jefe de los Servicios Psiquiátricos Militares del Ejército de Franco y conocido como ‘el Mengele español’. En esta labor fue ayudado por dos médicos, un criminólogo y dos asesores científicos alemanes.

Franco fue quien el 23 de agosto de 1938, ante la petición del psiquiatra, creó el Gabinete de Investigaciones Psicológicas, cuyo objetivo era “investigar las raíces biopsíquicas del marxismo”.  Para ello, analizaban el comportamiento mental y el funcionamiento del sistema nervioso del adversario, mediante el examen de reclusos de ambos sexos.

Estos estudios sirvieron para dar legitimidad a las extravagantes teorías de Vallejo-Nájera, coincidentes con las teorías eugenésicas y racistas entonces en boga en determinados círculos académicos y con los preceptos del nacionalsocialismo alemán. Este psiquiatra ya había escrito sobre la regeneración de la raza española y la necesidad de una higiene racial y moral.

Para Vallejo-Nájera la democracia y el sufragio universal habían provocado la degeneración de las masas, como probaban los datos extraídos de esta investigación que atribuían todo tipo de deficiencias y patologías a los brigadistas internacionales. Estas habían sido provocadas por el medio ambiente cultural y social sensual y pagano resultante de los países de los que provenían; ​estos planteamientos, más ambientales que biológicos, postulaban que la raza era el resultado de un conjunto de valores culturales. «La perversidad de los regímenes democráticos favorecedores del resentimiento promociona a los fracasados sociales con políticas públicas, a diferencia de lo que sucede con los regímenes aristocráticos donde sólo triunfan socialmente los mejores» Reclamaba “una Inquisición modernizada, con otras orientaciones, fines, medios y organización; pero Inquisición”.

La dramática conclusión de sus teorías la expuso en La locura y la guerra: psicopatología de la guerra española, en el que abogaba por la separación de los hijos de los padres marxistas, pues “la segregación de estos sujetos desde la infancia podría liberar a la sociedad de una plaga tan temible”. Llegó incluso a sostener la existencia de un “gen rojo”, doctrina que acabaría justificando el exterminio que ejecutaría el franquismo y su tarea de reeducación y separación de niños de sus familias rojas para evitar que desarrollaran la ‘enfermedad’ marxista.

El estudio de las mujeres, a partir de la premisa de que eran seres degenerados y, por tanto, proclives a la delincuencia marxista, sirvió al psiquiatra para explicar la «criminalidad revolucionaria femenina» en relación con la naturaleza animal de la psique femenina y el «marcado carácter sádico» que se desataba en las hembras cuando las circunstancias políticas les permitían «satisfacer sus apetencias sexuales latentes». ​ “A la mujer se le atrofia la inteligencia como las alas a las mariposas de la isla de Kerguelen, ya que su misión en el mundo no es la de luchar en la vida, sino acunar la descendencia de quien tiene que luchar por ella.”

Los resultados de estos “estudios” permitieron al psiquiatra confirmar el comportamiento inmoral de las mujeres “rojas”, denominándolas “delincuentes marxistas femeninos”. Y esto sirvió para justificar institucionalmente los abusos y castigos que se ejercieron contra las mujeres con el supuesto fin de rectificar su naturaleza y reeducarlas. Por otro lado, la salud de la raza exigía separar a los niños de sus madres «rojas».

Esto fue llevado a la práctica en lugares como Saturraran (Euskadi). El historiador Ricard Vinyes recoge en ‘Presas políticas’: “Funcionarias y religiosas ordenaron a las presas sin previo aviso que entregasen a sus hijos. Al parecer hubo un alboroto considerable, palizas y castigos. Teresa Martín tenía cuatro años y solo recuerda estar siempre con su madre: “Siempre o en brazos de mi madre o de la mano de mi madre. Solo nos separaron una vez, pero fue para siempre’”. Para Alejandro Torrús en ‘El «almacén de mujeres» y madres de Saturraran’, “Resulta imposible establecer una fecha concreta. Los testimonios, la mayoría ya fallecidos, hablaban de un fatídico atardecer del año 1944. En los registros oficiales, sin embargo, no queda ni rastro de aquella tarde de barbarie. Decenas de niños entre tres y cinco años fueron arrancados a golpes de los brazos de sus madres, presas en la cárcel de mujeres de Saturraran (Guipúzcoa), para ser enviados a un destino incierto a bordo de un tren.”

En ese mismo campo de concentración, otras mujeres sufrieron el robo de sus bebés recién nacidos, lo que supuso el inicio de uno de los capítulos más oscuros y silenciados de la represión en nuestro país.

En cualquier caso, los campos de concentración franquistas eran lugares de exterminio, selección, castigo y «reeducación» de los internos. Aunque la mayoría eran prisioneros de guerra capturados en los frentes de batalla, también había miles de presos políticos: maestros, periodistas, sindicalistas, militantes o simples simpatizantes de las organizaciones republicanas.

Los asesinatos de prisioneros fueron parte de la rutina diaria, los militares franquistas fusilaban indiscriminadamente. Por otro lado, se permitía la entrada en los campos a grupos de falangistas que iban a la caza de sus vecinos republicanos. Aquellos a los que identificaban eran separados de sus compañeros y, en su mayor parte, tiroteados en cualquier cuneta.

Según fue avanzando la guerra, estos «paseos» irían siendo sustituidos o complementados por los asesinatos «legales»: ejecuciones que se llevaban a cabo después de unos consejos de guerra sumarísimos que apenas duraban una hora y que, en muchas ocasiones, se celebraban en los propios campos. Los acusados eran juzgados en grupos de diez, de veinte o hasta de treinta y contaban con abogados como militares franquistas que solían limitarse a confirmar la gravedad de los cargos y a realizar una petición de clemencia poco convencida y poco convincente.

Algunos historiadores han señalado que funcionarios nazis de la Gestapo fueron organizadores de la red de campos de concentración franquistas; para ello, se inspiraron en los ya instaurados en la propia Alemania nazi. Entre aquellos oficiales nazis destacó especialmente Paul Winzer, jefe de la Gestapo en España y jefe durante algún tiempo del campo de concentración de Miranda de Ebro, en la provincia de Burgos. Este lugar ha sido el último campo de concentración que existió en España: cerró sus puertas en el año 1947; por él pasaron unas 65.000 personas en sus diez años de existencia.

Por otra parte, diversos recintos, como los campos de Laredo, Castro Urdiales, Santander o El Dueso, fueron habilitados y gestionados inicialmente por batallones del Corpo di Truppe Volontarie de la Italia fascista.

Es cierto que la estrecha relación existente entre Berlín y Madrid provocó que existiera una influencia nazi y un espíritu común en ambos aparatos represivos. Franco no habría ganado la guerra contra la República de no ser por la ayuda económica y militar prestada por la Alemania nazi y la Italia fascista. Ambos regímenes firmaron acuerdos, además, para que sus respectivos cuerpos policiales compartieran información y persiguieran conjuntamente a disidentes políticos.

Centrémonos en el objetivo principal de estas líneas: Las mujeres en los campos de concentración franquistas.

Como de costumbre, existen pocos documentos y textos dedicados a las mujeres; así, después de mucho bucear, he encontrado apenas un puñado de tesis y trabajos que tratan, con profundidad, la situación de las mujeres en diversos lugares de nuestro país durante la Guerra Civil y en la posguerra bajo la represión franquista. Lo que cada día aparecen más, son textos que recogen testimonios y memorias sobre los campos de concentración y las cárceles en la inmediata posguerra que ayudan a comprender la represión franquista sobre las mujeres en toda la geografía española.

Siguiendo estos textos, podemos decir que, tanto en los campos de concentración como en las prisiones, las mujeres soportaron unas condiciones de encierro singulares, sufriendo castigos particulares, así como situaciones de hambruna, especialmente difíciles para las embarazadas, o la falta de accesorios de higiene personal durante los periodos de menstruación.

Antes de continuar, me gustaría recordar que fue la legislación de la II República la que reconoció la ciudadanía plena de las mujeres en España. Fueron también las normativas republicanas las que incidieron en la transformación, en positivo, de la igualdad civil de las mujeres. El debate en torno a su derecho al voto impulsó una creciente concienciación política y su participación en todo el espectro sociopolítico; de tal forma que el 18 de julio de 1936, las mujeres se movilizaron en masa en la lucha antifascista. Para la historiadora Mary Nash, “las milicianas adoptaron las armas como los hombres ciudadanos, pero de esta manera rompieron las normas de feminidad. Se convirtieron en figuras muy subversivas al ser combatientes en las trincheras de guerra, un espacio definido como masculino.”

Esta mejora progresiva en la condición de las mujeres quedó truncada tras la derrota republicana; pese a que, ya en marzo de 1938, la novelista Carmen Ycaza en la Revista de la mujer nacionalsindicalista escribió: “España quiere que sus mujeres le sirvan únicamente como mujeres”. Posteriormente la legislación franquista oficializó el sujetarlas a la tutela patriarcal (art. 22 del Fuero de los Españoles de 1945).

Los golpistas que no tenían ninguna ideología propiamente dicha, asumieron en  El Nuevo Estado los valores fascistas, compendio de los católicos y los falangistas, que entre otras cosas propugnaba perpetuar los roles tradicionales de las mujeres: el modelo de feminidad basado en la abnegación, la resignación y el sacrificio. Estos valores habían sido minados por los recientemente adquiridos del amor propio, la identidad colectiva, la creatividad y la actividad femenina durante la II República y la experiencia de la Guerra Civil.

De lo que no cabe la menor duda es que las mujeres republicanas concitaron, si cabe, más odio y animadversión entre los sublevados que los hombres. Este sentimiento quedó perfectamente reflejado en el artículo que José Vicente Puente escribió en el diario Arriba y que tituló “El rencor de las mujeres feas”: «Eran feas. Bajas, patizambas, sin el gran tesoro de una vida interior, sin el refugio de la religión, se les apagó de repente la feminidad y se hicieron amarillas de envidia. El 18 de julio se encendió en ellas un deseo de venganza, al lado del olor a cebolla y fogón, del salvaje asesino y quisieron calmar su ira en el destrozo de las que eran hermosas. Y delataron a los hombres que nunca las habían mirado. Sobre cientos de cadáveres, sobre espigas tronchadas en lozana juventud, el rencor de las mujeres feas clavó su sucio gallardete defendido por la despiadada matanza de la horda. Y Dios las castigó a no encontrar consuelo a su rencor».

El modelo de mujer que debía imponerse fue definido innumerables veces por la presidenta de la Sección Femenina, Pilar Primo de Rivera: «Las mujeres nunca descubren nada; les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles, nosotras no podemos hacer más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho»; «La única misión asignada a la mujer en las tareas de la Patria es el hogar». Este contexto de desprecio, hacia la mujer en general y hacia las republicanas en particular, marcó el destino de las cautivas: violaciones, humillaciones y castigo físico y psicológico para reconvertirlas en dóciles y cristianas madres de familia.

Quiero recordar aquí las arengas que el general golpista Queipo de Llano daba en la radio acerca de las mujeres republicanas, cebando los más bajos instintos de las tropas coloniales africanas para acometer violaciones múltiples: “Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a las mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen”. Así pues, ¿qué podían esperar las mujeres de este “glorioso” ejército y sus adláteres falangistas?

De acuerdo a Gabriel Margallo Iribarnegaray en su trabajo de fin de grado Detención y reclusión en la retaguardia rebelde y la España franquista (1936-1942). El caso de las mujeres, “el sistema de campos diseñado por el coronel Luis Martín Pinillos, no contemplaba la  existencia de un solo campo específicamente para mujeres. Sin embargo, es cierto que hubo constancia de algunos casos excepcionales donde encontramos presencia de algunas prisioneras en ciertos campos de concentración; aunque, en la mayor parte de los casos, estas permanecieron en ellos durante periodos de tiempo limitados”.

Ahora bien, “se tiene constancia de la presencia de algunas mujeres en campos de concentración durante  los primeros días de la Guerra Civil como en el centro de Los Almendros en Alicante,” Asimismo, “en la pequeña localidad de Cabra se han encontrado fichas de mujeres que ingresaron en dicho campo, mujeres que fueron sometidas a duros trabajos por parte de los guardas del barracón (…)”

Por otro lado, existe también constancia de la presencia de mujeres presas en el campo de concentración de San Marcos, León. “Las prisioneras de este campo fueron exhibidas como pequeños triunfos frente a los aviadores alemanes de la Legión Cóndor, que tenían una base aérea en León. Así lo narra Josefa Castro, quien sufrió en sus propias carnes la humillación recibida en el campo, así como las diferentes penurias vividas en él”.

En otros muchos también estuvieron por lo que resultaría prolijo su enumeración. “Sin embargo, uno de los casos más llamativos es el del campo de concentración de Arnao en Castropol, Asturias. Una vez terminada la guerra, este campo congregó, bajo severas condiciones de vida, a familiares, así como a supuestos colaboradores, esencialmente a mujeres que sufrieron el proceso de reclusión y castigo ejercida por parte del aparato represor franquista. Muchas de estas mujeres, al igual que ocurría en las cárceles, fueron encerradas junto con sus hijos”.

Las mujeres fueron juzgadas sobre la base del concepto de “miliciana” así como por su parentesco con los hombres. “No solo pagaron por sus ideas sino por las de los hombres de su familia”. En la represión sobre las mujeres hay un retorno a la concepción familiar del “delito” en dimensión de género; tanto en las denuncias como en los encarcelamientos y en la represión en la propia comunidad.  La historiadora Montserrat Duch Plana en su trabajo: Una perspectiva de género de la represión concentracionaria franquista a partir del caso de la Cárcel de las oblatas de Tarragona (1939-1943), aporta un ejemplo clarificador: “María Roldán, que fue la primera mujer ingresada el mes de junio de 1939, y a quien se le impuso una pena de 15 años de prisión siendo acusada de haber convivido con un miliciano de la CNT-FAI. Muchas mujeres acusadas de participar en delitos relacionados con la «rebelión» —no era necesario tener una biografía heroica— a partir de prácticas cotidianas de un tiempo de guerra y revolución en Cataluña como haber vestido el mono de miliciana; participar en talleres de solidaridad, actividades congruentes con las relaciones tradicionales de género a iniciativa de las organizaciones del Frente Popular; entonar canciones como la Internacional o llevar pañuelos de la FAI habían sido motivos más que suficientes para ser ingresadas en prisión.”

Entre todos los testimonios de sufrimiento de las mujeres españolas a lo largo y ancho de nuestro país por estar ligadas a algún miembro de su familia, quiero hacer referencia al trabajo de la historiadora Noelia Mostajo: Tenían una cosa dentro que no pudieron sacar. Zuera. Mujeres víctimas del franquismo; en él, la autora repasa 271 historias de mujeres de Zuera (Zaragoza)“no están todas seguramente, es una cifra abierta, es un archivo vivo con historias muy diferentes, comenta la autora. Exiliadas, menores que cruzaron a Francia sin sus padres y sin conocer el idioma, “mujeres que tuvieron que pasar por diferentes cárceles y pasar toda su adolescencia porque se les había ligado a alguien politizado o mujeres que fueron fusiladas porque sus maridos o sus hijos estaban en algún partido político o algún sindicato y era la manera de hacerles sufrir, a través de ellas”.

Las mujeres abuelas, madres, hijas, hermanas, novias, esposas o simples conocidas de hombres republicanos… se habían constituido, por este mero hecho, en susceptibles de ser fusiladas o encarceladas. Así mismo, eran sometidas al rapado de pelo sin ningún miramiento y obligadas a barrer las calles o caminar por ellas, previa ingestión imperativa de aceite de ricino lo que, indefectiblemente, provocaba que defecaran para el regocijo de los vecinos y las vecinas.

Me gustaría aclarar que cuando digo abuelas, es porque en diversos estudios como el de Duch, se documenta la entrada de mujeres de más de setenta años. Así recoge como dos mujeres: Josefa Asamà y Carme Bordera  que provenían de “la sala de Pilatos, el principal espacio concentracionario provincial hasta la década de los cincuenta,…, que fueron trasladadas a la cárcel convento el 6 de junio de 1939 con 150 presas más mientras que 293 mujeres procedentes de Madrid ingresaron el 4 de agosto. Entre las detenidas había mujeres que sobrepasaban los setenta años y que hasta entonces habían convivido en la sala cuarta de Pilatos, en unas condiciones infrahumanas, durmiendo tan juntas que se les hacía difícil cambiar de posición durante la noche cuando las chinches les caían encima”.

Siguiendo a la historiadora Duch Plana “las violaciones y las vejaciones sexuales en las cárceles y comisarías como estrategia de victoria en la llegada de las tropas franquistas, algo aún no está suficientemente documentado… ¿Hubo violaciones el 15 de enero de 1939, el día de la «liberación» en Tarragona? La respuesta la encontraríamos si consiguiéramos superar las «palabras no dichas» en la práctica de la historia oral”. Yo lo ampliaría más allá de la entrada de las tropas en las ciudades y pueblos a campos de concentración, cárceles, comisarías y un largo etc. Recordemos que, aun hoy, no todas las mujeres se atreven a denunciar pese a estar bajo el paraguas de la legislación que las ampara.

Pero retomemos la clasificación de las mujeres cuando eran enviadas a los diferentes campos de concentración o prisiones; la inmensa mayoría llegaban de pueblos distantes debido a la política de alejamiento. Según los datos de 1941, la tipología delictiva de  las encarceladas suponía que una de cada dos había sido privada de libertad, con o sin sentencia firme, por delitos “contra la seguridad del Estado”; esta situación afectaba a un 54,6% de las presas en los supuestos de auxilio a la rebelión, adhesión, rebelión militar, sedición, inducción a la rebelión, auxilio a huidos, atraco a mano armada, espionaje, insultos a autoridades, propagación de rumores, organización y asociación clandestinas o delitos contra la propiedad.

En la misma fecha, otro gran grupo, lo conformaba el 20,3% de las internas por los delitos y faltas «contra la moral»: infanticidio, envío de anónimos, abandono de familia, abusos deshonestos, adulterio, aborto, corrupción de menores, malos tratos, escándalo o blasfemia. Los delitos «contra el orden socioeconómico»: contrabando, infracción de la ley de tasas, malversación de fondos, defraudación, afectaban a un 10,3%; en este grupo se englobaban aquellas mujeres que, dada la precariedad de su forma de vida, teniendo en prisión a los hombres de la familia y que las mujeres no podían tener empleo llevaban el dinero a casa por el estraperlo: venta de pan, venta de harina, ocultar aceite, aguando la leche,…

En este contexto definido por el hambre, la miseria y el miedo, bajo la mirada vigilante de la Iglesia y la policía, muchas mujeres intentaron sobrevivir con la práctica del pequeño estraperlo, otras emprendieron el camino de la emigración a la ciudad y una minoría derivó hacia la prostitución.” Para el historiador Jean-Louis Guereña: España “no era otra cosa que un inmenso prostíbulo, visto y analizado por una moral que nos hablaba de «mujeres caídas» pero no de hambre, miseria, orfandad y desarticulación de las estructuras sociales”.

Es interesante destacar la existencia, además, “de un grupo de mujeres, de diversa edad y condición, de las que «no consta» la causa que las había privado de libertad y que la investigación en historia oral permite, provisionalmente, atribuir a ajustes de cuentas y venganzas especialmente en el medio rural, estigmatizándolas toda su vida.” En otros textos podemos leer que: “La terrible represión induce al suicidio. Un fenómeno que experimenta un alto índice, por encima del 30% de los valores normales, en la inmediata posguerra”.

En la prisión de Tarragona, como también se constata en la de Málaga, hay un porcentaje, no despreciable de presas, de las que no consta o se ignora el delito que les imputaban en una rotunda expresión de la profunda inseguridad jurídica de los procedimientos penales y penitenciarios en los años cuarenta.

A comienzos de 1940, los datos oficiales indicaban que había 23.332 mujeres encarceladas en todo el país. Historiadores como Francisco Moreno Gómez elevan esa cifra hasta situarla entre 40.000 y 50.000. Ricard Vinyes afina más la cifra estimada de mujeres en las cárceles franquistas en 45.920.

Vinyes también evidencia un problema de visibilidad de las mujeres en  la documentación y agrega que se encuentra con la falta de diferenciación entre presas comunes y presas políticas. En 1953 la Comission Internationale contre le Régime Concentrationnaire que publicó el libro blanco sobre el sistema penitenciario español no aportaba datos sobre las mujeres encarceladas; una vertiente desoladora del informe.

Las cárceles de mujeres, indica Vinyes, incorporan elementos diferenciales, el más visible era la presencia de niños y niñas, víctimas de las malas condiciones de vida y alta mortalidad: en Santurraran, según los datos, murieron 116 mujeres y 56 niños y niñas por enfermedades como bronquitis, septicemia o tifus. La presencia de los hijos e hijas eran un componente importante en el entorno emocional femenino. Niños que a los cuatro años fueron separados de las madres y tutelados por el Estado e ingresados en centros asistenciales y escuelas religiosas. Una práctica que afectó en 1942 a 9.050 niños y niñas, así como a 12.042 el año siguiente.

También hay que resaltar que, siguiendo a Margallo Iribarnegaray, “en el momento en que los hijos e hijas de las reclusas alcanzaban dicha edad, la tutela de los niños que no tenían a nadie cerca que les pudiese acoger pasaba a manos del Estado. Este delegó en diferentes instituciones religiosas, orfanatos o familias afines al régimen la responsabilidad de reeducar a los hijos de las mujeres “rojas” en los valores del Nuevo Estado. El proceso de reeducación era tal, que en algunos casos los propios niños o niñas cortaban voluntariamente la relación con sus padres. Esto, lo podemos ver reflejado en una carta escrita por una hija a su madre: “Mamá, voy a desengañarte, no me hables de papá, ya sé que mi padre era un criminal. […]. He renunciado a mi padre y madre, no me escribas más. […]. Por otro lado, los niños o niñas recién nacidas en las cárceles, en algunas ocasiones, se les arrebataban a sus madres con el objetivo de darle en adopción a una “buena” familia, contando a las madres que sus hijos habían muerto en el parto.”

El sector más abandonado fue la asistencia sanitaria e higiénica: absentismo de los médicos, falta de medicamentos, ausencia de toallas sanitarias necesarias para como la endémica carencia de instalaciones.

Las relaciones con el exterior eran escasas y sometidas a censura al mismo tiempo que las comunicaciones orales se hacían a través de la doble reja, vigiladas y con carácter masivo que resultaban incómodas y humillantes; esta situación duró hasta, por los menos, los años setenta.  Los niños sólo podían visitar a las madres en fechas muy señaladas.

Un buen ejemplo de la situación anteriormente expuesta lo constituye la cárcel de Ventas de Madrid. Una vez más, siguiendo a Margallo Iribarnegaray: “Durante los primeros meses de la posguerra la prisión de Ventas multiplicó por ocho el número de reclusas frente a la situación de preguerra. Ahora bien, no solamente creció el número de reclusas, también lo hizo el número de ejecuciones. Decenas de mujeres fueron sacadas de sus celdas y trasladadas a la capilla, donde recibían confesión, y la oportunidad de redactar una carta para sus familiares y sus últimas voluntades, mientras esperaban su turno para ser ejecutadas, con la esperanza de que llegase un indulto o un aval que las librase del fusilamiento. Decenas de mujeres de la cárcel madrileña fueron fusiladas durante aquellos primeros meses de la posguerra, mientras sus compañeras escuchaban los disparos o gritos desde sus celdas.”

Me gustaría, como siempre, que estas líneas sirvan para incorporar a los libros de Historia de los adolescentes, los jóvenes y no tan jóvenes, alguno de los muchos capítulos que nos arrancaron los jerarcas del dictador. Con la firme esperanza que nuestra sociedad avance en la democracia y la libertad verdadera que da el conocimiento.

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