dissabte, 9 de març del 2024

Dignidad y libertad para las mujeres

 

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Esto podría ser el relato y no ficción de aquellas jóvenes que sin haber alcanzado, incluso la mayoría de edad, fueron asesinadas por la irracionalidad e insensatez del absurdo golpe de estado de 1936 que los militares, con la ayuda de determinados agentes económicos, la iglesia y la ultraderecha mas conservadora provocaron para mantener sus privilegios y para acabar con la democracia y los valores que conllevaba el poder establecido: la república. República que ellos consideraban un enemigo y de los derechos que conllevaba para la mujer. Quiero, que hoy 8 de marzo DIA INTERNACIONAL DE LA MUJER . este relato sea un homenaje a todas aquellas mujeres, que defendieron con su vida la democracia y la libertad y la defensa del voto libre. Y sobre todo quiero que sea un homenaje a todas las mujeres que lucharon por la libertad y que todavía hoy permanecen en la cunetas sin poder tener una tumba digna y para todas aquellas que hoy continúan luchando, todavía, para que la ley de memoria histórica y democrática sea una realidad y no algo que hay que “ olvidar” Pues lo que necesitamos es reparación y justicia para todos y también para todas que lucharon por la democracia y que la irracionalidad de los que nunca quieren perder sus estatus sociales y privilegios les arrebataron. Y ante todo me gustaría que fuera una puerta a la reflexión para todos aquellos ciudadanos/as y partidos que piensan que volver al pasado del odio y del fascismo insensato es la única opción necesaria para una democracia del siglo XXI con todos los valores que ella conlleva de verdadera libertad.

UN RELATO PARA LA MEMORIA

“¿Qué ha pasado para que mi joven cuerpo este aquí? Yo solo quería ser libre. Era libre. Aún recuerdo cuando corría por el monte y el aire rodeaba todo mi cuerpo. El aire, lo que falta aquí. No puedo respirar. No respiro. Estoy muerta. Sí muerta. Pero han acabado con mi cuerpo, pero no con mis ideas, por eso, esta muerte, esta soledad, esta gran cantidad de arena que me oprime, no podrá acabar conmigo. Sí, estoy muerta, pero vivo todavía. Vivo en todos aquellos que quieren libertad, en todos aquellos que luchan por la libertad. ¿Pero ellos lo saben? ¿Saben que estoy aquí? Eh escuchar, estamos aquí. Somos... No veo cuantos... tres o cuatro. No sé, solo veo al maestro, con su rostro que demuestra una gran madurez, pero se le ve triste; a su lado, el tabernero ¡que gran persona era!, le gustaba ayudar a todos, ¿por qué está aquí? Y el otro, ah, sí, es su amigo. ¿Pero por qué estamos aquí atados? ¿Qué habíamos hecho? Solo queríamos ser libres. Luchábamos por la libertad. Y ahora estamos aquí, solo la tierra húmeda nos cubre. ¿Dónde estaremos?, cerca o lejos del pueblo. Del pueblo donde nací, y crecí. Aún recuerdo sus fuentes, el camino que llevaba hasta el riachuelo. Que contenta bajaba en verano cada día, para bañarme con mis amigas. Mis amigas, ¿qué habrá sido de ellas? Recuerdo cuando comenzó todo. Yo estaba en casa, terminando de vestirme, cuando en la calle había un gran jolgorio. Me asomé al balcón y vi como mis amigas, sus padres, mis amigos, hasta el pobre abuelo, que siempre estaba taciturno, estaba contento y gritando VIVA LA REPÚBLICA. Todos cantaban. Qué felices eran. Me vestí rápidamente, y pese a los gritos de mi madre, baje corriendo y me uní al jolgorio. Estábamos felices, veíamos la libertad, éramos libres, como cuando corría por los montes y el aire tocaba mis mejillas. ¿Duraría esta libertad? No lo sabía en esos momentos, pero cuando giré la esquina, bailando y con una mano balanceaba la bandera republicana de lado a lado, vi a unos hombres y mujeres que me miraron de forma agresiva, ellas se santiguaban y ellos me dijeron reír, reír, el que ríe el ultimo.... Una de las mujeres le hizo callar y se dieron la espalda. No me gustó cómo me miraron, algo me dio miedo, pero rápidamente, se me pasó, pensé que eran unos tontos que no les gustaba la fiesta y unos beatos amigos del cura, por cierto una persona que lo primero que hacía era pegarte una colleja cuando veía que, sin querer, blasfemabas según él. Pero, ¿quién no ha dicho alguna vez 'me cago en dios'? Mi padre lo dice siempre que mi madre le pega una bronca por algo que ha hecho mal, y es un buen hombre que se desvive por los demás. Menudo cura. Tampoco estaba muy contento, ¿le vi corriendo a la iglesia y cerrándose en ella. Que tonta fui. Debía haber hecho más caso a lo que veía. ¿Por que cambió todo tan rápido? ¿Por que nos quitaron la alegría?, ¿la felicidad?, ¿el ser libres? ¿Pero qué hicimos? Si la gente votó libremente, si el pueblo votó por el frente popular, ¿qué demonios tenían contra los votos, contra la voluntad del pueblo, el terrateniente, y el cura contra la voluntad del pueblo? Tenía que haber estado atenta a lo que veía. ¿Pero qué leches? Era feliz, era libre. Había ganado la república, el pueblo. El pueblo que bonito es decirlo y que malo es ver que su voluntad no puede nunca ganar mientras el poder económico y el eclesiástico no está de acuerdo. Eso lo pienso ahora, que estoy bajo estas húmedas tierras, cuando estoy muerta. ¿Por qué lo hicieron? ¿No podían respetar las urnas? ¿Nuestro voto? Las mujeres, yo no pude, porque era todavía joven, pero sí mi madre, votó y se sentía muy feliz por haber votado, por haber votado por la libertad, por la democracia. ¡Malditos bastardos! ¿Por qué? A los pocos meses de aquel gran día, todo cambió. Sí cambió. La gente ya no sonreía, hasta el maestro estaba triste y el tabernero no hablaba mucho, solo leía una vez y otra vez la misma página del periódico, la que anunciaba el golpe de estado dado por el ejército. Yo intentaba sonreírles, ponerles mi cara más alegre y de tanto sonreír, al final les sacaba una mueca de alegría y me decían ¡anda chiquilla, que con la que está cayendo! y me daban un beso o una sonrisa y yo me iba, a otro lado. Otro lado. Era imposible ir a otro lado, fuera donde fuera solo había tristeza, miedo, y lo peor odio. Odio de aquellos que cuando yo ondeaba la bandera, aquel día del triunfo de la democracia, me dijeron lo que me dijeron... Quien ríe el ultimo... Ojalá me hubiese parado a pensar. Pensaba que todo era un sueño, que todo pasaría pronto. Que el golpe de estado solo sería la irracionalidad de unos pocos, ¿cómo no iban a respetar lo que el pueblo había votado? Eso pensaba. Pensamientos de una chiquilla. Porque eso era una chiquilla que aún no había cumplido la mayoría de edad, que tenía sueños, ganas de vivir, de libertad. Pero ellos. El maldito golpe de estado. Me los quitaron. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué se portaron así? ¿Por qué el señor cura se ensañaba con aquellos, que siempre le respetaron, aunque no fueran a misa, y ahora les castigaba a que se arrodillaran cuando el pasaba, que bajaran la cabeza e hicieran la señal de la cruz, y si no les golpeaba? ¿Por qué el terrateniente se pavoneaba vestido con una camiseta de color azul y con una escopeta por el pueblo, y lanzaba tiros al aire y no paraba de decir, y ahora quien ríe, reír rojos de mierda, salir de vuestro escondrijo? ¿Por qué? ¿Qué habíamos hecho? Pero si yo iba con su hijo a la escuela, si todos éramos del mismo pueblo, nos conocíamos. Pero en ese momento no. La gente corría de un lugar a otro, no se miraban, bajaban la vista. Todos corrían. ¿Y yo por qué no corrí? Debí haberlo hecho. Sí, lo debería haber hecho. Recuerdo que bajaba, con mi sonrisa por la calle. Iba hacia mi casa, cuando de pronto me encontré con varios jóvenes, no tendrían más de 2 años que yo. No los conocía. No eran del pueblo. Vestían con camisas azules y llevaban fusiles. Cuando se acercaron a mí. Uno de ellos me cogió con fuerza y me dijo. A ver muchachita reza con fuerza el padrenuestro. Yo estaba nerviosa. ¿Por qué no salí corriendo?

Ellos me golpearon y dijeron 'no serás una roja de mierda' y yo les contesté, ¿por qué les contestaría? ¿No podía haberme callado? Pero no me callé. Mi abuelo me lo había enseñado, mis padres también. Me habían dicho, hija nunca calles cuando intentes defender tus ideales. Porque lo que nos distingue a los seres humanos de los animales es el pensar y el poder gritar nuestros pensamientos. Y eso fue lo que hice, decirles a grito pelado que sí, que era una roja, un ser humano que luchaba por la libertad, que era libre, sí, libre y que no les tenía miedo. Que la libertad ganaría y ellos perderían. Cuanto más les gritaba, ellos más me golpeaban. Cuando creía que ya paraban, uno de ellos se bajo los pantalones, dos de ellos me cogieron y me arrancaron la camisa y cuando iban a...  Apareció por el fondo el maestro, les grito y ellos salieron corriendo. El maestro se acercó a mi. Yo lloraba y el me consolaba y me decía continuamente sonríe, sonríe... ¿Por qué lo hicieron? ¿Por que era mujer?¿Por qué el ser humano puede llegar a ser tan despreciable? ¿Por qué?

Pensaba que este hecho tan humillante sería el último, pero me volvía a equivocar, aún quedaba lo peor. El odio pululaba por el pueblo como si fuera el pan de cada día. No había día que no apareciera un muerto o herido grave junto a la tapia del cementerio. No había día que alguien recibiera la noticia de la muerte de su ser querido en el campo de batalla. ¿Campo de batalla?, que horrible palabra. ¿Por qué se tuvo que formar esta horrible guerra? ¿Solo queríamos libertad e igualdad? ¿Por qué no nos dejaron? No sé, cada día es peor, la gente está muy triste, mis padres ya no hablan, la bandera la tenemos muy escondida, y hasta las amigas ya no salimos juntas.

Yo, inocente de mí pensaba que todo pasaría muy pronto, que todo volvería a la normalidad. Cómo me equivoque. Fue a peor, y lo peor me tocó a mi, a mi familia. Primero se llevaron a mi padre, después le rasuraron el pelo a mi madre, y por último el hijo del terrateniente con sus amigos vinieron a por mí. Era una noche cerrada, hacía mucho frío, acababa de dejar de llover, recuerdo que yo le acababa de leer un cuento a mi hermana pequeña para que se durmiera y le puse la mejor de mis sonrisas. ¿Cómo podía sonreír con la que nos estaba cayendo? Pero sí, mi sonrisa era lo que me hacia vivir, tener esperanza, pensar que todo cambiaría, que todo volvería a ser como antes, que volveríamos a ser libres y que todo sería un sueño. Sueño duro. Pero sueño. 

Que equivocada estaba. Sí, vinieron a por mí. Iban cantando no sé que canción y vestidos de falangistas. Tocaron en la puerta. Abrió mi madre, y le empujaron gritando, 'venimos a por la roja de tu hija'. Mi madre se puso frente a ellos, pero le golpearon con fuerza con la culata de los fusiles, una y otra vez, hasta que cayó al suelo. Mi hermana se despertó y se puso a llorar y se agarró a mis piernas, ellos la apartaron de un manotazo y el hijo del terrateniente cogiéndome de los cabellos me sacó arrastrando a la calle. Una vez allí me ataron las manos con una cuerda y me subieron a una vieja camioneta. Cual fue mi sorpresa al ver en ella al tabernero, al maestro, a un labrador amigo, al chico que avisaba a las gentes del pueblo de lo que pasaba en el frente, por desgracia, cuando eran noticias tristes. Cuando subí, les lance una sonrisa, y ellos levantando la cabeza, me sonrieron también. Era como si mi sonrisa nos uniese, como si sonreír nos diera fuerzas. Pasados los primeros segundos, me senté junto al maestro, que me tocó la cara y mirándome su rostro me estaba diciendo ¿por qué? Yo le sonreí. Él agachó la cabeza y divisé cómo de sus ojos brotaron unas lágrimas. Volvió el silencio. No se oía ni nuestras respiraciones, solo el comentario irracional, insensato, humillante y vejatorio de esos falangistas que no paraban de insultarnos y de hacernos, sonriendo, la señal de la cruz y con sus manos disparaban a nuestras frentes. Al cabo de unos minutos, que fueron eternos, la camioneta paró. Abrieron la portezuela y nos bajaron a culatazos. Nos pusieron en fila con la espalda pegada a la pared de un paredón, vi como había agujeros y como aún había sangre en el suelo. Comprendí que nos iban a matar. ¿Por qué? ¡No habíamos hecho nada! El señor cura, con su crucifico se iba acercando a cada uno de nosotros, hacia la señal de la cruz y nos acercaba el crucifico para que lo besáramos. ¡Qué hipocresía, nos iban a asesinar y Dios lo consentía! Hipócritas ¿pensáis que vuestro Dios lo hubiera permitido?, ¿no dicen los mandamientos, no mataras? Yo, igual como el maestro y el tabernero, nos negamos, y a mí el cura me pegó un cachete y me dijo atea, te morirás en los infiernos. ¿Qué infierno? El infierno era ver cómo por defender la libertad, cómo por expresar mis ideas, me iban a asesinar, me iban a quitar el derecho a vivir, no me iban a permitir envejecer y poder transmitir a mis hijos, a mis nietos, los deseos de libertad e igualdad. Eso sí que es un infierno. Cuando el cura, la falsa iglesia siempre con el poder, se alejó. El hijo del terrateniente, indicó, apunten, disparen, fuego... En esos segundos que las balas de los fusiles salieron de esos irracionales e insensatos y llegaron a nuestros cuerpos, miré a mis compañeros de paredón, les lancé mi sonrisa y les dije, somos libres. Las balas llegaron a mi cuerpo, no sé si dos o tres, sentí un frío mayor, sentí cómo mi cuerpo se estremecía e iba cayendo y como brotaba la sangre de mis piernas y de mi estómago. Caí, y mi cabeza chocó con el cuerpo del maestro inerte. Todavía estaba viva, lo sentía porque oía voces. Oí pasos, que andaban y paraban cada un cierto tiempo, y después un disparo. Al cabo de muy pocos segundos, oí como los pasos se hacían mas cercanos. Se pararon. Estaba junto a mí, lo sentí. Por eso, con los ojos abiertos y mirando a mi asesino, porque eso era mi asesino, vi que era el hijo del terrateniente, le lancé mi sonrisa. Él apuntó con su pistola a mi cabeza, apretó el gatillo, y la bala llegó a mi cerebro. Pero me siento contenta, puesto que lo último que vio, que vieron mis asesinos, fue mi libertad y mi dignidad como mujer”.

Ximo Estal Lizondo | Miembro del Consell Ejecutivo de la Coordinadora de Asociaciones de Memoria del País Valencia y secretario Institucional de la Asociación de Memoria Histórica el Molí de Quart de les Valls (Valencia).