dissabte, 11 d’octubre del 2025

¿Jueces parciales? (I y II). Carlos Jiménez Villarejo,

 https://www.eldiario.es/opinion/tribuna-abierta/jueces-parciales_129_12642476.html

https://www.eldiario.es/opinion/tribuna-abierta/jueces-parciales-ii_129_12669741.html


Portada de L'Humanité tras el asesinato de Julián Grimau.
29 de septiembre de 2025 22:38 h

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Pues, naturalmente que sí y, podemos mantener que sigue siendo una realidad. Así lo reconoció, en otros términos, el profesor Fontana: “...como lo demuestra que esta (la independencia judicial) siga sin estar garantizada en la actualidad, en los marcos políticos que vivimos en la actualidad, en los que el juez puede participar con su actividad del poder legislativo (por su capacidad de interpretar la ley que aplica), y del ejecutivo (al sentenciar), lo que le convierte en más de una ocasión en ”opresor“, como había anticipado Montesquieu.”

En la mayoría de la magistratura española ha pervivido durante mucho tiempo, y diría que aún pervive, la presencia de un conservadurismo y corporativismo incompatibles con su deber de administrar “una recta e imparcial justicia”. Así quedó de manifiesto cuando, en 2006, la mayoría conservadora del CGPJ rechazó aprobar un «reconocimiento a aquellos servidores de la Justicia, Jueces, Magistrados, Fiscales y Secretarios Judiciales, que vieron su carrera y su vida afectadas convirtiéndose en víctimas de la Guerra Civil o posteriormente de la Dictadura franquista».

Fue, también, muy relevante la activa y, hasta entusiasta participación de la magistratura -y del ministerio fiscal- en el Tribunal de Orden Público (1964/1976), Tribunal que sustituyó y continuó la función de los Consejos de Guerra con el objetivo de perseguir y sancionar con durísimas penas de prisión el ejercicio de los derechos humanos fundamentales, como la libertad de expresión e información y los derechos de reunión, manifestación, huelga, etc. Fueron jueces y fiscales al servicio de la dictadura, lo que no les impidió incorporarse a sus funciones durante la Transición, nunca rindieron cuenta ni respondieron de los delitos cometidos contra el libre ejercicio de los derechos humanos. Como dijo, con razón, José María Mena “a los oprimidos se les concedió perdonar a los opresores a cambio de acceder a la convivencia democrática”. Jueces, magistrados y fiscales, que, muy mayoritariamente, consintieron, entre otros abusos de la dictadura, la generalizada práctica de la tortura por la Brigada Social.

Además, el corporativismo que siempre ha caracterizado a la magistratura determinó un lento y forzado proceso de adaptación al nuevo Estado democrático. La cultura gremial de los jueces hunde sus raíces en la alegada y falsa neutralidad política, que encubría durante la dictadura franquista el sometimiento de los funcionarios a un poder político despótico (Ramón Sáez). O, desde otra perspectiva, la de JJ. del Águila, que describe “el fácil acomodo en el sistema democrático de jueces que habían ocupado cargos relevantes en la dictadura y, particularmente, en el TOP”. 

Y un juez que salía de un Estado totalitario al que había servido, “con entusiasmo” que reconoció el magistrado Vivas Marzal, tenía ante sí un reto esencial, el definido en su día por Miliband: “El concepto de independencia judicial encierra, por fuerza, no solo la exención de los jueces de responsabilidad ante el poder ejecutivo, sino también su obligación de proteger al ciudadano frente al mismo y actuar, en los choques del Estado con los ciudadanos, como defensores de los derechos y libertades de estos últimos”.

De los Autos dictados por la Sala Militar del Tribunal Supremo ante los Recursos de Revisión planteados por los familiares, descendientes de quienes fueron juzgados, condenados a muerte y fusilados por los Consejos de Guerra franquistas, bastarían solo algunos de ellos para apreciar su incompatibilidad con un Derecho Justo.

El posicionamiento de la Magistratura en estos supuestos, tiene un común denominador, el miedo o el rechazo a afrontar las consecuencias delictivas del franquismo, lo que necesariamente expresa, al menos objetivamente, una complacencia con el pasado totalitario. 

En un Estado democrático con un poder judicial formalmente independiente, el criterio que debería haber presidido los Autos examinados ante “razones en pugna” o “intereses o bienes en conflicto” debiera haber sido la opción por una solución proporcional y justa, un juicio de ponderación que, en democracia, parte de una igualdad entre las normas en conflicto, lo que en los supuestos examinados no ocurre, pues las normas generadoras del conflicto, las represivas franquistas, fueron generadas por un sistema político autoritario y, por tanto, carecen de licitud y desde luego de validez, tanto como consecuencia de la derogación tácita contenida en la Constitución de 1978 como de la derogación expresa contenida en la Ley 52/2007 de 26 de diciembre, de la Memoria Histórica. El examen de cuarenta y siete Autos de la Sala de lo Militar del TS revela la complicidad objetiva, más allá de formalismos jurídicos, de dicha Sala del TS con el franquismo. Todas ellos, entre 1989 y 2012.  

La línea argumental de los Autos estudiados profundizan la posición benévola y comprensiva de esa forma de negación de justicia que fueron los Consejos de Guerra. Con una particularidad, que en estas resoluciones hubo ocho votos particulares discrepantes de la mayoría que abogaban o por anular la sentencia franquista o admitir a trámite el recurso para entrar en el análisis de la sentencia y valorar su validez. Pero el criterio dominante fue muy preocupante. Rechazan, contra los familiares que acudieron con un fundadísimo afán de justicia, un “uso abusivo e indiscriminado” del recurso y reiteran que la actual regulación del recurso impide “un nuevo examen de la corrección del derecho aplicado”. El más grave de los criterios expuestos, pues representa el pleno respeto y la intangibilidad del ordenamiento jurídico represivo emanado del golpe militar de 1936 por parte del Tribunal Supremo.

Así lo acredita el Recurso 34/1989, interpuesto por primera y única  vez por el Fiscal General del Estado, resuelto por Sentencia de 30 de enero de 1990 contra la dictada el 18 de abril de 1963 por el Consejo de Guerra de la 1ª Región Militar que condenó a Julián Grimau a la pena de muerte, siendo fusilado horas después. Su viuda, en sus alegaciones, sostuvo que el fallo condenatorio “ha de tenerse por inexistente y, por tanto, el reo sigue siendo inocente mientras no se demuestre lo contrario en un juicio justo, informado de las garantías legalmente establecidas”. El TS, por mayoría de votos, no estimó el recurso. Pero, en este caso, el Presidente del Tribunal, disintió de la solución adoptada y emitió un voto particular a favor de la nulidad de la sentencia que condenó a Grimau. Ello le llevó a las siguientes consideraciones. “Ante un hecho tan estremecedor para la conciencia jurídica, parece evidente que la justicia demanda de nosotros digamos, al menos, una palabra serena de reparación: La que consiste en reconocer, desde esta suprema instancia judicial, que aquella muerte, anunciada en su día públicamente como cumplimiento de una sentencia, no fue, en verdad, el triste pero legal desenlace de un proceso sino un acto despojado de todo respaldo jurídico, un hecho máximamente reprobable por su absoluta contradicción con el Derecho”. Valoración que es predicable de todas las sentencias dictadas por los Consejos de Guerra de la Dictadura. Y es predicable de los Autos y Sentencias de la Sala de lo Militar.

Y, concluimos, los votos particulares, expresión de una posición rigurosamente democrática, fundamentaron su posición en la absoluta ausencia en los procesos ante los Consejos de Guerra de los fundamentos de un “juicio justo”, los siguientes derechos: “derecho a un tribunal independiente, derecho a ser oído, derecho a la presunción de inocencia, derecho a ser informado de la acusación, derecho de tiempo para fundamentar la defensa, derecho a defenderse personalmente o con un letrado, derecho a interrogar a los testigos, derecho de igualdad de armas y derecho a los recursos.” Todos, negados a los acusados y condenados a ser fusilados. Y, finalmente, el Auto del TS de 18/12/2006 (por el atentado de la c/Correo de Madrid) afirma: “..las garantías y derechos fundamentales que establece la Constitución de 1978 no son aplicables al momento en que se sustanció el proceso…”. Y ¡algunos jueces aún sostienen que no son parciales!

Jueces parciales (y II)

Un grupo de gente lleva los féretros a hombros de los asesinados por los disparos policiales en Vitoria el 3 de marzo de 1976.
9 de octubre de 2025 22:38 h

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La Transición, “una etapa de cambio que parte de la realidad del franquismo, aunque este estuviera en proceso de desmantelamiento y paralelamente se estuviera configurando la democracia parlamentaria” (Carme Molinero).

En España, en 1983, a la democracia que ya estaba instaurada desde 1978 -año de la Constitución- algunos tribunales la llamaron, con un penoso eufemismo, “transformación evolutiva liberalizadora”, expresión de miedo y, quizá, de cobardía. No es de extrañar que, treinta y tres años después, con motivo de la presentación del documental 'El Papus, anatomía de un atentado', de David Fernández de Castro, el ilustre periodista, Antonio Franco, afirmara: “Nunca hubo simetría. A quienes atentaban desde la izquierda se les perseguía; a los de derechas, no”, añadiendo: “Ni policías ni jueces actuaron como árbitros”.

En el presente análisis es obligado referirse a la tragedia de Vitoria, el 3 de marzo de 1976. Dicho día, los trabajadores de Forjas Alavesas celebraban un encuentro sobre su futuro y, para ello, se reunieron en la Iglesia de San Francisco de Asís. Durante la tarde, sin motivo que lo justificara, aparecieron una unidad militar -la Compañia de Reserva de Miranda de Ebro- y la Policia Armada. Sin que concurriera ninguna razón que lo justificara, dichas unidades exigieron el desalojo de la iglesia, a lo que se negaron o resistieron los allí reunidos. Inmediatamente, las unidades comenzaron el lanzamiento de gases lacrimógenos, incluso dentro de la sede, lo que obligó a los congregados a salir del templo. Inmediatamente, las unidades militares y civiles comenzaron a disparar sus armas de fuego, generándose una verdadera catástrofe. Cinco trabajadores resultaron heridos de muerte y se calcula que más de cien resultaron heridos, dos de ellos, de 17 y 19 años de edad. Ante esta masacre absolutamente injustificable, la jurisdicción militar parece que abrió un procedimiento que, sin más, fue archivado. Es evidente que fue el resultado de las decisiones de las autoridades militares, radicalmente injustas y muy gravemente lesivas para todas las víctmas, especialmente para las familias de los asesinados.

El trato moderado, y hasta respetuoso, que una parte de la magistratura española otorgó a las actuaciones delictivas del fascismo español y a la farsa de los tribunales franquistas, constituye una evidente expresión, diciéndolo en términos de Hannah Arendt, de que el totalitarismo no había sido “definitivamente vencido”. Y que subsisten los efectos del mismo en las respuestas jurisdiccionales, como consecuencia de que el franquismo, como fenómeno totalitario, hizo “estallar nuestras categorías de pensamiento político y nuestros criterios para los juicios morales”.

Arturo Ruiz fue otra víctima mortal del franquismo olvidada por la justicia. Su asesino reconoció sin titubeos haber sido quien le disparó en una manifestación en Madrid, el 23 enero de 1977, como miembro del escuadrón fascista, la Triple A, irrumpiendo al grito de “¡Viva Cristo Rey!”. Ese asesinato fue objeto de un proceso ante el Juzgado Central de Instrucción número 1 y la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Sin embargo, la investigación, ante la pasividad judicial, fue obra de periodistas. La ciitada Sala dictó un auto el 28 de julio de 2023 denegando, por prescripción del delito, la petición de los familiares de reabrir las diligencias. En ese proceso se emitió un voto particular discrepante, que alegó que el crimen se produjo en el marco de una “violencia política sistemática” destinada a impedir “cualquier avance democrático, generando terror en la población”, por lo que el delito era “imprescriptible y no amnistiable”.

El análisis anterior, sobre el activismo delictivo de la extrema derecha durante la Transición, fue ampliamente ratificado y superado por el contenido en la sentencia de la Audiencia Nacional de 8 de marzo de 1983, en relación al atentado contra la revista El Papus en Barcelona. Análisis que refleja la pasividad -¿o también las complicidades?- del aparato policial con los movimientos fascistas y la debilidad y, en fin, la incapacidad de la administración de justicia para enfrentarse eficazmente a esa delincuencia terrorista de extrema derecha, todavía con apoyos en ciertas “esferas de poder”.

La Audiencia Nacional relata que “el 20 de septiembre del repetido año [1977], sobre las 11,40 horas, persona o personas desconocidas, ni de las que pueda asegurarse actuaran en nombre o bajo la dirección de la organización clandestina J.E.P., entregaron un maletín con explosivo activado no identificado al conserje del edificio [Juan Peñalver Sandoval] sito en la calle Tallers [a quien] le explotó entre las manos y le produjo la muerte instantánea”. La explosión causó lesiones de diversa gravedad a trece personas, una de ellas con “secuelas irrecuperables para el trabajo y declarada inválida permanente definitiva”.

El tribunal argumentó que “la excesiva demora en el ritmo de la instrucción del sumario, que duró más de cuatro años; circunstancias todas que han determinado que este tribunal no pueda formar una sólida convicción respecto a que alguno o todos de los acusados por el hecho núcleo del procedimiento (explosión de un artefacto en la redacción de la revista El Papus con luctuoso resultado), sean realmente partícipes en la consumación del hecho (...) por lo que quedan amparados por el beneficio de la duda”.

Es dificil encontrar en la administración de justicia española mayor reconocimiento de ineficacia y pasividad en la investigación de un delito de asesinato y terrorismo. Y, precisamente ante sujetos, investigados o no, acusados o no, que formaban parte de la organización política del Estado franquista, el llamado «Movimiento Nacional» y sus milicias armadas, con la colaboración del aparato policial político del franquismo y de la justicia. En fin, una palpable evidencia de que, cuatro años después de la muerte del dictador, la estructura represiva de la aparentemente extinta dictadura aún funcionaba. 

El tribunal condenó al autor principal por un delito de terrorismo en grado de conspiración y de un delito de tenencia ilícita de armas, además de penas menores a los otros cuatro acusados.

Los hechos que a continuación se exponen tuvieron lugar a raíz del homicidio, el 13 de mayo de 1978, de Agustín Rueda Sierra. El caso fue el objeto del sumario 21/1978, instruido por el Juzgado de Instrucción de Madrid n.º 2. Y la sentencia la dictó la Audiencia Provincial de Madrid el 9 de febrero de 1988, ¡diez años después de producirse los hechos punibles! Agustín se encontraba ingresado en la prisión de Carabanchel, cuando varios funcionarios del centro le propinaron una intensa y prolongada paliza. El tribunal razonó de esta forma: “Queda acreditado que el fin del apaleamiento era quebrar la voluntad del recluso Agustín, que en esta paliza participaron al menos ocho funcionarios, que los instrumentos empleados (fueron) sustancialmente defensas reglamentarias de goma”. El informe de autopsia practicado por los médicos forenses acreditó que la causa directa e inmediata de la muerte de Agustín Rueda fue: 1) Que se trata de una muerte violenta. 2) Que su causa ha sido un shock traumático. 3) Que este ha sido la consecuencia de un apaleamiento generalizado, prolongado, intenso y “técnico”. 4) Que no ha habido asistencia correcta desde el momento de las lesiones hasta la muerte. Y el resultado de dicha agresión es que los funcionarios condenados lo fueron por un delito de imprudencia temeraria con resultado de muerte. Es decir, ¡como si se hubiera tratado de un accidente de tráfico! Esta era una parte de la Justicia que, entonces, soportaba España.

Y cómo no referirnos al atentado, el 30 de octubre de 1978, contra la sede de El País en Madrid por un grupo de extrema derecha que, además de dos heridos -uno de ellos de máxima gravedad-, causó la muerte de uno de sus conserjes, Andrés Fraguas, de 19 años de edad.

Ante esta trágica realidad, es exigible, cuando menos, una Memoria Democrática rigurosa que haga posible su difusión y su imborrable conocimiento.