Juristas, investigadoras y antiguas presas denuncian en las III Jornadas de Luchas y Resistencias de las Mujeres en el Tardofranquismo la impunidad de las torturas sufridas durante la dictadura, marcadas por la humillación sexual, el control del cuerpo y la negación de la memoria
Durante los últimos años de la dictadura franquista, la tortura se aplicó de forma sistemática como instrumento de represión política. Sin embargo, cuando las víctimas eran mujeres, el castigo adquiría una dimensión específica: la humillación sexual, la burla del cuerpo, la amenaza de violación o la instrumentalización de la maternidad y los afectos como mecanismos de control. Esa violencia diferenciada, que se ejercía tanto en los calabozos de la Dirección General de Seguridad de Madrid como en la Jefatura de Vía Laietana en Barcelona, fue el eje de la segunda parte de las III Jornadas de Luchas y Resistencias de las Mujeres en el Tardofranquismo, organizadas por el Grupo de Mujeres de La Comuna.
El encuentro reunió a juristas, investigadoras y antiguas presas políticas que han dedicado años a documentar los métodos, las consecuencias y la impunidad de la tortura franquista. Entre ellas, especialistas del Centro SIRA, un equipo multidisciplinar que desde hace más de una década elabora informes periciales para víctimas de tortura en España, aplicando los estándares del Protocolo de Estambul, referencia internacional en la documentación de violaciones de derechos humanos.
Entre las aportaciones más relevantes de la jornada destacó la de Sara López, jurista del Centro SIRA, quien presentó las principales conclusiones de los informes periciales realizados a víctimas de tortura franquista. Su trabajo ha permitido establecer una base técnica rigurosa que acredita la correspondencia entre los impactos físicos y psicológicos de las personas querellantes y los hechos descritos, aportando pruebas esenciales para los procedimientos judiciales. De acuerdo con estos informes, se han analizado 54 casos de tortura durante el franquismo, la mayoría incluidos en querellas presentadas tanto ante la justicia argentina como en tribunales españoles. Solo cinco de las personas peritadas son mujeres, un número reducido que revela una doble invisibilización: la escasa presencia femenina en los registros judiciales y la dificultad añadida que muchas sobrevivientes enfrentan para denunciar.
“No es que hubiera menos mujeres torturadas —se explicó durante la jornada—, sino que el silencio fue mayor. Las razones son complejas y van desde el miedo a la revictimización hasta la vergüenza por haber sufrido formas de violencia sexual o humillación corporal”.
Un patrón diferenciado de violencia
El análisis comparado de los informes permite identificar un repertorio de métodos comunes y otros con un componente abiertamente de género. Los golpes con porras o con las manos, los puñetazos, las patadas y los golpes en los genitales se combinaban con prácticas de inmovilización extrema, como el llamado pato, una posición forzada en la que la persona debía mantenerse doblada durante horas o días.
En la Dirección General de Seguridad, este método era tan habitual que se lo conocía como “una de las especialidades de la casa”. La tortura por posición, junto con la falanga —golpes reiterados en la planta de los pies con una vara o cable—, formaba parte del repertorio más extendido. Aunque pueda parecer un castigo de baja intensidad, sus efectos eran devastadores: inflamación crónica, pérdida de movilidad y dolor permanente.
La falanga tiene un origen remoto —se practicaba ya en China siglos atrás—, pero en el siglo XX se consolidó en los manuales de las escuelas de contrainsurgencia y en los métodos de la Escuela de las Américas, donde se formaron agentes y policías de distintos regímenes autoritarios. Esa herencia transnacional llegó también a España. Desde mediados de los setenta, tras viajes de agentes como Antonio González Pacheco, “Billy el Niño”, o Conesa, se incorporaron técnicas propias de los cuerpos represivos latinoamericanos: simulacros de fusilamiento, torturas por exposición o la obligación de presenciar el sufrimiento de otros detenidos.
“A partir de 1976, la Dirección General de Seguridad comenzó a aplicar métodos que no se habían visto antes”, se recordó durante el debate. “Hubo un salto cualitativo: una profesionalización de la tortura”.
La tortura psicológica y el control emocional
La violencia no siempre se ejercía a través del dolor físico. Las amenazas de muerte, los simulacros de fusilamiento o los falsos interrogatorios con alternancia de “poli bueno y poli malo” eran técnicas dirigidas a quebrar la resistencia psicológica. En el caso de las mujeres, este tipo de estrategias se combinaba con elementos de violencia patriarcal: el uso del cuerpo como campo de humillación y la agresión a la identidad femenina.
Uno de los patrones documentados es la invasión del espacio corporal. En los interrogatorios, los agentes se acercaban de forma intimidatoria, rozando el cuerpo o respirando sobre la cara de la detenida, sin necesidad de contacto explícito para generar miedo. Las víctimas relataron también desnudos forzados, la obligación de permanecer en ropa interior ante hombres o la negación deliberada de productos higiénicos durante la menstruación.
La humillación sexual no era un daño colateral, sino un instrumento de poder. En los insultos se repite un léxico de género: “puta”, “zorra”, “fea”, “gorda”. En los interrogatorios, las amenazas de violación o de “entregarla a los compañeros” eran frecuentes. El objetivo, más allá de obtener información, era destruir la autoestima y la identidad política de la víctima.
Otro recurso recurrente fue el uso de la pareja como arma de tortura. A algunas mujeres se les mostró a sus compañeros con el rostro ensangrentado para forzarlas a declarar; en otros casos, eran ellas quienes escuchaban los gritos de sus parejas en salas contiguas. Las amenazas de que el compañero había muerto o de que las había delatado formaban parte de una estrategia calculada de desestabilización emocional.
Centros de detención y continuidad institucional
Madrid y Barcelona concentraron los principales centros de tortura del tardofranquismo. En la capital, la Dirección General de Seguridad (DGS) —actual sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid, en la Puerta del Sol— se convirtió en un símbolo del terror estatal. En Barcelona, la Jefatura de Policía de Vía Laietana, dirigida por los hermanos Creix, desempeñó el mismo papel. También en Valencia, Zaragoza, Vigo, Granada o Asturias se documentaron numerosos casos de torturas a militantes antifranquistas.
Los testimonios coinciden en describir un sistema burocrático del dolor, con jerarquías, turnos y métodos estandarizados. Las personas detenidas eran encerradas en celdas de apenas dos metros cuadrados, sin ventanas, obligadas a permanecer de cara a la reja de la puerta bajo la vigilancia constante de un guardia. El maltrato comenzaba desde el primer instante.
Una antigua presa recordaba: “Las celdas… la tortura empezaba ahí. Eran de menos de dos metros cuadrados, con un lecho de piedra. Te obligaban a mirar la única ‘ventana’, que era la reja de la puerta, para que el guardia te viera todo el rato. Cuando salías al baño, siempre acompañada. No sabías a quién más habían detenido ni por qué estabas allí. Te dejaban horas, días, sumida en tus pensamientos. Nos manejaban como si fuéramos animales. Ese era el objetivo: deshumanizarnos.”
Otra testigo relató su encuentro con “Billy el Niño” (González Pacheco): “Intentó degollarme con una bandera, decía que era de las nuestras. Me llamaba ‘puta’ porque mi hermano era un ‘cabrón’, también una de sus víctimas.”
Estos relatos evidencian un rasgo esencial del franquismo tardío: la tortura no fue una excepción, sino una práctica institucionalizada. Los agentes implicados raramente fueron investigados. Algunos, como González Pacheco o Conesa, continuaron en activo durante la Transición. Solo uno de ellos, según se recordó, fue finalmente destituido.
Impunidad judicial y obstáculos para la reparación
Casi medio siglo después, la mayoría de los torturadores franquistas nunca respondieron ante la justicia. Según explicó el abogado Jacinto Lara, se han presentado más de 115 querellas por torturas cometidas durante la dictadura. La gran mayoría han sido inadmitidas a trámite, con recursos desestimados y demandas de amparo rechazadas por el Tribunal Constitucional.
Actualmente, unas 67 causas permanecen abiertas en juzgados de Madrid, Alicante, Elda, Valencia y Euskal Herria, aunque sin avances significativos. Las decisiones judiciales, argumentó Lara, no son solo técnicas: “Las resoluciones que inadmiten querellas por crímenes franquistas tienen un contenido político incuestionable. Invocar la Ley de Amnistía de 1977 como norma de impunidad es jurídicamente insostenible desde la perspectiva del derecho internacional”.
La llamada Ley de Amnistía, aprobada en plena Transición, ha funcionado durante décadas como un muro que impide la investigación de los crímenes del franquismo. Diversos organismos internacionales, incluida la ONU, han instado a España a modificarla para garantizar la persecución de delitos de lesa humanidad, pero las propuestas de reforma han sido rechazadas por el Congreso en reiteradas ocasiones.
Lara subrayó que la responsabilidad no recae solo en el poder judicial: “El modelo de impunidad fue construido por los tres poderes del Estado: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Todos, en mayor o menor medida, contribuyeron a consolidarlo”.
La cárcel como extensión de la violencia
La represión no terminaba en los interrogatorios. Las cárceles de mujeres fueron espacios de castigo moral y disciplinamiento. Testimonios recogidos durante las jornadas describieron las diferencias entre prisiones masculinas y femeninas en los años setenta. En Carabanchel, los presos habían logrado organizarse colectivamente y obtener ciertas mejoras; en cambio, en Yeserías o en La Trinidad (Barcelona), las condiciones eran mucho más duras.
La prisión de La Trinidad estaba gestionada por una orden religiosa, las Cruzadas Evangélicas, lo que imponía una doble vigilancia: política y moral. Las presas eran obligadas a llevar faldas largas y camisas de dormir; los pantalones estaban prohibidos. Si el dobladillo no alcanzaba la longitud exigida, las monjas lo descosían. “No parece gran cosa —recordó una exreclusa—, pero era una forma constante de control y humillación”.
El aislamiento y la negación del cuerpo eran parte del castigo. En algunos momentos, solo cuatro o cinco presas políticas compartían espacio con decenas de reclusas comunes, en celdas diminutas, sin intimidad ni condiciones higiénicas mínimas. La represión patriarcal se prolongaba así dentro de las propias instituciones penitenciarias.
Memoria, persistencia y justicia pendiente
Para muchas de las participantes, la importancia de las querellas no radica tanto en la expectativa de obtener condenas como en mantener vivo el debate público. “Una utilidad clarísima de las querellas —explicó una veterana militante— es mantener viva la discusión sobre la impunidad. No somos las que luchamos y ya está: seguimos luchando para que se reconozcan todos los casos de tortura”.
Otra añadió: “Nunca pensé que lograríamos fácilmente la condena de nuestros torturadores, pero denunciarlos, que se sepa quiénes fueron y que la gente lo vea ya es importante”.
El valor simbólico de las denuncias se une a la necesidad de reconocimiento jurídico y social. En palabras de una de las asistentes, “vivimos en una sociedad que parece ajena a lo que ocurrió, que acepta con normalidad que nadie haya rendido cuentas”.
El debate concluyó con una reflexión que resume el espíritu de las jornadas: “Cuando alguien me dice que me vio en la televisión denunciando, pienso: eso ya vale. Que se sepa lo que pasó. Que no lo olviden”.
El cuerpo como archivo de la memoria
Las investigaciones sobre tortura en el franquismo, impulsadas por equipos como el del Centro SIRA y juristas como Sara López, evidencian que el cuerpo de las víctimas sigue siendo un archivo vivo. Las lesiones físicas, las secuelas psicológicas y el trauma transmitido a través de generaciones forman parte de una memoria que el Estado español aún no ha reconocido plenamente.
La tortura, en este contexto, no fue solo una herramienta política, sino también un mecanismo de dominación patriarcal. Buscaba doblegar a las mujeres por partida doble: como opositoras al régimen y como sujetos femeninos que desafiaban el orden social.
Reconocer esa especificidad no es una cuestión simbólica, sino un paso necesario para la justicia. Como se subrayó en el cierre de las jornadas, el reto pendiente es doble: el reconocimiento jurídico de la tortura franquista como crimen de lesa humanidad y la integración de la perspectiva de género en las políticas de memoria democrática.
Solo desde esa mirada podrá cerrarse una herida que sigue abierta, inscrita no solo en los cuerpos de las sobrevivientes, sino también en la memoria colectiva de un país que aún no ha enfrentado todas las sombras de su pasado.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada