Franco se sirvió del fascismo italiano y del nazismo para perpetrar auténticas masacres contra la población española durante la Guerra Civil. Y tuvo que pagar por ello.
Nacho del Río
| Madrid | 28/07/2019
Es 19 de julio, y suena 'Lohengrin'. Hitler, gran aficionado a Wagner, ha viajado expresamente a Bayreuth, en Baviera, como hizo en otras tantas ocasiones, para deleitarse con las maravillas tonales que viene ofreciendo desde 1876 el tradicional festival de música clásica celebrado en la ciudad alemana. Va acompañado, como en otras tantas ocasiones, por un séquito conformado por importantes cargos militares del ejército nazi y altos cargos del partido, entre otras muchas personalidades. Se podría decir que está contento: sus planes expansionistas marchan, en su mayoría, según lo ordenado. Todo el mundo mira a Alemania, y no sólo por la incertidumbre política y económica que provocan los movimientos del Tercer Reich: en poco menos de un mes se va a convertir en sede de los Juegos Olímpicos, y Hitler no quiere dejar escapar la oportunidad de desplegar toda una campaña de propaganda a manos del ministro Goebbels para advertir de las virtudes del nacionalsocialismo.
Es 19 de julio, y suena 'Lohengrin' cuando hacen saber a Hitler del alzamiento militar que se ha dado en España. Aquella ópera de tintes románticos pasa a un segundo plano y se convierte en banda sonora de numerosas reuniones en Bayreuth para analizar el desarrollo de un golpe de Estado fallido que se encamina a una cruenta guerra civil. Franco se ha adelantado al Führer, y le ha pedido por carta -primero a altos cargos nazis y luego a él- ayuda militar para el triunfo de su cruzada. Pero tal es la incertidumbre en Bayreuth que las dudas y la cautela predominan: no hay una propuesta concreta sobre la posición nazi en la contienda española, aunque se muestran desde el primer momento en favor de los sublevados; tal es la sorpresa que, a falta de los recursos técnicos necesarios, tienen que recurrir a un mapa escolar para seguir los primeros movimientos de la sublevación.
De ello deja constancia el propio Goebbels en su diario de guerra. "La situación en España es aún confusa, pero parece mejorar a favor de los sublevados", escribe el 22 de julio. Dos días después, expone las dudas del nazismo sobre el papel que debe jugar en la Guerra Civil: "Sin decisión en España. Hemos enviado dos acorazados, que seguramente no dejarán de causar impresión". Las tornas cambian cuando, en la noche del 25 de julio, dos emisarios de Franco recién llegados de España, y a los que el régimen nazi intentaba evitar, hacen acto de presencia en el festival de Bayreuth. Mantienen un encuentro con Hitler, el ministro de Guerra alemán, Von Blomberg, y el jefe de la fuerza aérea nazi, el mariscal Göring, y allí mismo se decide que Alemania apoyará al ejército de los sublevados para acabar con la II República. Pero Hitler ha decidido que no ayudará a los líderes de la rebelión; solo a Franco. Sin ser plenamente consciente de las consecuencias de su decisión, el führer alterará la jerarquía ya instaurada en el bando de los sublevados que llevará al futuro dictador a liderar las tropas. Entre los bastidores del Tercer Reich sigue habiendo aún dudas por la decisión. "Estamos participando un poco en España. Nada visible. Quién sabe de qué servirá. El conflicto no está decidido, pero los nacionales hacen progresos", señala Goebbels en su diario el 27.
Previamente, Franco ya ha establecido contacto con Mussolini a través de otros dos emisarios que se presentan en Roma el 20 de julio. El tiempo corre en su contra, dado el fracaso del golpe inicial, y requiere de ayuda internacional urgente para el avance de sus tropas. Teme, además, la aparición en cualquier momento del ejército soviético o el apoyo de Francia y Gran Bretaña a los republicanos. Esta opción también preocupa a Mussolini, que, por la expansión del fascismo en Europa, mueve ficha al saber que Hitler va a ayudar al ejército franquista (el führer está seguro de que una España gobernada por el autoritarismo le granjeará grandes beneficios ante una inminente guerra mundial en la que Francia, con una posible alianza soviética, se posicionaría como principal enemigo a batir). Así, desde el 26 de julio y hasta mediados de octubre, unos 13.500 soldados del Ejército de Marruecos liderados por Franco que se hallan bloqueados logran desplazarse hasta la Península gracias a veinte aviones de transporte y seis cazas alemanes y a los nueve de los 12 aviones que Mussolini concede a Franco, según expone el historiador Julio Aróstegui en su obra La Guerra Civil 1936-1939: la ruptura democrática, y añade: un fallo en la estrategia del fascio italiano provoca que dos de las naves aterricen por error en Argelia, base francesa. La imprudencia de Mussolini cuesta caro a Franco: ahora tiene a Europa y medio mundo con la mirada fija en España.
Las potencias democráticas del continente, lideradas por Reino Unido y Francia, advierten que la Guerra Civil que empieza a coger forma en España puede alterar los objetivos de paz que intentan implantar en Europa. A finales de agosto del 36, poco más de un mes después del inicio de la guerra, 27 estados europeos se suscriben al acuerdo de no intervención en España. Entre ellos se encuentran Alemania, Italia y Portugal, que no tardan en infringir el pacto para apoyar la instauración del régimen totalitarista en España, política muy favorable para los tres países de cara a la expansión del fascismo en el resto del territorio europeo.
España, ensayo y error de los experimentos del fascismo
España entera tiembla ante el avance de las tropas fascistas. Alemania, Italia y Portugal (con el dictador António de Oliveira Salazar a la cabeza) comienzan a destinar todo tipo de recursos a Franco para hacer frente al ejército republicano: unos 6.000 soldados alemanes que se van renovando cada cierto tiempo (llegan a pasar por España 19.000), casi 40.000 italianos y un grupo de combatientes portugueses, los viriatos, se unen a las filas franquistas para luchar. Junto a estas tropas llegan miles de aviones, carros de combate y armas y toneladas de munición, una deuda que no quedará en el aire tras el fin de la contienda. Hitler y Mussolini aprovechan para reconocer a Franco como jefe de Estado en noviembre de 1936, un mes después de que la Junta de Defensa Nacional creada por los propios sublevados le concediera dicho poder. Pero alemanes e italianos no solo apoyan a España por interés político y de alguna forma bélico. La Península resulta ser un campo de experimentación perfecto, y la crueldad se desata: el despliegue militar sin precedentes ya no se limita únicamente derrocar a la II República; también, probar en tierra española el material y las tácticas militares que servirán poco después para la II Guerra Mundial. Y el objetivo, cómo no, resulta ser la población civil.
De nada sirve que Franco haya prohibido expresamente los ataques contra los ciudadanos. A lo largo de los tres años de contienda, un ruido siembra el pánico en cada pueblo: es el sonido de la muerte, que llega en forma de bombarderos y cazas. El de los Avoia Marchetti de Mussolini y los Junker de Hitler. Lo saben en Durango, cuyas calles se convierten en un auténtico infierno el 31 de marzo de 1937. A las 8:30 horas, una lluvia de bombas italianas invade el pueblo. Los vecinos no han sido advertidos, y los que aún siguen vivos huyen aterrados entre los primeros cadáveres. Pero no hay tiempo: en apenas tres minutos, 80 bombas de 50 kilos asolan todo. O casi todo. A las 16:30 horas, un nuevo bombardeo, esta vez unido al ataque con metralla de los cazas, acaba por borrar Durango del mapa: dejan más de 330 muertos, el 5% de la población. Este ataque supone un primer aviso de los sublevados, como se encarga de notificar el general franquista Emilio Mola en un panfleto que reza lo siguiente: "He decidido terminar rápidamente la guerra en el norte de España. Quienes no sean autores de asesinatos y depongan las armas o se entreguen serán respetados en vidas y haciendas. Si la sumisión no es inmediata, arrasaré Vizcaya".
Mola no miente. Franco fija su nuevo objetivo en otra tranquila villa de Euskadi. El 27 de abril de 1937, unas 5.000 personas pueblan el centro y los alrededores de Gernika. Es lunes, día de mercado, y hay gran movimiento en las calles. A primera hora de la tarde, suenan las campanas: alertan de un silbido agudo que se expande en cuestión de segundos, y los vecinos comienzan a correr desesperados. Quienes no mueren durante la marcha logran ocultarse a duras penas en edificios, entre calles estrechas o en zanjas. Se llevan palos a la boca para no romperse los dientes con la onda expansiva de las bombas y aguardan el fin del ataque. Pero no por mucho tiempo: más de 50 aviones de la Legión Cóndor y la Aviación Legionaria sobrevuelan en círculos las zonas más pobladas de Gernika. Los bombarderos y cazas se centran en destruir los tejados para dejar las casas a la intemperie. Se mueven en grupos de tres con una estrategia clara: el primero desciende y dispara en zonas donde puede haber gente oculta; el segundo, que espera la reacción de pánico inherente que provoca que la población salga de su escondite, dispara a matar con las ametralladoras; y el tercero remata con varias bombas.
Mientras unos fascistas asesinan, los otros aprovechan las viviendas ahora libres de techos para arrojar bombas incendiarias. La villa entera arde en pocos minutos, y queda reducida a una inmensa columna de humo negro, polvo y ceniza. Las llamas no se extinguen hasta dos días después. La razón: nazis y fascistas italianos se han encargado de destruir los depósitos de agua al inicio del ataque para que los vecinos no puedan apagar el fuego. Ninguno de los movimientos resulta ser fruto de la casualidad: todo está medido para poner a prueba armas y tácticas militares, y Gernika no es sino un simple campo de cobayas civiles para generar terror y destruir la moral del enemigo. En total, el ataque dura tres horas y deja unos 126 muertos.
Durango y Gernika no son las mayores barbaridades perpetradas por el fascismo en la Guerra Civil. El 16 de marzo de 1938, un telegrama enviado desde Roma da la siguiente orden: "Para el general [Vicenzo] Velardi. Comience la acción violenta en Barcelona con un martilleo diluido en el tiempo". Ese 'martilleo diluido en el tiempo' insta a la Aviación Legionaria italiana, afincada en ese momento en bases de las Islas Baleares, a arrojar bombas a lo largo de tres días en la ciudad condal. "Cada dos horas", matiza Joan Villarroya, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Ni el ruido de las sirenas alertando de una nueva ofensiva evita la masacre: en el ataque mueren más de 1.000 personas y otros miles resultan heridos, y de ello da cuenta la propia República a través de un anuncio radiofónico: "El mayor número de víctimas ha correspondido fatalmente a niños inocentes". Pero los sublevados no sólo matan con ataques aéreos. También lo hacen con hambre para que la población civil se una a la causa franquista: entre bomba y bomba, los aviones de combate italianos dejan caer pan y tabaco. La intención: demostrar la fuerza y el éxito de los falangistas, pero también su benevolencia.
Para entonces, Mussolini ya conoce el potencial armamentístico que tiene a su disposición. Lo ha podido probar unas semanas antes en Alcañiz, un pueblo de Teruel que Franco arde en deseos de conquistar. El 3 de marzo del 38, otra orden tan escueta como fría da el aviso. En menos de dos minutos, la aviación fascista cubre la zona de humo y polvo con 160 bombas de 50 y 100 kilos. A los pocos días, los italianos entran triunfantes por las calles que ellos mismos han arrasado y ocupan Alcañiz durante unos meses. Hitler juega a lo mismo que Mussolini, y como 'Il Duce', ya ha tenido la oportunidad de conocer el poder del enorme arsenal militar que posee, pero quiere saber con todas las garantías el alcance y la potencia del mismo, y busca un nuevo objetivo: Albocàsser, Benassal, Ares del Maestrat y Vilar de Canes, cuatro pueblos de Castellón, se convierten en un banco de pruebas nazi. En ninguno hay objetivos militares evidentes, sólo población civil habitando pueblos libres del rastro de la guerra, cuenta Óscar Vives, miembro del Grupo para la Recuperación de la Memoria Histórica de Benassal. Son blancos perfectos para Hitler, que puede estudiar con suma precisión el efecto de su ataque militar. Allí pone a prueba los aviones stukas que atemorizarán a toda Europa meses después. Los nazis toma fotos completas desde el aire y sobre el terreno de los pueblos y de los puntos a atacar, tanto antes como después de la ofensiva. El experimento no tiene el éxito que la Legión Cóndor espera, pero acaba con la vida de más de cuarenta personas con metralla y 36 bombas y deja prácticamente inhabitables las cuatro zonas.
Las masacres perpetradas en numerosos pueblos españoles, unidas al servicio de protección y espionaje naval que realizan los nazis y al enorme contingente de soldados italianos que ayudan a los sublevados en varias de las batallas más importantes, suponen un factor clave en la victoria final de Franco sobre los republicanos. Aunque el ahora dictador había prohibido expresamente lanzar bombas contra la aviación civil, el nacionalsocialismo alemán y el fascismo italiano no tardan en desobedecer las órdenes. Y poco parece importarle a Franco, pues al término de la guerra elogia y premia la actuación de ambos países en la Guerra Civil. Enaltece especialmente la intervención alemana con la Legión Cóndor, llegando a premiar incluso a uno de los máximos responsable del escuadrón, el comandante Wolfram von Richthofen. Pero ahora toca rendir cuentas ante ambas potencias. Se ha puesto mucho dinero sobre la mesa, y tanto Alemania como Italia exigen los beneficios de haber librado una batalla ajena.
Las deudas de España con Hitler y Mussolini
Franco no solamente mira hacia otro lado con los bombardeos contra la población civil. También lo hace tras el fin de la guerra, cuando toca castigar a los enemigos del nuevo régimen franquista. Mientras en España se producen encarcelamientos injustificados, torturas y ejecuciones, miles de españoles son deportados a Alemania. Una vez más, el dictador debe agradecer al führer su intervención. Frente al exponencial aumento de prisioneros que toma el franquismo, que acaban hacinados en múltiples cárceles y campos de trabajo en los últimos meses de la contienda y los primeros años del franquismo, Franco decide enviar a otros tantos miles a las prisiones nazis. Hitler le vuelve hacer así el trabajo sucio a Franco: más de 9.300 españoles acaban en los campos de concentración del Tercer Reich, y allí unos 5.000 son torturados, asesinados en cámaras de gas y en otras pruebas militares o directamente ejecutados.
Pero con el comienzo de la II Guerra Mundial, ni Hitler ni Mussolini están dispuestos a posponer ni un segundo más la deuda que ha adquirido Franco con ambas potencias. Alemania e Italia necesitan recuperar la inversión realizada en la Guerra Civil, conflicto que provoca que se acabe totalmente con las reservas de oro del Banco de España. Y según cuenta el investigador José Ángel Sánchez Asiaín en La financiación de la Guerra Civil española, si la II República paga "el coste de la Guerra Civil con cargo al ahorro que los españoles habían acumulado en el pasado", Franco decide hacerlo a costa de la recuperación del propio país y de los ciudadanos en los años posteriores, que coinciden con el comienzo de la guerra. "Los españoles se iban a ver obligados a dejar de consumir en los años sucesivos para satisfacer esa deuda de guerra", afirma Sánchez Asiaín.
El historiador Ángel Viñas cifra la deuda de Franco con Hitler y Mussolini en unos 6.000 millones de pesetas. La paradoja en este caso complica las relaciones entre Italia y Alemania poco después: aunque ha sido Mussolini quien más dinero y recursos ha invertido en la causa falangista, es Hitler quien acaba llevándose un porcentaje mucho mayor de los recursos naturales y minerales que les había prometido Franco. Incluso, en lo relativo a los prisioneros de guerra, Mussolini afea varias veces al nuevo régimen franquista que la mano de obra gratuita que debía recibir de España con el encarcelamiento de miles de republicanos o contrarios al fascismo es escasa en comparación a los prisioneros deportados a Alemania. A Mussolini no le habían advertido, pero a Hitler sí, y fueron sus propios oficiales durante el festival de Bayreuth: "Esta gente no es de fiar".
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