Sergio Álvarez Ibáñez, miembro de la Organización Telefónica Obrera de la UGT, tenía cuarenta años cuando fue detenido. Acababa de finalizar la Guerra Civil, en la que había desempeñado el cargo de comisario de batallón en el frente del Centro. Y allí, entre los muros de la Dirección General de Seguridad, perdió la vida. Según un atestado policial, sufrió un "ataque cardíaco" mientras estaba siendo interrogado. Pero la autopsia realizada reveló que el cuerpo presentaba "contusiones en codos, regiones pectorales y nalgas" y que la muerte podría haberse producido antes de lo que indicaba la versión oficial. Pero a pesar de los indicios, el caso acabó en un cajón. La impunidad como forma de vida en el que fue corazón del aparato represor franquista.
La historia de este afiliado a la Agrupación Socialista de Madrid, primer fallecido en la Dirección General de Seguridad durante la dictadura, es una de las muchas recuperadas por el historiador Pablo Alcántara en La DGS. El palacio del terror franquista (Espasa, 2024). La obra es un retrato pormenorizado de la violencia institucionalizada durante el franquismo a través de sus protagonistas: desde aquellos que construyeron y dirigieron el aparato represivo hasta los policías que formaron parte de aquella máquina de torturas y asesinatos que pervivió durante cuatro largas décadas. Pero, sobre todo, es un homenaje a todos aquellos que lo sufrieron en sus propias carnes en la Real Casa de Correos, kilómetro cero de la represión franquista.
La Dirección General de Seguridad, un organismo que nació durante el reinado de Isabel II, se reorganizó poco después de finalizar la Guerra Civil. Por entonces, se ubicaba en el palacio del Marqués de la Vega de Armijo. Pero en septiembre de 1939 se trasladó a la Puerta del Sol, a ese edificio concebido en origen para coordinar el servicio postal que hoy es sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid. Desde entonces, la céntrica plaza madrileña, histórico lugar de movilización social –se dice que la tradición de celebrar allí la entrada de año tiene su origen, precisamente, en una protesta–, se convirtió en el epicentro del terror franquista. "Fue el pilar fundamental de la represión, que el franquismo permitía y alentaba", explica Alcántara en conversación con infoLibre.
El Tercer Reich jugó un papel clave en la construcción del aparato represivo. "Frente al mito del alejamiento, lo cierto es que la España franquista estaba al servicio de la Alemania nazi", desliza el historiador, al tiempo que recuerda que los germanos mucho tuvieron que ver con la puesta en marcha de la Brigada Político Social. Para la posteridad queda la visita que el jefe de la Gestapo, Heinrich Himmler, hizo por España en octubre de 1940 de la mano de José Finat, director general de Seguridad. Y el saludo a la multitud de la mano derecha de Adolf Hitler desde uno de los balcones de la Real Casa de Correos. Tras esto, se pusieron los cimientos de la nueva policía política con la Ley reorganizadora de la Policía. "Luego, Finat sería embajador en la Alemania nazi", recuerda Alcántara.
Cuatro semanas después de la publicación de esta norma, murió en la Real Casa de Correos, el Belsen español en los círculos antifranquistas –en referencia al campo de concentración ubicado al norte de Alemania–, Pedro Pastor. Al parecer, estaba siendo trasladado desde un batallón de trabajadores de Huelva hasta el campo de Nanclares de Oca. Y desde hacía diez días solo se había podido echar a la boca una lata de sardinas, un pan y un par de naranjas. Entre aquellas paredes también se "suicidó", unos años más tarde, el socialista Tomás Centeno. Su detención tardó cinco días en registrarse –de hecho, cuando se hizo, ya estaba muerto–. La familia supo por un empleado del depósito que el cuerpo tenía los genitales destrozados y moratones en los dos costados.
La violencia represiva en la Dirección General de Seguridad fue constante desde el primer momento. "La mayoría de los presos son maltratados. (...) Ha habido muchos suicidios, algunos hombres saltan por las ventanas en la comisaría y otros lo hacen en el propio calabozo", sostenía el cónsul británico el 24 de agosto de 1939. En la memoria, los casos de Julián Grimau o los estudiantes Rafael Guijarro y Enrique Ruano. El primero "se arrojó" desde un balcón de la DGS –según la versión oficial–, algo "totalmente inverosímil" a ojos de una comisión de tres médicos franceses: "Todo hace pensar que los policías que lo torturaron, creyéndole muerto, intentaron desembarazarse del cadáver". Los otros dos muchachos fallecieron tras caer por la ventana durante un registro policial.
Las torturas eran, durante la dictadura, algo habitual en la Real Casa de Correos, un edificio que el antifranquismo situó en su punto de mira –buena prueba de ello son los artefactos explosivos colocados en la sede de la Dirección General de Seguridad en 1947 y 1963 por comunistas y anarquistas–. Tanto que hasta en alguna ocasión se llegó a contratar a un boxeador profesional para que ayudara a los policías a dar palizas a los detenidos. Luis Arribas, del PCE, fue apaleado durante dos semanas hasta hacerle "orinar sangre". A Telesforo Torres le quemaron los ojos. Torturas que también sufrió, entre otros muchos, el escocés Stuart Christie, que formaba parte del grupo Defensa Interior de la CNT, al que también amenazaron con defenestrarle.
La Político Social se alía con la CIA
La represión, no obstante, también venía determinada por la clase. "A un obrero pobre, por ejemplo, se le torturaba de una forma más vil que a otros dirigentes políticos o sindicales reconocidos internacionalmente", apunta el historiador. No era tanto por una "cuestión moral" o porque el Estado se hubiera vuelto más "benévolo", sino por pura estrategia de cara al exterior. Sobre todo, a partir de los cincuenta, cuando el franquismo estaba preocupado en vender una imagen "moderna". Fue en ese contexto cuando la dictadura crea la Ley de Orden Público, que establece un tiempo máximo de detención de setenta y dos horas. Un límite que, sin embargo, la policía franquista se saltaba a la torera. ¿Cómo? "No registrando a los detenidos cuando entraban en comisaría", resalta Alcántara.
Habitual era, del mismo modo, el uso de familiares para intentar que los detenidos cantaran. "Era otra forma de tortura", cuenta el historiador. Para presionar a Eduardo Reviejo, militante comunista del sector de la panadería, detuvieron a su sobrino de quince años y a sus dos hermanas, a quienes estamparon la cabeza contra la pared. Para apretar a Cristino Cea, torturaron a su mujer durante tres días. Y para amenazar al joven Helios Babio, torturado en la comisaría de Via Laietana, arrestaron a su padre. "Los militantes antifranquistas se preparaban para lo que podían vivir. Sin embargo, no podían controlar lo que se hiciese a sus familias", cuenta el autor de la obra.
Fue por aquel entonces, a mediados de los cincuenta y comienzos de los sesenta, cuando el movimiento estudiantil antifranquista resurgió con fuerza. Y puso en jaque a la Político Social. "La Dirección General de Seguridad ve que quienes se empiezan a movilizar no son obreros o campesinos que ya tuvieran fichados, sino en muchos casos hijos de gerifaltes del franquismo. La preocupación era tal que se celebraron reuniones entre jefes provinciales de la BPS para analizar lo que estaba pasando", señala el historiador. El asesinato de Ruano, de hecho, fue "un punto de inflexión" en la movilización de los jóvenes. "Supuso un antes y un después. Fue un shock tremendo que hizo que la gente se politizase", apunta Alcántara.
Durante esos años, la policía de la dictadura estaba inmersa ya en un proceso de modernización en el que Estados Unidos jugaba un papel importante. "La Político Social se alía con la CIA y el FBI, que les ayuda a entender los nuevos movimientos y a practicar nuevas técnicas de tortura, fundamentalmente la psicológica", explica Alcántara. En 1957, Vicente Reguengo, jefe de la BPS, viajó a Estados Unidos invitado por la CIA para recibir orientación sobre los nuevos métodos de investigación policial. No fue, sin embargo, el único miembro de la Político Social que cruzó el Atlántico. También lo hizo el oscuro Roberto Conesa, invitado por la CIA. Y Juan Antonio Creix, aunque en este caso para asistir a un curso del FBI.
Una Transición sin depuración
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Tras la muerte de Franco, nada cambió. Ni hubo rendición de cuentas ni tampoco se asumieron responsabilidades por los crímenes cometidos. De hecho, en 1982, nueve de las trece jefaturas de Policía, según se recoge en la obra, estaban dirigidas por miembros de las Fuerzas de Seguridad franquistas. Los agentes de la Político Social pasaron a formar parte de la Brigada Nacional de Información. "No se depuró a todos estos elementos y la Ley de Amnistía les perdonó e hizo que los crímenes quedaran impunes", relata Alcántara. Es más, recuerda el historiador, algunos de estos policías franquistas estuvieron estrechamente vinculados a todas aquellas organizaciones fascistas que se encargaron de llevar el terror a las calles en plena Transición.
En los años posteriores al fallecimiento del dictador se siguieron registrando muertes, desapariciones y episodios de tortura en edificio que preside la Puerta del Sol. El 6 de septiembre de 1980, José España Vivas, un supuesto miembro de los Grapo –algo que siempre ha negado su familia– se desvaneció y murió en la sala de interrogatorios de la Brigada Central de Información. La versión policial apuntó a un fallo cardíaco. Unos meses después, en febrero de 1981, el miembro de ETA político-militar José Ignacio Arregui moría como consecuencia de las torturas sufridas. "Llegó a Carabanchel destrozado", llegó a decir a El País un alto cargo del Ministerio de Justicia. Y en noviembre de 1983, el famoso delincuente Santiago Corella, alias El Nani, desapareció tras ser detenido.
Alcántara reconoce la dificultad, todavía en la actualidad, de estudiar todo lo que tiene que ver con una represión policial que no solo se cebó con políticos o sindicalistas, sino también con delincuentes comunes, intelectuales, curas obreros, homosexuales, mujeres y, en definitiva, con todo aquel que se alejase de esa España nacional-católica que trataba de imponer la dictadura. "Aunque cada vez sabemos más, aún queda bastante por investigar", cuenta. Muchos expedientes aún siguen, a día de hoy, repletos de tachaduras. Pese a los avances en materia memorialista, la "política archivística" continúa lastrada por los obstáculos de la Ley de Secretos Oficiales o la Ley de Patrimonio Histórico. Y los avances en materia memorialista parecen no haber llegado todavía a una "política archivística" lastrada por los obstáculos de la Ley de Secretos Oficiales o la Ley de Patrimonio Histórico.
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