Retratos de genocidas (V)
“Sus objetivos eran cargos de la República: desde un sindicalista hasta el jefe del Estado”
Loreto Urraca es la nieta de Pedro Urraca, el cazador de rojos para el régimen franquista
Ritama Muñoz-Rojas 29/09/2024
Loreto Urraca, nieta de Pedro Urraca, el cazador de rojos para el régimen franquista. / Fotografía cedida
Habían pasado muchos años desde el final de una guerra que terminó con los sublevados en el gobierno, y también hacía tiempo que se había acabado el régimen franquista cuya fecha de conclusión es oficialmente la de la muerte del dictador. Todo ese pasado negro, de represión, cárcel, silencio y miedo que representa el régimen franquista le cayó encima y de golpe a Loreto Urraca leyendo el periódico. “Aquel día”, como ella dice, fue una mañana de 2008 en la que cambió del todo la biografía de una mujer de algo más de cuarenta años. A partir de entonces se convirtió en la nieta de Pedro Urraca, el cazador de rojos, como Lluís Companys o Manuel Azaña. Pero, sobre todo, su decisión consistió en ser una activista comprometida con la memoria, la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas de la dictadura franquista y de otras parecidas en países latinoamericanos. Nuevamente, un familiar de un perpetrador que se entrega en cuerpo y alma a estudiar, investigar, intentar entender lo que está detrás de una mente genocida para reforzar el discurso de la verdad de las víctimas.
Quería empezar preguntándole si su compromiso con la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas del franquismo existía antes de saber quién fue su abuelo.
En mi juventud era más bien apolítica. Yo me crie con mi madre y mi abuela materna. En mi casa nunca se habló de la guerra ni de nada. Mi juventud coincidió con el segundo periodo de la transición, y yo me identificaba con todo lo que supusiera un avance social. Fue en aquella época cuando conocí a Pedro Urraca, mi abuelo; realmente, nunca hubo una auténtica empatía y tengo que añadir que le despreciaba, porque lo único que sabía de él era que fue un franquista que había trabajado toda su vida en la embajada española en Bruselas. Eso me lo contaba él, pero no me decía exactamente en qué consistía su trabajo. Yo pensaba que no era personal diplomático, porque esa gente rota por varios sitios. Lo único que tenía claro es que era un funcionario franquista y, como mucho, del Ministerio de Asuntos Exteriores. Nunca hubo nada agradable en nuestra relación; reconozco que yo me esforcé en mostrarle mi desprecio o indiferencia por su pasado. Por eso, ni le pregunté ni di muestras de interés por su vida, su historia.
Cuando él muere, en 1989, yo no tenía una posición política muy definida, aunque siempre estaba del lado del progresismo. Me interesé por la memoria histórica cuando se promulgó la primera ley, en 2007; pero era una más de tantas cosas que me interesaban. Y llega ese día, un día en el que leyendo un periódico descubro una historia que ya me concierne de verdad. Es ahí cuando decido ponerme a estudiar a fondo la historia de España, investigando y leyendo documentos.
Y llega ese día que dice usted, en el que leyendo un periódico se encuentra de frente a su abuelo, al cazador de rojos.
Exactamente. Mi abuelo había muerto en 1989, después de una larga enfermedad. Como he dicho, los pocos años en los que pudo haber una transmisión de memoria, fui yo la que lo rechacé, y él dejó de insistir. Me pidió incluso que le ayudara con sus memorias, porque entonces era ciego, y yo me opuse. Después de su muerte, me olvido de todo hasta ese día, en 2008, en que me encuentro con el artículo de El País, basado en una tesis doctoral, que desde el primer momento me llama la atención; se titulaba Pedro Urraca, el cazador de rojos. Y entonces voy leyendo una serie de barbaridades de un tal Pedro Urraca, mi abuelo, del que lo desconocía todo.
Háblenos de aquel encontronazo con Pedro Urraca.
Era un reportaje de dos páginas; me encuentro con su foto y este apellido. Eso impacta mucho. Me puse a leer con avidez, y las cosas que iba leyendo eran tan tremendas que costaba mucho creerlas. Primero, claro, la negación. Luego, mucha vergüenza, lo que sentí fue vergüenza y también la rabia de que me tocara llevar este apellido, que no es precisamente Pérez o García. Estaba descubriendo a mi abuelo en un lugar tan público como lo es un periódico.
¿Quién fue Pedro Urraca, el cazador de rojos?
Un policía, que es el primer dato que descubro en ese artículo. Nada de un diplomático, como parecía. Y cuando se restablecen las relaciones entre la España de Franco y Francia, le destinan a la embajada francesa con el cometido de localizar, vigilar y capturar a las máximas figuras de la República. Es decir, su objetivo no era todo el colectivo del exilio, él iba específicamente a buscar a cualquier persona que hubiera tenido un cargo relevante en la Segunda República; desde un sindicalista hasta el jefe del Estado, hasta el propio Azaña. Estamos hablando de los primeros años del franquismo; entre febrero del 39 y la invasión alemana de Francia. En esos primeros meses de guerra mundial, los políticos españoles republicanos están intentando resistir; pero también está la policía española, desde la embajada y en coordinación con la policía francesa, intentando impedir esa actividad. Hay entonces una vigilancia muy estricta hacia los cargos de partidos, diputados, ministros, a los que se tiene muy controlados. Cuando se produce la entrada de los alemanes, la colaboración de la policía española con la francesa y la alemana es muy estrecha para todo lo relativo a la detención de republicanos españoles.
Por lo que dice está claro que su abuelo colaboró con el Gobierno de Vichy.
Colaboró estrechísimamente, hasta el punto de que llega un momento en que Pedro Urraca tiene asignado a un policía francés que es el que hace las detenciones, pero las solicitudes las hace él como policía española.
Usted ha estado años investigando sobre la labor de su abuelo como cazador de rojos. Hablemos de su intervención en la detención y entrega al gobierno español de Lluís Companys, president de la Generalitat, y de otras personalidades republicanas.
La policía española es la que investiga y sigue la pisa de los republicanos españoles, para su posterior detención por parte de los alemanes
A Companys lo detienen igual que a otras personalidades del exilio, como a Julián Zugazagoitia o a Juan Cruz Salido. Es el verano de 1940, acaba de ser ocupada Francia, y en esa parte que queda bajo la administración alemana existe, fruto de acuerdos, una gran colaboración entre la policía alemana nazi y la policía franquista; la policía española es la que investiga y sigue la pisa de los republicanos españoles, para su posterior detención por parte de los alemanes. Eso es lo que ocurre con Companys; su caso no fue el único, aunque sí el más conocido. Pero hubo ministros, diputados, el propio Azaña, que fueron víctimas de esta colaboración nazi española.
Pedro Urraca no participó en el arresto de Companys; fue un grupo de militares alemanes los que le sacaron de su casa. Le trasladan a una prisión en París; ahí, Pedro Urraca es el que le toma declaración y, justo al día siguiente, se solicita el traslado de Companys a España; en ese viaje está todo el rato Pedro Urraca, trayecto que hasta Hendaya se hace con un coche militar alemán. Pedro Urraca llega con Companys a Madrid, y al día siguiente se entrevista con Serrano Suñer. Fue mi abuelo el que le hizo la famosa foto, su última foto, a petición de su mujer, una foto que, de alguna manera, era también una manera de lavarse las manos, en el sentido de que lo había entregado en buenas condiciones.
A Azaña no le cazó porque finalmente falleció por problemas cardíacos. Pero mientras estaba agonizando, Urraca formaba parte de la policía franquista que montó guardia en el hotel de Montauban en el que estaba refugiado.
Dentro de la jerarquía de las fuerzas armadas, ¿dónde se situaba Pedro Urraca?
Él era un policía de segundo rango. Llegó a comisario años después. Pero tenía un papel importante en el sentido de que era el encargado de Madrid para hacer detenciones en Francia. En ese momento de la Francia ocupada, es un agente de segunda, un policía de calle normal y corriente. Luego opta a una plaza de agregado policial en la embajada española de París y la gana, aunque sigue siendo un policía de segunda fila. Rápidamente empieza a buscarse colaboradores, incluso entre los propios exiliados, es decir, auténticos soplones. Y así, se va convirtiendo cada vez más en alguien importante o, por lo menos, necesario. De esta manera aguanta toda la guerra, y después de la guerra, le mandan a Bélgica exactamente con las mismas funciones, es decir, controlar a los opositores, hasta que se jubila. Lo que pasa, y esto es importante, es que cuando se traslada a Bélgica cambia de nombre y ésa ha sido la gran dificultad para los historiadores.
Cuando se traslada a Bélgica cambia de nombre y ésa ha sido la gran dificultad para los historiadores
¿Por qué cambió de nombre?
Pedro Urraca es un policía destacado en la embajada de Francia. Acaba la guerra en 1944, es acusado, juzgado y, en 1948, condenado a muerte en Francia por colaboración con el enemigo. A Pedro Urraca le condenan en rebeldía. Cuando el gobierno español decide trasladarle a la Embajada de Bélgica para que siguiera cazando rojos él está en busca y captura por todas las policías aliadas, incluida la belga, así que deciden cambiarle el nombre y, además, le dan inmunidad diplomática.
¿Cree que su padre conocía la actividad del suyo, de su abuelo?
Creo que no. Mi padre era el único hijo y se crio en Francia; llegó a España con dieciocho años, con la obligación de hacer la mili. Entonces, conoce a mi madre, se casan, pero es un matrimonio fallido. Mi padre se larga cuando yo tengo cuatro años, desaparece de mi vida y no vuelvo a tener más contacto con él hasta el día que cumplo dieciocho años. Ese día me llama desde Francia, me propone conocerme y, además, me propone que conozca también a sus padres, a mis abuelos, que acababan de regresar a España después de la jubilación de él. Ahí es cuando conozco a los tres.
Es lógico que una persona que trabaja en una embajada como policía secreta, vamos a ponerle ese nombre, no se lo va contando a su hijo para que luego él lo vaya contando en el colegio. Él debía de tener también un gran desconocimiento de la función exacta de mi abuelo. Mi padre nació en Francia, salió de Francia cuando tenía nueve años. Creo que le mantuvieron al margen y en la ignorancia de las funciones de su padre. Además, tampoco había una muy buena relación entre ellos, entre mi padre y los suyos. Al final lo que pasa es que mi padre sabe poco, mi madre, menos todavía. Ignorancia total. Lo único que yo sabía era que mi padre trabajaba en Francia y mis abuelos paternos estaban en Bruselas.
Decía usted hace unos años que se sentía sola en su situación de descendiente de un perpetrador franquista; ahora, poco a poco, están saliendo otros casos que se van sumando al movimiento de Historias Desobedientes.
Hasta el año 2018, que es cuando se publica mi novela –Entre Hienas– yo no conocía en España ningún caso parecido. En Francia, sí. Gracias a la promoción de la novela, un argentino que vive en Barcelona informa a Analía Kalinec [argentina, impulsora del movimiento Historias Desobedientes] y ella me escribe presentándose como la hija de un genocida que está cumpliendo cadena perpetua en Argentina; me habló de este colectivo y de que estaba presente en varios países.
Para mí, lo agradable de aquella sorpresa fue darme cuenta de que ya no estaba sola, que había otras personas en una situación, quizá peor, puesto que el vínculo familiar era mucho más estrecho y, además, habían existido lazos afectivos que en mi caso. Y hay otra gran diferencia entre lo que pasa en Argentina o Chile en donde los familiares están cumpliendo condena o huidos de la justicia, pero por lo menos acusados. En cambio, en España, todos han quedado impunes y con medallas.
¿Ha recibido críticas por su posicionamiento ante la figura de su abuelo?
Sí, claro. Me han dicho que los trapos sucios se guardan en casa, que los asuntos de familia no le incumben a nadie, que no se puede deshonrar de esa manera a la familia. Pero eso me reafirmaba más en que lo que estaba haciendo era lo correcto, porque me movía esa rabia de tener ese linaje, cuando yo estoy totalmente en contra de esa manera de pensar, de ese código de honor para la familia. Por eso fue importante encontrarme con un grupo de personas que estaban denunciando como yo. Así que me encontré con una familia. Como grupo, somos mucho más combativos.
En España, el movimiento de Desobedientes empieza con usted, pero, poco a poco se han ido sumando más personas.
Sí, en este momento somos como cuatro personas muy activas, pero hay más. Es muy difícil avanzar, tenemos que ir con mucha cautela. Solemos conocernos a través de las publicaciones o de alguna entrevista en un periódico o de un historiador que está investigando. Solo podemos acercarnos a los desobedientes cuando han hablado públicamente.
Una reparación por parte del Estado sería un reconocimiento de la condición de víctimas y de descendientes de víctimas
Por último, ¿qué importancia o qué peso tiene el movimiento de Desobedientes en un país como España, en el que la mayoría de los genocidas han desaparecido?
Es verdad que la cuestión de que seamos una generación diferente influye muchísimo. Hablamos de justicia, de verdad, de reparación, conceptos que son generales, pero en la práctica no es lo mismo tener a tu padre encerrado en la cárcel y protestar abiertamente cada vez que se pretende una reducción de su pena, como es el caso de Analía [Kalinec]. No es lo mismo tener al padre vivo y condenado y negarte a su excarcelación, que el caso de España, porque aquí ya están todos muertos, murieron impunes y ya no se les va a juzgar. La importancia de este movimiento es acercarnos a las reivindicaciones de los movimientos memorialistas. Para mí, una reparación por parte del Estado sería, por lo menos, un reconocimiento de la condición de víctimas y de descendientes de víctimas. Apoyamos todas las iniciativas de los movimientos memorialistas. Pedir justicia ahora para nuestros familiares no conduce a nada, es demasiado tarde; pero nuestra voz, que viene de esos núcleos familiares en los que se ha mantenido esa consigna de honor, de silencio, puede remover un poco la conciencia de la sociedad española. Aunque solo sea porque llama la atención, refuerza esas reivindicaciones. De cara a la sociedad es importante que se sepa que algunos de nosotros no estamos nada de acuerdo con la manera en que actuaron nuestros familiares.
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