divendres, 18 d’octubre del 2013

Gerda Taro: rubio destello en la sombra


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Gerda Taro - Ilustración de Raquel Villaécija
Gerda Taro – Ilustración de Raquel Villaécija
Calzaba paso de militar y sonrisa de carmín. Escudo firme, carcasa coqueta y vulnerable. Vestía el coraje de los que empuñan las armas y el miedo de los perseguidos, de los que miran el cañón de frente, sin pestañear. La niña judía de alma rebelde con el estigma siempre en señal de alerta. Fugitiva de lente revolucionaria y valiente. Click. Instantánea sincera, desnuda y vanguardista. Click. Heroína y mártir en tierra castellana. Click.
La mirada brillante de Gerda Taro, Rolleiflex inquieta recorriendo las trincheras de la España dividida, se veló en el cuarto oscuro de la guerra cuando sus crisálidas empezaban a convertirse en mariposas mecidas por el bálsamo mágico de las cubetas.
Pocas salieron del laboratorio —año y medio de negativos comprometidos, el destino enterró un futuro prometedor de papel baritado— pero fueron suficientes para colgar a su autora la insignia de la memoria eterna, para abrirle las puertas del panteón de las mujeres ilustres de la historia de la fotografía.
Rafael Alberti leía en sus ojos «el alborozo del peligro, la sonrisa de la juventud inmortal, dinámica, valiente, tal vez inconsciente, pero en cualquier caso decidida e irresistible». Al escritor la heroína judía le enseñó a manejarse con la química fotográfica, a revelar y ampliar el horror captado por la caja negra bélica.
Gerda Taro se llamaba en realidad Gerta Pohorylle. Gerta, o Gerda (nombre que adoptó tras unirse al joven húngaro André Friedmann, bautizado por ella como Robert Capa), era muchas cosas: alemana de origen polaco marcada con la estrella de David, resistencia y coraje, el alter ego del célebre fotógrafo: su amiga, compañera y mecenas, creadora de la marca que le dio fama, también fantasma a su sombra. Pero sobre todo fue una gran fotógrafa, una de las pioneras del fotoperiodismo, el objetivo femenino que mejor cubrió la guerra civil española y la primera profesional en caer en una contienda en acto de servicio.
Menuda de melena rubia, le gustaba fumar, ponerse tacones, colorear sus labios de color sangre, salir a bailar, divertirse, provocar. En el campo de combate se llenaba de barro y la niña coqueta y hedonista desaparecía tras los disparos de luz. Las reminiscencias de su infancia burguesa de modales exquisitos quedaban sepultadas por el aroma de la muerte que retrataba en las trincheras.
Nació en una familia acomodada y dinamitada por la explosión nazi. Sus hermanos huyeron allí «donde se perfila el curso sinuoso de un río, un recinto fortificado en el cual se elevan dos catedrales, tres palacios y un arsenal». Ellos se refugiaron en Moscú. Gerda eligió París. Llegó entre raíles, con el aliento de las SS acariciándole la melena. Tenía veinticuatro años. Antes nunca había disparado una cámara aunque, judía huidiza, conocía bien el olor de la metralla, los contornos de la guerra. En la ciudad gris se embriagaba con el humo rojo de las brasseries proscritas, ahí donde la intelectualidad del momento trataba de combatir la metástasis fascista. En el Dôme o en Chez Capoulade creció su pulsión contestataria. En este París aún se huele el disparo de su emulsión de poesía bélica.
Fue en la capital gala, entre las tinieblas de una Europa que empezaba a agonizar bajo el yugo alemán, donde conoció a André Friedmann. Su amor y su mentor, el que catapultó y a la vez eclipsó su talento. Él le enseñó a disparar. Ella le dio la marca que lo haría célebre. Bajo el copyright Robert Capa (después Capa-Taro) ambos cumplieron su sueño de bromuro de plata entre detonaciones de pólvora roja.
Taro se movía en el frente como una lagartija. Se acercaba a la realidad para contarla mejor, como hacen los grandes fotógrafos para que sus imágenes tengan alma. Espontánea, uno casi puede sentir el nervio previo a la batalla de sus mujeres milicianas o inhalar el perfume del acero caliente de las balas.
Sin embargo, como ocurre con otras muchas mujeres unidas a fotógrafos célebres, su objetivo quedó en un segundo plano, ensombrecido por el del húngaro, en parte porque Taro murió joven mientras que su socio y amante pudo seguir documentando los frentes de medio mundo. Según su biógrafa Irme Schaber, su lastre profesional fue ser mujer, guapa y novia de una firma con pantalones. Su precoz y trágico final hizo el resto.
Pero lo cierto es que las imágenes de la camarada caída destilan una poética superior. Sensibilidad fotográfica de primera línea, una metralla de lirismo. Un peldaño más en el tête à tête con las almas rotas de la retaguardia. El objetivo de Taro consoló miradas perdidas, acunó juegos infantiles entre barricadas, dio calor a los cuerpos acurrucados entre las mantas polvorientas de los campos de batalla y secó las lágrimas escondidas entre tanques. Según el poeta José Bergamín, Taro era «una cazadora de luz».
Documentó la guerra con un compromiso sincero. Público para Regards o Ce Soir sus mejores trabajos. Fue cuando la pupila se soltó por fin de la mano de su tutor y estrenó firma propia. Un logro en un campo, el de la fotografía de guerra, en el que la bandera femenina todavía ondeaba a media asta. Según relataba el militarAlfred Kantorowitz, le gustaba pasearse entre los soldados con tacones y ropa elegante porque decía que eso les reconfortaba.
Una de sus imágenes más conocidas se expuso hace unos meses en la Maison Europeénne de la Photographie de París. Una soldado agachada y subida a cañones de tacón apunta de perfil con su pistola. La foto es soberbia y acompañaba en el centro parisino a otra de Robert Capa. Juntos de nuevo sobre el muro, nadie podrá decir que la aprendiz no estaba a la altura del maestro. Sin embargo, y aunque ambos compartían copyright (Capa-Taro) muchas de sus fotos fueron adjudicadas injustamente a Robert y tras la muerte de Gerda la obra de su lente se fue apagando hasta casi caer en el olvido. Algunos teóricos incluso creen que la famosa foto del miliciano caído no la hizo él sino ella.
François Maspero, que perfiló el hipotético futuro de Taro si hubiera vivido y trató de dar luz a sus sombras, asegura en su biografía La sombra de una fotógrafa, editada por La Fábrica, que a Taro le correspondió «el peor de los destinos que puedan correr las sombras: el de no ser, siquiera, su propia sombra sino la de otros». Hasta que la alemana Irme Schaber publicó su obra sobre Taro en 1994, para encontrar una instantánea suya había que bucear en los archivos y rescatar pergaminos amarillentos en las hemerotecas de los diarios.
Brunete fue el último asalto de Gerda. El final de su historia. El veinticinco de julio de 1937 el caprichoso azar de la contienda truncó el dúo de lentes aguerridas. Murió arrollada por un tanque mientras huía del avance de los fusiles franquistas, cuatro días antes de soplar sus veintisiete primaveras. La niña judía a la que su hermano enseñó a burlar a los nazis, la joven que sobrevivió a un gélido París bajo la mirilla fascista, que enamoró y dio marca a Friedman (Capa) y conquistó un pequeño espacio dentro de la historia de la fotografía femenina, sucumbió bajo los hierros del carro de combate.
Murió al amanecer, entre sábanas blancas, inquieta por la suerte que habían corrido sus cámaras nuevas. Rafael Alberti trasladó su cuerpo a Madrid, mientras los aviones franquistas escupían fuego desde las alturas. Milicianos y militares, intelectuales y republicanos agradecidos velaron con honores de soldado a la heroína que había arriesgado su vida por la libertad del país.
Aquella iba a ser su última incursión. La noche anterior había anunciado que dejaba el frente y tenía previsto reencontrarse con Capa para volver juntos a París. Al poeta Louis Aragon le tocó el mal trago de darle la noticia al fotógrafo, que nunca se repuso de la pérdida de la que siempre describió como la mujer de su vida.
La capital francesa le organizó un entierro multitudinario, la veló como a una heroína. Hoy su cuerpo descansa en el cementerio de Pere-Lachaise, donde duerme también la leyenda de revolucionarios como Edith Piaf o deJim Morrison.
gerda taro. mujer miliciana barcelona. 1936
Mujer miliciana en barcelona, 1936 – Fotografía de Gerda Taro.