INVESTIGACIÓN

Dos notas caracterizan la mayor parte de los informes británicos sobre las Fuerzas Armadas de Franco desde 1945 a 1975: su incapacidad y su papel político. Subyace a ambas la noción de que en la postguerra mundial la dictadura no corrió el menor riesgo de una intervención militar exterior. Si en España había evolución esta debía hacerse por acuerdo entre los españoles. Ni que decir tiene que esto fue siempre totalmente inverosímil. España quedó abandonadita en su rincón hasta que los norteamericanos rescataron al régimen. Los británicos nunca se llamaron a engaño. Ya en febrero de 1951 el agregado militar brigadier A. Murray informó de que los estadounidenses pensaban mucho más en lo que podrían conseguir de España para sí mismos que en la contribución española a la defensa de Europa occidental.
Era lógico. Las Fuerzas Armadas no estaban en condiciones de hacer frente a una guerra moderna. Ni siquiera serían capaces de resistir en la frontera pirenaica ante un adversario decidido. Estaban totalmente anticuadas. Carecían de material moderno (el que había era obsoleto o desgastado) y sobre todo de apoyo aéreo en la intensidad adecuada. Tampoco existía un sistema de transporte que garantizara la movilidad necesaria. Las inversiones en modernizar la fuerza aérea con el previo sostén alemán la habían encajonado en un callejón sin salida. Los recursos escasos se habían malgastado totalmente. Esto lo reconoció ante el agregado aéreo, coronel A. C. P. Carter, el jefe de Estado Mayor del Ejército del Aire en fecha tan temprana como junio de 1946.
Un amplio informe de este mismo año, redactado por el brigadier W. Torr, que llevaba siete años en España, resumió las carencias humanas, organizativas y materiales. Ya habían dejado el Ejército los soldados de reemplazo que habían combatido en la guerra civil. Cabía pensar que ello lo haría más homogéneo. El problema lo planteaba la oficialidad. Una clase privilegiada, pluriempleada, corrupta hasta la médula. También existían oficiales honestos, eficientes y dedicados. En todo caso estaba plagada por los antiguos alféreces provisionales que habían decidido quedarse, faltos como estaban de empleos alternativos. Con el tiempo, añadamos, este último sería el colectivo que, estancado en general profesionalmente, se convertiría en un pilar esencial del régimen.
La idea de una abundante ayuda norteamericana deslumbró a muchos militares. En la percepción británica cualquiera que fuese su volumen una eficaz utilización no sería posible en tanto el nivel de formación no se elevase. Era imprescindible eliminar el pluriempleo y aumentar las retribuciones a oficiales y suboficiales.
Una vez que los norteamericanos lanzaron su salvavidas a la dictadura, los informes pasaron a analizar detenidamente el papel político de las FAS. En 1955 el embajador sir Ivo Mallet (de quien Castiella haría un encendido elogio en la presentación a las sumisas Cortes del Reino del “Libro Rojo” sobre Gibraltar el 20 de diciembre de 1965) reconoció que ya empezaban a divisarse los contornos de un Ejército potencialmente moderno.
La combinación y dosificación de influencias relativas por parte de la Iglesia, Falange y, posteriormente, los tecnócratas modernizadores terminarían convirtiéndose, con la de las Fuerzas Armadas, en la clave de bóveda de la dictadura. Mallet se hacía preguntas sobre lo que pudiera ocurrir cuando desembocara en una Monarquía, oficialmente ya proclamada. En aquel momento, pensó, serían los militares quienes constituirían el factor más importante y significativo. Mientras Franco siguiera con vida el Ejército se plegaría a sus deseos. Esta es una cantinela que se repitió en los veinte años siguientes.
En 1956 hubo notables incidentes en Madrid, resurgió la contestación obrera, apareció la estudiantil, tuvo lugar la retirada de Marruecos y las divergencias entre los diversos grupos políticos que apoyaban al régimen condujeron a una crisis. El papel del Ejército como guardián último de la estabilidad y del orden internos aumentó, si cabe, en importancia. Los británicos se hicieron eco de que las retribuciones habían mejorado y de que la mezcla de patriotismo, orgullo e insularidad favorecía el mantenimiento de una moral alta.
Esta última combinación también aflora en los informes hasta la mitad de los años sesenta y se comprende. Los españoles no habían estado presentes en los grandes conflictos del siglo, no habían colaborado activamente con otros Ejércitos desde la Guerra de la Independencia (cuya literatura y lecciones estaban muy presentes en la visión británica) pero eran soldados valientes. En la guerra de guerrillas lo habían demostrado suficientemente.
En febrero de 1957 se produjo un sustancial cambio de Gobierno. Había llegado la hora de los tecnócratas. En la embajada británica se celebró una reunión de todos los cónsules para discutir un tema esencial. ¿Qué pasaría si Franco fallecía sin nombrar sucesor? ¿Asumiría el Ejército el poder, al menos durante algún tiempo? ¿Seguirían los oficiales y suboficiales a los generales? ¿Reaccionarían los falangistas?
Los cónsules reconocieron que en el Ejército había cierto número de oficiales jóvenes de tendencia liberal. Deseaban que el país evolucionara hacia alguna forma de régimen constitucional, pero lo más probable es que permanecieran leales a sus mandos. Los suboficiales y la tropa se plegarían, aun cuando en esta última existían elementos izquierdistas. El Ejército se impondría fácilmente a Falange y también al resto de los españoles. El futuro era oscuro y la posibilidad de otra dictadura militar nada descartable.
En mayo de 1958 Franco hizo votar una nueva “Ley Fundamental” relativa a los “Principios del Movimiento”. Según los británicos, a muchos militares les dejó fríos. Sus carreras les importaban más que las esotéricas disquisiciones acerca de los fundamentos y modalidades de la pomposamente denominada “democracia orgánica”. En todo caso, las facciones falangistas no habían ganado la partida.
Tiene interés destacar la valoración general que del Ejército se hizo en 1959. Este fue el momento en el cual el régimen acometió la única operación estratégica de gran calado que más contribuiría a su desahogada continuación. También generó el mito de que Franco fue el gran modernizador de España, un regeneracionista après la lettre.
El agregado de defensa brigadier P. H. Graves-Morris subrayó que, si bien en el Ejército subsistía, como era lógico, una amplia gama de opiniones, en su totalidad era leal a Franco en primer lugar y en segundo término a sí mismo. Se autoconsideraba como el factor primordial que aseguraba la paz en el interior. Si bien confiaba en que ya no tuviera que desempeñar un papel político activo de primer orden, lo que le interesaba era la estabilidad y unidad del país. Y si estas no quedaban aseguradas podría intervenir.
Lo que tardó en cambiar, y en realidad no cambió nunca, fue la escasa apreciación de las Fuerzas Armadas como elemento significativo en una guerra moderna. En febrero de 1961 el nuevo embajador en Madrid, sir George Labouchere, apoyó la valoración de Graves-Morris. No disponían de equipamiento moderno. No habían mejorado sustancialmente su nivel de entrenamiento y formación. A lo más que aspiraba el alto mando era a poder derrotar al ejército marroquí si estallaba una crisis entre los dos países. A la vez se mostraba inquieto ante la posibilidad de que Marruecos pudiera obtener ayuda exterior en carros de asalto y aviación. Los despliegues en Ceuta y Melilla recordaban a los de la frontera británica del Noroeste de la India de principios de siglo. Todo ello era puramente teórico dado que nada hacía predecir una confrontación armada en el Norte de África.
Las reformas introducidas por el ministro del Ejército teniente general Barroso recibieron una buena valoración en 1962. Reforzaban el papel interno de cara a mantener la seguridad y desarrollar los sentimientos patrióticos en una parte de la juventud. Llamó la atención que se permitiera a los reclutas hacer uso de armas con fuego real durante la instrucción antes de que se les pudiera considerar capaces de utilizarlas adecuadamente.
A mitad de los años sesenta, en pleno proceso de apertura al exterior y de crecimiento económico, la embajada en Madrid consideró que
“El Ejército español no está en condiciones de abordar operaciones prolongadas. Es capaz de defender las fronteras y posesiones pero necesitaría un apoyo considerable, también de naturaleza logística, para cualquier operación de cierta envergadura. El entrenamiento al nivel inferior de sus formaciones móviles es aceptable. Su equipamiento, sobre todo en carros y blindados y sus sistemas de telecomunicaciones y el armamento anti-aéreo y anti-carros son totalmente obsoletos en comparación con las fuerzas de la OTAN. Carece de una base sólida de especialistas, que los reservistas no podrían subsanar. Los métodos de instrucción, aunque han mejorado algo, siguen siendo muy inferiores a los del resto de Europa. El cuerpo de oficiales sigue estando muy inflado y el extraño fenómeno del pluriempleo continúa haciendo estragos…”
Salvo por algunas mejoras puntuales y organizativas esta sería la cantilena que siempre reflejó la valoración británica del Ejército de Franco.
(Continuará)