Los socialistas españoles. Ahí es donde muchos encuentran muchas de las mejores razones del fracaso de la primera verdadera democracia española. En la división de los dirigentes del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), aquella que impidió que se formara un verdadero gobierno fuerte y decidido entorno al más grande representante político, ojo, político, del movimiento obrero, de los movimientos sociales que venían sacudiendo el árbol eterno de lo español, aquella que acabó por colocar a buena parte de la pequeña franja de las clases medias del lado de los aterrados defensores del orden establecido desde siglos, desde milenios, aquella profunda fractura entre los socialistas españoles, entre reformistas y revolucionarios, que se dejó llevar por la torpe locura de un ala izquierdista bolchevique y por tanto demagógica.
Pero empecemos desde el principio. Mejor dicho, por el final, pues aquí de lo que se trata es de explicar lo que fue la Segunda República cuando la República ya era pasto de un conflicto civil y cuando no fue más que memoria y exilio durante la dictadura franquista… hasta la reconciliación consensuada en los años 70 de aquel siglo XX chiripitifláutico.
España en el año 36
Principios de 1936. España es un país con un grado de movilización política descomunal en el que el caciquismo propio de los tiempos inmediatamente anteriores carece de su eficacia perturbadora; un país con una enorme y agudísima diferencia entre sus grupos, sus clases sociales, una distancia que se vive con una gran carga de tensiones que no bebe precisamente de las favorables aguas de la coyuntura económica mundial, crítica a unos niveles insondables, un país a cuyas masas más desfavorecidas y mejor organizadas se las ha prometido el oro y el moro sin que ni los más progresistas mostraran eficacia alguna ni los más conservadores dieran pruebas de su intención de aligerar la brecha social; un país que acaba de sufrir hace quince meses una doble insurrección, obrerista y nacionalista catalana, con su correlato de acción-reacción plasmado en una inequívoca represión de visos antiguos y bestial.
Un país cada vez más bifurcado donde a un lado se van acumulando los soñadores de la libertad revolucionaria y al otro, frente a su némesis, se concilian aquellos que temen la explosión subversiva de los organizados obreros conscientes. ¿Y en medio? Cada vez más, menos miembros de la sociedad española, cada vez menos defensores de la moderación, del centro político que equilibre los deseos de los oponentes.
Febrero de 1936. Comicios parlamentarios. Tu periplo electoral más duradero, más retorcido, España, que no acabará hasta que en mayo se repitan las elecciones en Cuenca y Granada. Una campaña electoral infectada por una polarización poco exquisita entre los extremos de las propuestas radicalmente opuestas de las candidaturas más numerosas. Pero para muchos analistas, lo peor vino después, tras los comicios, cuando, como afirma el historiador Luis Íñigo, “los españoles se verían atrapados en una espiral de fanatismo político que para muchos observadores no podía ser sino la antesala de una nueva y funesta guerra civil”.
Rotunda fue la victoria del Frente Popular, en escaños, que no en votos, cosas de aquella ley electoral, mayoritaria y magnificadora, aunque fue la coalición de partidos políticos católicos y de derechas Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) nuevamente, como en 1933 (el año de su fundación), el partido más votado: sus más del 23% de los sufragios superaban con mucho a los 16,4% del PSOE, el segundo con más votos. Un PSOE que, como principal integrante de la alianza electoral de las izquierdas frentepopulistas, participará de la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados: 278 escaños para el Frente Popular de un total de 473.
En líneas generales, si uno analiza aquellos resultados electorales, las candidaturas frentepopulistas vencieron donde se daba una mayor urbanización o donde había abundancia de proletarios, de aquellos del mundo, uníos, industriales o agrarios; en tanto que los políticos de la derecha más temerosa ante el auge de la organización de los desprotegidos ganaron para sí las provincias en las que lo habitual era la pequeña propiedad de la tierra. En cualquier caso, el éxito electoral de la alianza izquierdista capitaneada por los socialistas, que incluía además a las templadas Izquierda Republicana de Manuel Azaña y Unión Republicana de Diego Martínez Barrio, al Partido Comunista de España (PCE), al Partido Sindicalista (semi o anarquista), al ¿trostskista? Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) y al nacionalista gallego de centro Partido Galeguista, aupaba al Gobierno a quienes dijeron promover una política reformista similar a la que la Conjunción republicano-socialista había llevado a cabo, o intentado hacerlo, durante el Primer Bienio de la República, entre los años 31 y 33.
Paciencia. Es la palabra de aquellos primeros meses tras la victoria frentepopulista, tras el establecimiento del ejecutivo presidido por Azaña y formado sin líderes obreristas aunque sí por izquierdistas de la burguesía más solidaria, republicanos pata negra que iban a finalizar la implantación del reformismo del Primer Bienio roto por los conservadores que gobernaban desde finales del 33.
Tranquilidad. Es la palabra que Azaña y sus ministros republicanos de izquierda más han de manejar desde aquellos días de febrero inmediatos a la primera vuelta de las elecciones que les han llevado precipitadamente al poder, sin esperar a la composición definitiva de la cámara: 19 de febrero, apenas tres días después de la celebración de la primera vuelta. Amnistía y golpe de Estado¸ las palabras más gastadas por los más radicales a uno y otro lado de la cordura, del justo medio imposible.
19 de febrero-1 de marzo. A toda mecha. Azaña y su (ya cuarto) gabinete, casi compuesto en su totalidad por ministros de su partido, diez, y por sólo otros tres, dos de ellos de Unión Republicana y uno independiente, sin que se constituyan las nuevas Cortes, eso sí, aprueban una amplia amnistía para los delitos políticos y sociales cometidos tras las elecciones del 33 que lleva de nuevo a las calles a 30 mil detenidos; devuelven a sus cargos electos a los concejales destituidos tras lo de Octubre (del 34, claro); autorizan al Parlamento de Cataluña a que recupere sus competencias estatutarias autonómicas; y obligan a los empresarios a readmitir y a recompensarles en su salario a los trabajadores despedidos tras lo de 1934. Demasiado Octubre, todas esas medidas tienen que ver con la abortada y reprimida revolución del mes de octubre del año 34: el peso de aquellos acontecimientos y de sus consecuencias inmediatas en la historia de los españoles no acabará aquí.
Reforma agraria exprés que dará tierras a 115 mil campesinos sin ellas, estatutos de autonomía vasco y gallego en marcha; regreso al escenario de lo importante de la enseñanza pública laica, a la que se dota de más edificios y maestros; especial atención a los militares más conspicuamente opuestos al régimen republicano reformista, donde atención quiere decir vigilancia… La República parece dueña de su destino. Parece.
La violencia de marcado calado sociopolítico va en aumento. La política gubernamental no es lo suficientemente vigorosa, ágil y rápida como para contener a los impacientes que parecen incapaces de abandonar su impronta revolucionaria alimentada por el miedo a los temerosos, alimentada por la desconfianza que los más radicales obreristas tenían en los desconfiados defensores del orden tradicional, de la propiedad tradicional, de la brecha social tradicional. No obstante, sigue habiendo una brecha historiográfica, interpretativa, analítica, entre los historiadores que estudian estos meses del año 36 previos a la guerra, pues si un grupo habla de primavera trágica para tratar el tobogán violento que desembocará en una sublevación militar que usará como excusa ese clima de extrema agresividad insoportable, otro grupo afirmará, como hace el historiador Ángel Luis López Villaverde, por ejemplo, que “el clima de tensión vivido durante la primavera de 1936 no implicaba ni una ruptura inevitable ni una República débil”. En cualquier caso, lo implicara o no, se dio, la ruptura, y de paso una guerra, una guerra civil.
Llegamos al 7 de abril. El conservador bien que republicano Niceto Alcalá-Zamora es destituido por las Cortes tras ser acusado de un acto inconstitucional muy menor y de hecho favorable a las izquierdas en el gobierno: disolver, para ir a elecciones, por segunda vez las propias Cortes. En mayo, Azaña le sucede como presidente de la República tras ser elegido por la mayoría que sigue siendo en la cámara el Frente Popular que continúa encabezando. Malas noticias ahora que sabemos en qué fue a dar todo: sin la figura aglutinadora de Azaña en el foco de las verdaderas decisiones políticas, la plasmación del acuerdo frentepopulista se veía abocado a un callejón sin salida del que muchos analistas han creído que el único o al menos el más capacitado para sacarle a la Segunda República era el socialista moderado Indalecio Prieto, verdadera encarnación del objetico reformista que había estado en el pacto de la coalición gobernante.
Y es ahora que se necesita un nuevo jefe de Gobierno cuando el político vasco entra decididamente en escena, justo en el momento en el que se ha de elegir un sustituto a Azaña al frente del Consejo de Ministros. Pero el veto le llega a Prieto desde su propio partido, pues el grupo parlamentario del PSOE en las Cortes hace valer esa mayoría de izquierdistas comunistas sin PCE liderada por el líder sindicalista Francisco Largo Caballero, contraria a la perpetuación del dominio burgués y amiga de los ejercicios no sólo verbales de carácter peligrosamente insurreccionales, revolucionarios, y le retira su apoyo para una posible investidura o nombramiento presidencial.
Seguimos en mayo. El azañista galleguista Santiago Casares Quiroga obtiene la mayoría necesaria en las Cortes el día 19 para encabezar el Gobierno. Y saltamos a julio. Pero antes, no olvidemos que existe un triple frente antirrevolucionario, antirepublicano podríamos decir, pues para muchos la República no deja de asociarse al temido pozo de la insurrección de los desfavorecidos, cada vez menos débiles. Un frente que vive como células durmientes desde casi los albores republicanos en el año 31 pero que va creciendo, aunque sin unirse, lentamente. Creciendo hasta que en estos meses del año 36 acabarán confluyendo sus tres vertientes, la meramente política, la militar y la eclesiástica. Y, en estas, los acontecimientos se precipitan y hacen que haya mucha Historia, demasiada en los días de julio en que los conspiradores dejan de serlo y pasan a ser sublevados, rebeldes, alzados.
Julio de 1936. José del Castillo Sáenz de Tejada, José Calvo Sotelo. Teniente de la Guardia de Asalto el primero. Político, diputado derechista, el otro. Perteneciente a la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA) e instructor de las milicias de las Juventudes Socialistas Del Castillo. Ex ministro de la dictadura de Primo de Rivera, Calvo Sotelo, asimismo fundador del ultraconservador y monárquico partido Renovación Española (íntimamente ligado a la asociación derechista, y golpista, Unión Militar Española, UME) y líder de la ultraderechista coalición Bloque Nacional, integrada para las elecciones de febrero en el Frente Nacional (creado para enfrentar al Frente Popular). El 12 julio es asesinado el primero. Al día siguiente, el segundo. Esto último es el precipitante, el detonante de algo que para unos es inevitable y para otros sencillamente inoportuno, la aceleración de los preparativos del golpe que se viene preparando contra la República, contra la misma idea de la República y contra quienes más sostienen a la República aunque en realidad lo que están haciendo es socavarla con su impaciencia y su gimnasia revolucionaria. Y luego, claro, una guerra, la Guerra Civil por antonomasia.
Días 17 y 18. El ejército del protectorado Marruecos se subleva el 17 y el 18 hacen lo propio numerosas unidades en el resto del país. La verdadera República, la que reposa en el pacto entre socialistas y republicanos de izquierdas, la del 14 de abril del 31 y la de la Constitución de ese año, dejará casi de inmediato de existir. Lo que viene a partir de ahora es la historia de la Segunda República española cuando ya había dejado, en puridad, de serlo.
La Guerra Civil española: 1936-1939
Comenzamos. Es sabido que la insurrección de un sector muy numeroso del Ejército contra las instituciones republicanas, contra la autoridad constitucional en ejercicio, devino en fracaso, pero no en descalabro. Y claro, sin hacer valer el golpe de Estado —apoyado por una nada despreciable red social compuesta de monárquicos, no sólo carlistas, de parafascistas y de muchos animosos votantes de la CEDA, por ejemplo—, lo que era una sublevación acabó en dar en una guerra civil al encontrar la decidida resistencia de lo que los rebeldes habían dejado del Estado al golpearlo, el alma revolucionaria intacta de los obreristas donde se posarían las voluntades de los verdaderos defensores de lo que podría haber sido la República de abril.
Demos un salto de casi tres años. Las instituciones republicanas, los principios ideológicos, políticos, morales inscritos en el espíritu de lo que suponía la Constitución de 1931, la poco consensuada Constitución republicana, fueron derrotados por completo en el año 39, cuando los rebeldes alzados contra las autoridades frentepopulistas que gobernaban la Segunda República española obtuvieron la victoria final dirigidos por el general Francisco Franco, convertido en dictador por sus propios conmilitones al otorgarle todo el poder en los primeros meses del conflicto. ¿Y por qué perdió la República la Guerra Civil española? Esa pregunta es mejor sustituirla por otra más sencilla para los historiadores: ¿cómo perdió la República la Guerra Civil española? Quizás respondiendo a la segunda de las cuestiones hallemos las razones que expliquen las causas con las que responder a la primera. Y a ello vamos.
Probablemente el Gobierno de la República (de haber existido realmente como tal) contara con alguna ventaja de partida en aquella guerra que comenzó en julio del 36 con la mitad del territorio y la mitad de los españoles y la mitad de los militares del Ejército (de Tierra) en cada bando: si en las ciudades más importantes ―Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao― no triunfaron los rebeldes, ni las áreas con más industrias cayeron de su lado, como tampoco las reservas de oro del Banco de España o casi ninguno de los aviadores militares ni de los marinos de guerra, lo cierto y más significativo ya desde las primeras semanas es que, mientras los países democráticos corrieron a proclamar su neutralidad, las nazifascistas Alemania e Italia se convirtieron enseguida en el principal sostén de los alzados liderados desde pronto por Franco, que contaban además a su favor con las mejores tropas, las del Ejército de África, y, lo más importante de todo, hay que constatar que el principal palo en la rueda republicana fue que el Estado republicano se había desmoronado en el momento en que el golpe militar provocó la revolución que dejó a las autoridades constitucionales desnudas.
Casares Quiroga dimite en aquellos turbulentas horas del golpe de Estado y Martínez Barrio (que había sido interinamente presidente de la República entre la dimisión de Alcalá-Zamora y la proclamación de Azaña) recibe el encargo de Azaña de buscar un gabinete que detenga la sangría que se avecina aglutinando algo así como un Gobierno de Salvación Nacional, pero al no conseguirlo, el líder de Unión Republicana dimite y un azañista-azañista, José Giral, accede a la petición del presidente de la República y se pone al frente del Gobierno, o de lo que quede de él en aquellas circunstancias confusas y de abismo.
Estamos en julio aún y durante los próximos meses la verdadera autoridad en el territorio republicano será más bien la de los caóticos comités revolucionarios que se expandirán por la zona resistente a los golpistas actuando como expropiadores, colectivizadores y represores de los que pronto fueron tenidos por enemigos de clase, los señoritos de derechas y los curas, principalmente. La palabra del momento en la zona republicana fue antifsacistas.
Frente a los restos de la República surgía un Nuevo Estado acaudillado por Franco decidido a ganar la guerra y derrotar al liberalismo parlamentario y por supuesto a la revolución provocada por los propios sublevados. Los republicanos, en realidad los frentepopulistas, necesitaban dirimir la dicotomía entre revolución y victoria militar, de tal manera que, para intentar unificar las dos tendencias que estaban suicidando a la República, a principios de septiembre, Azaña le encarga formar gobierno a Largo Caballero, procurando que en la figura del llamado Lenin español se escenificara la necesaria autoridad que pudiera unir a todos los partidos y sindicatos contrarios al golpe militar. Pronto llegarán la organización más coordinada (tan poco demasiado, no lo suficiente) del Ejército de la República, las Brigadas Internacionales, la ayuda de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Una colaboración, la soviética, que, además del acceso de los rusos y su imperio bolchevique al famoso oro del Banco de España, se tradujo sobre todo en la excesiva influencia política de los hombres de Stalin. El objetivo parecía cada vez más ya uno: ganar la guerra, derrotar a las tropas franquistas.
Pero, detengámonos un instante con una pequeña foto. En dos días infaustos, el 22 y el 23 del mes de agosto de aquel año 36, milicianos contrarios a los rebeldes asesinan, en la cárcel Modelo de Madrid, a unos 30 presos, militares y políticos, entre ellos al prestigioso dirigente conservador Melquíades Álvarez. Desde el mismísimo comienzo del conflicto, la represión en la zona republicana tiene su correlato en el territorio rebelde, donde había dado comienzo el mismo día 17 de julio.
Y otra foto con el mismo (desagradable) argumento: cuando el 7 de noviembre de 1936 se puede dar por comenzada la denominada batalla de Madrid y Valencia pasa a ser la capital de la República por cuanto en ella reside el Gobierno, se inician las llamadas matanzas de Paracuellos, los asesinatos masivos llevados a cabo cuando se producían los apresurados traslados de presos desde diversas cárceles madrileñas, durante el asedio rebelde de la ciudad. Los municipios madrileños de Paracuellos de Jarama y Torrejón de Ardoz fueron el escenario de estas matanzas perpetradas ante el descontrol de los responsables de la Junta de Defensa de Madrid, las más sanguinarias de cuantas acontezcan en territorio progubernamental.
Sí, hablemos de la represión en los territorios republicanos durante la Guerra Civil. De esa represión se suele decir que fue fundamentalmente espontánea, llevada a cabo por indocumentados sin control, en su mayoría anarquistas. Pues bien, cada vez es más reconocido que en la zona leal no sólo hubo represión espontánea y que no era extraño que quienes la llevaran a cabo o la consintieran sin reparos tuvieran nombre y apellidos, y cierto prestigio incluso, y, por supuesto, no fueran mayoritariamente seguidores de los principios del anarquismo. Sí tiene más peso el reconocimiento de que aquella represión republicana estalló con vigor en el sangriento verano del 36 y se redujo notablemente, sin desaparecer, seis meses después de la sublevación. Y, evidentemente, cesó en cada lugar cuando las tropas franquistas entraban tras su incontenible proceso de conquista. Cesó para siempre. Mejor, se permutó por la de los recién llegados y por la de los quintacolumnistas o simples ex sufridores que en muchos casos volvían ahora las tornas hacia donde su odio les dictaba.
La represión física perpetrada en el bando republicano, que suele estimarse en unos 50.000 seres humanos ajusticiados o asesinados, fue fruto de la propia revolución social provocada por el desbaratamiento del Estado traído por la sublevación de julio de 1936. Pero ese descontrol especialmente inicial se extendió a lo largo de todo el conflicto si bien institucionalizado, pese a los esfuerzos de los distintos gobiernos encabezados pronto por los socialistas, escindidos ellos mismos entre la tendencia demócrata pero poco y la revolucionaria intransigente, y formados además no sólo por anarquistas o por republicanos más o menos radicales sino también por comunistas.
Y ahora, tratado el espinoso asunto de la represión… Vayamos hasta 1937. No todos los que se enfrentaban a los sublevados estaban convencidos de que fuera lo mejor conseguir la unidad del mando a costa de ignorar la revolución. Y llegaron los sucesos de mayo. De mayo del año 37. En buena parte de España, si bien principalmente en la ciudad de Barcelona hubo la primera de las guerras civiles dentro de la Guerra Civil, que enfrentó esencialmente a los comunistas, apoyados por muchos de los socialistas no caballeristas y por los republicanos pata negra, con los anarquistas y los miembros del POUM. La considerada por los comunistas tibia actitud de Largo Caballero en su victoria frente a anarquistas y trotskistas fue la tumba política del sindicalista socialista, pues los hombres de Stalin maquinaron su sustitución, lo que lograron del presidente Azaña, que, a mediados de ese mes de mayo, encargó nuevo gabinete al socialista moderado Juan Negrín, partidario de dejar la revolución para cualquier otro momento mejor, y en cualquier caso posterior, y de ponerse como objetivo la unidad decidida en la lucha organizada contra quienes ya estaban ganando demasiado la guerra. De inmediato, salen del gabinete los ministros anarquistas y la acción del ejecutivo se encamina hacia la preeminencia de las opiniones de los dirigentes comunistas.
Ganar la guerra. Para eso hacía falta un Ejército de verdad, algo en lo que trabajó el Gobierno de Negrín, con el socialista Indalecio Prieto al frente del Ministerio de Defensa Nacional y el todavía coronel Vicente Rojo como jefe del Estado Mayor. Acabar con los experimentos colectivistas de los anarquistas y los trotskistas, reducir el potencial autonómico del Gobierno catalán (perdida Euskadi y por tanto inerte el Gobierno autonómico vasco) e incrementar la represión interna y escarmentar la disidencia anticomunista contraria a la unidad de mando cada vez más eficiente y cada vez menos generalista fueron objetivos de ese ejecutivo negrinista, pero además hacía falta algo esencial: acabar con la hipócrita política de no intervención que las democracias sobre todo europeas aplicaban al conflicto y que reducían en realidad al republicanismo constitucionalista a límites de dudosa capacidad combativa. De tal manera que la diplomacia de Negrín buscó asociar en los foros internacionales a la República española, en guerra contra el nazifascismo, con la palabra democracia, y el mismo presidente del Gobierno no dudó en presentar un ámbito de negociación que se hará público en abril de 1938 por medio de los conocidos Trece Puntos de Negrín, en puridad llamados “13 puntos para la victoria”, un programa político que alinea a la República en armas con las democracias occidentales y trata de distinguirla en la medida de lo posible de los deseos y la razón de ser de la URSS, e intenta, por último, lograr apoyos internacionales y, especialmente, finalizar la Guerra Civil mediante una paz negociada; un documento que no conseguiría ni lo uno ni lo otro, si acaso un taxativo rechazo del mismísimo Franco.
Hemos llegado a 1938, pero antes de que la guerra se acabe es necesario repasar cómo, en el ámbito estrictamente militar, se ha llegado hasta aquí. Hablemos de combates. Retrocedamos levemente a julio del año 36.
A medida que pasaban los días, el país iba quedando fracturado en dos zonas bajo el control de cada uno de los dos bandos. El éxito o el fracaso de la rebelión era lo que medía la asignación territorial a una o a otra zona. Ni el Gobierno reconstituido a trompicones ni los sediciosos habían resultado vencedores en ese primer asalto. Nadie dominaba a finales de julio de 1936 el país. Se avecinaba una guerra de duración impredecible dada la situación de cada contendiente.
Las operaciones militares de la Guerra Civil atravesaron tres fases. La primera de ellas estuvo marcada por el fracasado asalto de los sublevados a Madrid y comenzó a principios de agosto de 1936 con el decisivo paso del estrecho de Gibraltar de las tropas del Ejército radicado en el protectorado marroquí y mandadas por Franco. Esta primigenia fase del conflicto estuvo protagonizada por la dedicación extrema de los rebeldes a obtener el centro neurálgico del Estado, la capital, la ciudad de Madrid. El asedio de Madrid a cargo de los insurrectos, la llamada batalla de Madrid, se pretendió llevar a término con un ataque por el norte y otro por el sur, tuvo un mes muy especial, el de noviembre de 1936 y, si bien duró hasta el final de la guerra, hasta marzo de 1939, es en aquel mes del 36 cuando se produjeron las principales acciones de ataque y defensa de uno y otro bando. Los sublevados del norte y los del sur habían logrado enlazar ya en el mes de agosto a lo largo de la frontera con Portugal, luego del avance sobre Andalucía y la provincia extremeña de Badajoz de las tropas de Franco, las fuerzas de África, que contaban ya con las primeras ayudas alemanas e italianas. Por su parte, en el norte ocupaban la ciudad guipuzcoana de Irún a principios de septiembre y cortaban así la otra frontera, la francesa. Franco lidera a los sublevados desde que, a finales de julio y principios de agosto del fatídico año 1936, el jefe de las fuerzas armadas norteafricanas consiguió hacerlas cruzar el estrecho de Gibraltar tras lograr que la Alemania nazi y la Italia fascista vendan a los rebeldes los aviones necesarios para su traslado a Andalucía y llevar así a cabo subrepticiamente, para no romper la llamada no intervención internacional, el primer puente aéreo militar de la historia. Franco no dudó en solicitar a las potencias que unos meses más tarde crearían el Eje Roma-Berlín su ayuda interesada, algo que hizo presentándose a sí mismo como el líder de los sublevados, una jefatura autoasumida y de la que general no tuvo dudas.
La segunda fase es la que tiene su epicentro en la campaña del Norte. En junio de 1937 Vizcaya pasaba a poder de los ejércitos de Franco y con ella lo que quedaba de Euskadi, en agosto Cantabria hacía lo propio y en octubre dichas tropas tomaban los territorios que les faltaban en Asturias y cerraban así la llamada campaña del Norte, donde nuevamente se demostraban dos cosas: que la unidad de mando y la mayor profesionalización militar de los sublevados, así como la capacidad de estos de atraerse a sus aliados naturales, la Italia fascista mussoliniana y la Alemania nazi hitleriana, y de mantener la aberración de la neutralista no intervención de las demás potencias estaban resultando decisivas a la hora de imponerse en una guerra en la que la república en armas apenas contaba con ayuda exterior, más cara política que económicamente (la soviética), y era asimismo incapaz de estructurar debidamente por más que lo intentara una organización castrense profesional en todos sus rangos. Tras la ocupación franquista del norte peninsular, la situación bélica fue cada vez más favorable a los enemigos del régimen republicano.
La tercera y última fase militar de la Guerra Civil española es la definitiva y tiene a la batalla del Ebro como combate señero y la debacle republicana como colofón. 1938 es el año decisivo de la Guerra Civil: en enero se forma el primer Gobierno de cuantos habría de presidir Franco a lo largo de su dictadura de décadas; y en julio da comienzo la batalla determinante, la del Ebro, largo y cruel combate que finalizará en noviembre con la derrota del Ejército republicano en la que fue su última y más decidida ofensiva para obtener un triunfo que se le escapaba irremediablemente ante el continuo avance de los soldados franquistas. Esa victoria de los sublevados supuso la destrucción casi definitiva del enemigo y despejó su avance hacia Cataluña, de manera que a finales de enero de 1939 los ejércitos de Franco llegaron a Barcelona, camino de la frontera con Francia, poco antes de proceder a la ocupación de los pasos gerundenses hacia el país vecino. A los defensores de la República sólo les quedaban escasos territorios en el centro de la Península y en el sur, de tal manera que la ofensiva franquista de los meses de febrero y marzo de aquel año 39 es un avance hacia el final del conflicto, decidido y certero.
Regresemos a los avatares de la República en armas, detengámonos en marzo de 1939. En los primeros días de ese mes se da la segunda guerra civil dentro de la Guerra Civil, se crea en Madrid el autodenominado Consejo Nacional de Defensa (un ejecutivo presidido por el general José Miaja, y del que formaban parte ocho consejeros, el coronel Segismundo Casado en Defensa y el dirigente socialista Julián Besteiro en Estado como miembros más destacados, junto al también socialista Wenceslao Carrillo en Gobernación) que es el resultado de la desesperada alianza de militares anticomunistas y políticos socialistas, anarquistas y republicanos, a la cabeza del cual está el jefe del Ejército del Centro, el citado coronel Segismundo Casado, que destituye a Negrín como medida previa para negociar una paz honrosa con Franco. Hay combates en Madrid, Negrín parte hacia el exilio, la sublevación vence tras siete días de lucha pero no logra la paz, no habrá acuerdo de paz.
Lo que hay es rendición y Victoria con mayúscula. Lo que hay es el triunfo de los valores diametralmente opuestos a aquellos que habían inspirado las jornadas de alegría colectiva de abril de 1931, el triunfo de la autocracia personalista ultraconservadora, antiliberal y antidemocrática, revanchista y represiva. Los franquistas entran el 28 de marzo en Madrid y tres días después toda España está en manos de Franco. Es evidente que sin la ayuda de la Italia fascista de Mussolini y la Alemania nacionalsocialista de Hitler, los sublevados no podrían haber ganado la guerra. El 1 de abril de 1939 el conflicto fratricida termina con la victoria de los rebeldes de julio de 1936, es la derrota total del orden constitucional republicano y del intento de establecimiento de la verdadera democracia. De resultas de ello se implantará un régimen dictatorial unipersonal con la figura de Franco como cabeza directora y visible. España es a partir de aquella primavera del año 1939 un país de vencedores y vencidos en el que nada queda de la Segunda República.
Y al final, la República exiliada
¿Desapareció la República tras su incontestable derrota en la Guerra Civil? Sí y no. Y me explico.
Sí, claro que desapareció, el régimen republicano desde luego, pues fue sustituido por la dictadura unipersonal del general Franco, que exterminó cualquier atisbo de su simbología y de su realidad política y de sus deseos sociales. Que llegara a su fin el periodo al que llamamos Segunda República española podría ser más discutible, porque el espíritu de los días de abril no feneció en abril del 36, de hecho hay aún quienes lo mantienen vivo, en sus conciencias y en la memoria histórica de muchos, y porque además las maneras e incluso las instituciones republicanas siguieron vivas si bien lejos del país de donde fueron barridas, expulsadas, diezmadas, abolidas. Por lo tanto, no, no desapareció.
No es de extrañar que algunos de quienes han estudiado la Segunda República, como el ya mencionado Luis Íñigo, hayan dejado dicho que “el final de la guerra no fue el final de la República”. Hubo una República en el exilio, un régimen republicano que de alguna manera se mantuvo en pie buscando un hueco en una sociedad internacional que le dio más aún de lado de lo que ya le había dado cuando la guerra y el Gobierno republicano eran una realidad. Y hubo derrotados que hubieron de huir de la derrota, la mayoría de ellos refugiados en Francia, republicanos sin República, presuntos refugiados internados inicialmente en campos donde mal vivieron en penosas condiciones, lugares de “acogida” a los que se les llamaba eufemísticamente campos de “internamiento” si bien eran campos de concentración muy duros con muchas muertes a su cargo causadas sobre todo por las enfermedades infecciosas, como el historiador José Antonio Vidal Castaño ha sabido explicarnos; y eso cuando no acabaron tras la ocupación nazi de Francia en los más aún atroces campos inhumanos de exterminio.
Antes de hablar brevemente del Gobierno republicano en el exilio, sería bueno ir un momento de nuevo hacia atrás, hacia el final de la guerra.
El gabinete republicano (que no decretará, paradójicamente el estado de guerra hasta el 23 de enero… del año 39) fija su sede el 1 de noviembre de 1937 en la ciudad de Barcelona, pocos días antes de trasladarse a Figueres, en la provincia de Girona, en cuyo castillo habrá de tener lugar la última reunión de las Cortes republicanas antes del exilio el 1 del mes de febrero de 1938. El 5 de febrero, Girona es conquistada por el avance franquista y los principales dirigentes republicanos cruzan la frontera con Francia: el presidente de la República, Azaña; el de las Cortes, Martínez Barrio; y los de los gobiernos autonómicos catalán, el líder de Esquerra Republicana de Catalunya, Lluís Companys, y vasco, José Antonio Aguirre, del Partido Nacionalista Vasco. Tres días más tarde Negrín hace lo propio, aunque el 10 de febrero regresa a territorio español y llega a Alicante, desde donde se trasladará a la localidad alicantina de Elda. El 27 de febrero, Reino Unido y Francia reconocen al Gobierno franquista, con lo que dan definitivamente la espalda a la legitimidad republicana, y Azaña presenta desde su exilio francés por carta al presidente de las Cortes, Martínez Barrio, su dimisión como presidente de la República. El 6 de marzo, en medio de la guerra civil dentro de la guerra civil que supone el golpe de Casado, Negrín y sus ministros salen de España hacia Francia en avión desde el campo de aviación alicantino de Monóvar.
Y el Gobierno de Negrín, que recogía la legitimidad dañada por los casadistas, continuó existiendo, pero en el exilio, digámoslo así: fantasmagóricamente.
Lo único práctico, real, cierto, que hizo en un principio el Gobierno republicano en el exilio fue ayudar (poco) a aquellos españoles refugiados en Francia. Aquel gabinete estuvo compuesto por los mismos miembros que componían el ejecutivo de Negrín desde que fue levemente remodelado en agosto del año 38 y hasta que en marzo del 39 fue derrocado por los golpistas de Casado: cuatro socialistas, entre ellos el propio Negrín también al frente del Ministerio de Defensa y Julio Álvarez del Vayo al frente de las relaciones internacionales desde el Ministerio de Estado; tres dirigentes de Izquierda Republicana, Giral, sin cartera, entre ellos; un anarcosindicalista de la antaño poderosa Confederación Nacional del Trabajo (CNT), Segundo Blanco González, en Instrucción Pública y Sanidad; un miembro de Unión Republicana, Bernardo Giner de los Ríos García; el dirigente del PCE Vicente Uribe; el comunista catalanista (del Partido Socialista Unificado Comunista, PSUC) José Moix; y Tomás Bilbao, de la izquierdista e independentista Acción Nacionalista Vasca.
La capital del exilio republicano fue París pero en estos primeros años, hasta 1946, lo fue la ciudad de México, pues allí es donde estableció su sede aquel Gobierno fantasmal de Negrín y emblema de una dignidad mancillada. Vayámonos al 20 de noviembre de 1943, allí, a México. Algunas, muchas, casi todas, las fuerzas políticas republicanas perdurables que habían votado la ley magna del año 31, excepto los nacionalistas vasquistas y los comunistas del PCE (estos últimos habían promovido y creado en el sur de Francia en 1942 la Unión Nacional Española, UNE, integrada asimismo por militantes a título personal de otros partidos y sindicatos para luchar contra la dictadura de Franco y contra los nazis ocupantes de Francia), decidieron restablecer las otras instituciones de la República y comenzaron por fundar la Junta Española de Liberación (JEL), amplia pero no completa ni única alianza, si bien sí la primera, de fuerzas republicanas en el exilio, donde se encuadraban los seguidores de Prieto en el todavía fracturado PSOE, la Acción Republicana Española (integrada por los más conspicuos líderes de Unión Republicana, Izquierda Republicana y Partido Republicano Federal, y presidida por Martínez Barrio, quien asimismo presidía la JEL), así como los catalanistas independentistas de Esquerra Republicana de Catalunya y Acción Republicana de Cataluña, que propició, el 17 de agosto de 1945 (dos meses antes había sido disuelta la UNE, a raíz del fracaso el año anterior de la intentona de invasión de España a cargo de guerrilleros comunistas a través del valle de Arán), la primera reunión en la capital mexicana de las Cortes republicanas, justo catorce días antes de desaparecer. Presididas por Martínez Barrio, que asumió ya desde el día 17 la vacante presidencia de la República, Negrín dimitió ante dichas Cortes, que encargaron con éxito a Giral la formación del nuevo Gobierno, compuesto desde el día 21 de aquel mes de agosto del año 45 por tres miembros de Izquierda Republicana (el propio Giral uno de ellos, Álvaro de Albornoz como ministro de Justicia y Augusto Barcia en Hacienda), un socialista (Fernando de los Ríos como ministro de Estado), un dirigente de Unión Republicana, uno también de Esquerra Republicana de Catalunya y dos de Acció Catalana Republicana, dos de la CNT y uno del sindicato general Unión General de Trabajadores (UGT), un líder del PNV y el general Juan Hernández Saravia al frente del Ministerio de Defensa… y ningún comunista. Ninguno hasta que en abril de 1946 Santiago Carrillo es el primer dirigente del PCE en formar parte del Gobierno exiliado de los derrotados españoles (cuya sede es desde el mes de febrero la ciudad de París), al incorporarse al mismo como ministro sin cartera junto al polifacético político nacionalista Alfonso Daniel Manuel Rodríguez Castelao y al que fuera presidente del Real Madrid Club de Fútbol entre mayo de 1935 y agosto de 1936 Rafael Sánchez-Guerra (recientemente huido de España tras haber sido encarcelado junto a Besteiro tras la conquista franquista de Madrid). En aquella ampliación gubernamental del 46 también se incorporó al Gobierno el socialista Enrique de Francisco y Giral sustituyó a Fernando de los Ríos como ministro de Estado.
Los mejores momentos (breves) de aquella república exiliada llegaron entonces: nueve estados —países hispanoamericanos como México, Guatemala, Panamá y Venezuela, así como algunos pertenecientes al bloque comunista de la recientemente iniciada Guerra Fría: Polonia, Rumania, Checoslovaquia, Hungría y Yugoslavia— reconocieron al Gobierno de José Giral pero no consiguieron que la recién creada Organización de las Naciones Unidas (ONU) le diera la categoría necesaria al ejecutivo en el exilio de la República como legítimo Gobierno del Estado español, aunque en un principio sí se produjo la exclusión de aquel organismo internacional señero del Gobierno franquista afincado como un águila inmisericorde sobre la España paupérrima de la posguerra. Mas aquella resolución excluyente de 1946 fue revocada en 1955. El Gobierno en el exilio vería entonces cómo la política exterior franquista lograba su mayor éxito, al ser admitido el Gobierno del general Franco, y por tanto el Estado español, en el seno de la ONU. Repitamos, fantasmagórica existencia de la República española que regresa a ser un ectoplasma lleno de los dimes y diretes de los derrotados sin patria.
1947. Lo que le queda a la República exiliada aún es nada más y nada menos que el establecimiento de otros nueve gobiernos, entre ese año y 1977, desde el auge de la Guerra Fría hasta la llegada de la democracia a España tras la muerte de Franco. Nueve gobiernos de los que pronto, ese mismo año, desaparecerán los comunistas y los socialistas y, por supuesto, los anarcosindicalistas. Nueve gobiernos inoperantes. Esa es la palabra: inoperantes. Pero a aquella superficialidad, a aquella vacuidad se le enfrentó una línea menos oficialista, menos legitimista, encabezada por Prieto, una línea con la que alcanzar el acercamiento a los disidentes de aquel régimen militarote y frailuno al que soportaban in situ, de tal manera que se obtuviera (¡qué imaginación!) la convocatoria de un referéndum para que los españoles (sic) decidieran cómo querían ser gobernados. Ahí es nada.
Y el caso es que hasta el Gobierno del socialista Rodolfo Llopis, que sucedió a Giral en febrero de 1947, se avino a encaminar sus vías diplomáticas y ejecutivas hacia ese sendero, sin éxito, claro, dado el irremediable triunfo internacional del franquismo, de forma que ese gabinete de concentración (compuesto por un socialista, el propio Llopis; un vasquista del PNV; un miembro de Izquierda Republicana y otro de Unión Republicana; uno de Esquerra y otro de la UGT y un comunista y un anarcosindicalista), seis meses después, cuando el PSOE aceptaba la vía de Prieto, decidida a negociar con los monárquicos antifranquistas y a ignorar el uso infructuoso de los Gobiernos en el exilio, era sustituido por un ejecutivo, el primero de los dos que serán presididos por el dirigente de Izquierda Republicana Álvaro de Albornoz entre 1947 y 1951 (con una cesura entre uno y otro en el año 49), compuesto ya sólo por miembros de su partido o de Unión Republicana y por el general Hernández Saravia.
Una fecha importante, aunque en absoluto decisiva (e incluso tal vez inexacta): un mero faro de lo que fue la República exiliada. 29 de agosto de 1948. Aquel día se firmó el que daría en ser llamado Pacto de San Juan de Luz. (Aunque hay dudas entre ese día y varios más tarde, e incluso entre quienes fueron los ciertos firmantes.) Retrocedamos un año. 1947. Franco no tiene rival entre sus coligados generales ya definitivamente, y la oposición a su dictadura ve en la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de julio de 1947 una victoria duradera del autócrata, lo cual lleva a los pietristas a acercarse al ahora descollante monárquico y también ex ministro durante la República cierta, el líder de la CEDA José María Gil-Robles. Avancemos al verano del año 48 ahora. En alta mar, Franco se entrevista con el titular de la Casa de Borbón, el hijo del rey ya fallecido Alfonso XIII, Juan de Borbón, cerca de la ciudad vasca de San Sebastián, a bordo del yate Azor: se pacta que el príncipe Juan Carlos, heredero de Don Juan, estudie el bachillerato en territorio español. Es el 25 de agosto de 1948. Y cuatro días después, o así, representantes del PSOE y los monárquicos cercanos al Borbón, reunidos incluso cuando éste está charlando con Franco, acuerdan el llamado Pacto de San Juan de Luz, en puridad las llamadas ‘Bases convenidas para resolver el problema español’, que esencialmente pretendían dejar en manos del pueblo español (sic) la elección de la forma de régimen que sucediera pacíficamente a la dictadura del general Franco, un documento que, lo adelantamos de sopetón, será papel mojado pero que empieza a hablar de entendimientos entre antiguos enemigos. Por los monárquicos, firmaron José María Gil-Robles, Pedro Sainz Rodríguez y Félix Vejarano; y por los socialistas lo hicieron Indalecio Prieto, Luis Jiménez de Asúa, Trifón Gómez y Antonio Pérez. Pero, el 1 de agosto de aquel año 51, los socialistas dan por roto el acuerdo tras la actitud irresuelta del jefe de la Casa Real.
Desde aquel año 51, hablar de la República en el exilio se hace muy difícil si se quiere tener en consideración la efectividad ejecutiva de cualquier actividad política que se precie, poco más que de nombres institucionales y de personalidades públicas, cada vez de menos peso político incluso histórico, se puede decir algo en estos 26 últimos años de existencia de los leales defensores de la legitimidad del espíritu de abril del 31. Félix Gordón Ordás, un reconocido veterinario, que fuera ministro durante el Primer Bienio republicano y resultara elegido diputado como miembro de Unión Republicana en 1936 tras haberlo sido en las otras dos elecciones del periodo como miembro del Partido Radical-Socialista, liderado por Marcelino Domingo y en el que asimismo estuvo Álvaro de Albornoz, sucedió a este último en enero del año 1951, y hasta abril del año 60, como presidente del Gobierno en el exilio. A Gordón Ordás le sustituyó un prestigioso científico e ingeniero militar, general de Aviación, Emilio Herrera Linares, que ya había sido con aquél ministro de Asuntos Militares y que, a su vez, fue sucedido en marzo de 1962 por otra eminencia intelectual, el historiador Claudio Sánchez-Albornoz, un azañista que había sido ministro con Alejandro Lerroux y con Martínez Barrio en 1933 y diputado en todas las legislaturas de la República viva.
Aquel año 1962 había comenzado con el fallecimiento del presidente de la República exiliada, Martínez Barrio, que fue sucedido por quien presidiera las Cortes desde 1945, el socialista moderado Luis Jiménez de Asúa, al que acabamos de ver firmar el Pacto de San Juan de Luz, que ejercerá el cargo hasta su fallecimiento en 1970, cuando le sucedería el último de aquellos presidentes, José Maldonado González, durante la Guerra Civil consejero de los distintos consejos autonómicos asturianos, varias veces ministro ya en el exilio desde el año 47 y, desde 1959, primer presidente de la Acción Republicana Democrática Española (ARDE), que había salido de la inevitable fusión de Unión Republicana e Izquierda Republicana.
Si Maldonado fue el último presidente de la Segunda República española, el último jefe de Gobierno de ella se llamaba Fernando Valera Aparicio, accedió al cargo el 28 de febrero de 1971 para sustituir a Sánchez-Albornoz y venía siendo ministro en el exilio desde 1947, de Hacienda hasta el 51 y de Relaciones Internacionales a partir de ese año. Valera, escritor, había sido elegido diputado en 1931 y 1936 tras ser miembro fundador del Partido Radical-Socialista en 1929 y de Unión Republicana en 1937. Como máximo exponente de los asuntos exteriores del Gobierno en el exilio, Valera había acudido en 1962 a un acto que escenificó perfectamente la escasa atención dada a la importancia de las instituciones republicanas congeladas tras la derrota del 39, incluso por quienes pretendían deslegitimar y sustituir al régimen dictatorial de Francisco Franco: el 5 de junio comienza en la ciudad alemana de Múnich el IV Congreso del Movimiento Europeo, que durará hasta el día 8, una reunión de 118 dirigentes de la oposición antifranquista que cubre casi todo el espectro político y acabará denunciando el carácter represivo y dictatorial del régimen de Franco para solicitar que la condición indispensable para el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea fuera el establecimiento de la democracia; cita a la que la prensa más afecta al franquismo llamó el contubernio de Múnich. Pues bien, reto a quien quiera encontrar la vinculación estricta entre la convocatoria de aquellas jornadas y el reconocimiento explícito de la significación de los depositarios de la legitimidad de la Segunda República española.
Nula fue la actividad, o casi, de aquellos últimos gabinetes republicanos en el exilio: fueron consejos de ministros integrado por (pocas) personalidades, gobiernos de notables, se decía durante la Restauración, sin casi vinculación con lo que quedaba de los partidos políticos, con mucho llamamiento a la unidad y sobre todo con mucha paciencia, la que da la espera de una muerte, la de Franco. Y ésta llegó, en 1975, el 20 de noviembre. Y la República no regresó. No hubo república, que hubo una vez más monarquía. Hubo una transición desde la dictadura franquista hasta la democracia con Juan Carlos I como jefe de Estado en tanto que rey.
Dos fechas: 15 y 21 de junio de 1977. Primeras elecciones libres desde los tiempos de la Segunda República y publicación de la Declaración de la Presidencia y del Gobierno de la República española en el exilio, por medio de la cual Maldonado y Valera, el último presidente de la República y el último jefe del Gobierno, proclamaban la autodisolución de las instituciones republicanas.
Lector, te dejo (o casi) con aquella Declaración de la Presidencia y del Gobierno de la República española en el exilio:
Las Cortes de la República Española restablecieron su funcionamiento en el exilio con el asentimiento de los grupos políticos que las componían, cuyos miembros habían logrado salir del territorio nacional huyendo de la cruenta represión de la dictadura. Tal decisión se adoptó al amparo de preceptos constitucionales votados y ratificados por los españoles en sucesivas y ejemplares consultas electorales en 1931, 1933 y 1936.Ese es el legítimo origen de los gobiernos de la República que se han venido sucediendo desde entonces, con el esencial designio de devolverle al pueblo el libre ejercicio de los derechos cívicos, propiciando así el establecimiento en nuestro país de un régimen auténtico de convivencia.Consecuentes con ese propósito, las Instituciones de la República Española en el exilio realizaron, por todos los medios a su alcance y con diversa fortuna, una acción ininterrumpida que no había de cesar mientras a los españoles no se nos brindara la ocasión de hacer surgir una nueva legalidad democrática.Hoy se proclama el resultado oficial de las elecciones generales que se han celebrado el día 15 de este mes en nuestro país. Numerosas son las taras de esa consulta electoral, que no ha de pasar a la historia como arquetipo de pureza, tanto por lo que se refiere al contenido de la ley que la ha regulado como por el modo con el que se llevó a cabo la consulta.Por lo que toca a la ley, elaborada por los mismos neodemócratas que presidieron los comicios, baste señalar la injusticia que denota la enorme desproporción que existe entre el número de los votos obtenidos por las formaciones que son en rigor democráticas, las de izquierda, y el número de escaños, que, con arreglo a esa Ley, se les atribuyen.Y, por lo que concierne a las modalidades de la contienda, no podemos dejar de denunciar, en primer término, la incalificable discriminación de la que fueron víctimas algunos partidos, al verse impedidos de participar en ella. Figura entre estos precisamente el que es republicano de manera específica, partido de indiscutible ejecutoria democrática y heredero espiritual y continuador de la obra de aquellos hombres insignes ‐venerables y venerados‐ que rigieron los destinos de España durante las dos primeras Repúblicas. Habrá que añadir a este respecto las múltiples coacciones de que han sido víctimas por parte del poder y de sus organismos subalternos las fuerzas de la democracia.Todas esas argucias, sin embargo, no han podido impedir el triunfo de las organizaciones progresistas, tanto en el área nacional como en las de las nacionalidades vasca y catalana dentro de sus respectivos territorios, triunfo de las fuerzas más afines, que nosotros celebramos como propio.Finalmente, la numerosa participación electoral, claro exponente del elevado civismo de nuestros compatriotas –que es además un categórico mentís para quienes les tuvieron sojuzgados alegando la inexistencia de ese sentimiento– y unido a aquella el general consenso con el que se acepta en el país el resultado de la confrontación, nos mueven, a pesar de sus anomalías, a aceptar ese resultado.Las Instituciones de la República en el exilio ponen así término a la misión histórica que se habían impuesto. Y quienes las han mantenido hasta hoy, se sienten satisfechos porque tienen la convicción de haber cumplido con su deber.Ahora parece claro que va a iniciarse una nueva etapa histórica. En ella no hemos de estar ausentes individualmente, dispuestos a seguir defendiendo nuestros ideales, persuadidos además de que el pleno desarrollo político y económico de nuestro país y con ellos la paz y la convivencia entre los españoles solo serán realizables con la República.José Maldonado‐Fernando ValeraParís, 21 de junio de 1977
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