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Ochenta años después de la salida del primer barco de 'niños de la guerra' rumbo a la URSS, 13 supervivientes regresan a Rusia, como Teresa, quien escapó al bombardeo de Guernica y vivió el cerco a Leningrado.
O Azucena: "Abracé a quien dijeron que era mi madre, pero ya no nos comprenderíamos..."
Teresa Alonso tenía 12 años y odiaba esconderse en los refugios antiaéreos, se sentía segura en los arcos de la plaza de España de Bilbao. Hasta que una mañana su madre la mandó un poco más lejos a comprar carne de caballo: ese día había mercado, pero antes de llegar el conductor del autobús les hizo bajar. Desde un montículo vio Guernica en llamas, triturada por la aviación nazi. Columnas de humo trepando hacia el cielo, gente huyendo... Cuando regresó a casa, su madre estaba pegada a la radio tramando cómo ponerla a salvo si la volvía a ver con vida: un beso, algo de ropa y un pasaje a la URSS en un barco llamado Habana. El Gobierno de Stalin se había ofrecido para sacar del frente de la Guerra Civil a los menores de edad. Teresa, que apenas sabía nada de ese país, dijo sí. Este año se cumplen 80 de la salida del primer barco, el inicio de una odisea de 3.500 niños españoles que escaparon del frente para caer a los pocos años en otro conflicto: la Segunda Guerra Mundial. Los pocos que quedan con vida se siguen llamando «niños de la guerra», y recuerdan la aventura que les cambió la vida. Azucena, de pelo blanco y voz cantarina, que viajó tumbada en la cubierta del mismo barco, sin más almohada que la bolsa de viaje, lo resume en cada brindis: «Nacimos en España, pero nos hicieron en la URSS».
A lo largo de los 146 metros de eslora del Habana, inconfundible por su gran chimenea central, construido en 1923 bajo el nombre de Alfonso XIII y rebautizado por la República, los niños jugaban con su destino sin saberlo: «Íbamos a hacer parada en un puerto francés y cada uno llevábamos un cartoncito de un color que definía si nos distribuían a Inglaterra, Francia o Rusia; pero nosotros los intercambiábamos por nuestro color favorito, y así se fueron muchos para otro país», recuerda Manuel Arce, nacido en Oña (Burgos) en 1929 y formado como médico en la URSS.
Olvido Rodríguez, de Mieres, viajó con sus dos hermanas: «No sabía que estaba a bordo, cuando las vi nos agarramos de los brazos y gritamos que no nos separarían». Todos forman parte de una delegación de 13 supervivientes que han regresado este septiembre a Moscú para conmemorar las ocho décadas de las tres expediciones en barcos, que salieron de los puertos de Valencia (21 de marzo de 1937), Santurce (13 de junio) y Gijón (23 de septiembre). De la mano del Archivo de Guerra y Exilio, en la capital rusa se han encontrado con algunos de los 60 que se quedaron a vivir en la URSS y han recordado a los cientos que murieron por los combates de la Segunda Guerra Mundial, por la hambruna en muchas partes del país o incluso por las penurias del Gulag.
Tuvieron que esperar a la muerte de Stalin para poder salir y sufrieron una presión muy grande por parte del Partido Comunista español para no volver a la dictadura de Franco.
Un reciente libro arroja luz sobre cómo fue ese complicado retorno a una patria desconocida: Los niños de Rusia (Crítica), escrito por el periodista Rafael Moreno, reconstruye la alambicada operación que en plena Guerra Fría obligó a colaborar a dos potencias ideológicamente enemigas: «La salida de los niños hacia la URSS había sido una victoria para la República, y Franco crea una oficina para organizar el regreso de los niños enviados al extranjero pero no lo consigue ni en el caso de México ni en el de la URSS, porque no había relaciones diplomáticas».
Tras la muerte de Stalin, Kruschev quería dar una imagen de apertura, soltó a los presos de la Segunda Guerra Mundial y permitió volver a los niños después de contactos discretos entre Madrid y Moscú.
El viaje del buque Crimea
Así se produce en 1956 el improbable viaje del buque Crimea, con su bandera roja, hasta Valencia, el inicio de un regreso plagado de dificultades: «Muchos de los que volvieron a España no entendían el sistema capitalista, donde te podían despedir, donde no existía igualdad para la mujer, donde había que casarse...». La mayoría de los exiliados consultados habla también de choques familiares tras el deseado reencuentro. Azucena se había ido con seis años y volvió con 26: «Recuerdo entrar en casa y ver a un grupo de mujeres llorando, pregunté quién de ellas era mi madre, nos abrazamos... pero no nos entendimos nunca», explica cogida del brazo de Victoria Iglesias, que cuenta una historia similar, una mezcla de gratitud y resignación por lo vivido: «No olvidaré el primer día en la URSS, el recibimiento en el puerto de Leningrado (actual San Petersburgo), las pancartas junto al río Nevá y la gente empujándose para abrazarnos». «Nos despiojaron y nos vistieron con ropa limpia a todos iguales, como de marineros», completa Araceli Ruiz, una asturiana que acabó en Odessa con otras tres hermanas.
En la URSS, los pequeños (principalmente vascos y asturianos) fueron distribuidos en 14 casas de niños, donde les esperaban maestros españoles y manuales en castellano. Se denegaron cientos de peticiones de adopción. «Desde el principio se apostó por no dispersarlos para que no perdiesen la identidad y fue una gran idea», recuerda el documentalista y dramaturgo Algis Arlauskas (descendiente de una exiliada que sería colaboradora de la Pasionaria en Moscú), que presentó a finales de septiembre Carmen y Antonio, un montaje teatral sobre los niños de Rusia en el Teatro Réplika de Madrid.
Bombas de mano
En su nueva vida soviética descubrieron que el caviar no estaba tan malo como parecía, y que aunque fuese de día todavía era hora de dormir porque estaban en las noches blancas. Aquel primer verano de juegos bajo el sol soviético fue el mejor. Les quedaban exactamente cuatro años de infancia: Alemania atacó la URSS en junio de 1941.
Teresa tenía ya 16 años y era una aprendiz de electricista instalada en una casa de Nevsky, en el centro de Leningrado. Pasó de montar voltímetros a hacer bombas de mano y ser blanco de la aviación nazi: «Cuando sonaba la sirena ya sabíamos lo que teníamos que hacer, apagar las luces, ponernos guantes y salir fuera a meter las bombas que caían en bidones de tierra para que no explotasen».
Había empezado el cerco a Leningrado y Teresa tenía voluntad para acometer cualquier misión: «Estuve haciendo barricadas, después de barrendera... y también fui enterradora, teníamos mucho trabajo hasta sacando a los muertos de las casas, la gente sin comer estaba como trastornada y nos decían "cuídemelo", les contestábamos que se pondría bien, llevaban días durmiendo con un muerto».
Tocó fondo con raciones diarias de 75 gramos de pan, «que era harina con serrín», comiendo cola de carpintero o hirviendo las botas para untar la grasa en un mendrugo. Escapó subida a un camión, cruzando el lago Ládoga congelado. No volvió a ver a su novio, el piloto Ignacio Ibáñez, derribado por los nazis cerca de Estonia. Pero pudo regresar a España y volver a empezar, pero sin ceder a las presiones estatales de que contase lo que había visto en la URSS.
Arma de propaganda
Los retornados como Teresa, Manuel o Araceli fueron una valiosa operación de relaciones públicas para Franco, pero también un arma informativa para los dos bloques de la Guerra Fría. La URSS trató de infiltrarlos en las estructuras franquistas y muchos afrontaron interrogatorios, también de la CIA, muy interesada en el contingente más grande que había abandonado territorio soviético en mucho tiempo.
Pero hubo una especie de pacto tácito, recuerda el investigador Rafael Moreno: «Franco no les aplicó la ley contra la masonería y el comunismo, y ellos apenas entraron en la lucha política». Por eso al autor de Los niños de Rusia le gusta pensar que el regreso de estos jóvenes fue ni más ni menos que un primer atisbo de reconciliación en España, un país casi desconocido para estos niños, al que aun así siempre quisieron volver.
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