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En el rostro sereno de Ángeles Flórez Peón se condensaba el hálito de un siglo y a sus ojos se asomaban todas las borrascas de la historia, la sombra de lo que fue y la advertencia de lo que puede ser. Estaba de vuelta de todas las idas cuando los demás ni siquiera habíamos empezado a preparar la maleta y sabíamos que su figura frágil era sólo una apariencia, que su espalda menuda soportaba el peso de una biografía forjada entre las sombras y las luchas, la carga de un equipaje con el que había recorrido ese camino largo y tortuoso que perfilaban las huellas de los pasos perdidos de un país.
Nacida en Blimea el 17 de noviembre de 1918, su destino comenzó a esbozarse hace ahora nueve décadas, cuando la represión que siguió a la Revolución del 34 se cobró la vida de uno de sus hermanos y ella ingresó en las Juventudes Socialistas de Asturias.
Se encontraba representando con esa organización una obra de teatro titulada “Arriba los pobres del mundo” cuando, en julio de 1936, estalló la guerra civil. El nombre del personaje que aquella tarde interpretó sobre las tablas, “Maricuela”, quedaría incorporado al suyo para siempre, una especie de alter ego con el que transitó por un conflicto en el que ofició de miliciana en Colloto y fungió como enfermera en Gijón.
La caída de Asturias en manos de los franquistas la condujo a la cárcel, donde permaneció cuatro años hasta que le permitieron salir en régimen de libertad vigilada. Se casó un lustro más tarde, estamos en 1946, con Graciano Rozada, un compañero que andaba contribuyendo a recomponer el PSOE y la UGT en las trastiendas clandestinas de la dictadura. La osadía les costó a ambos un exilio que probablemente se reveló más largo de lo que imaginaron.
Fijaron su residencia en la localidad de Saint-Éloy-les-Mines, una comuna del Puy-de-Dôme, en el centro de Francia, y desde esa distancia prudencial siguieron los acontecimientos que iban jalonando el devenir de un país que había sido el suyo y que durante décadas se les dibujó como una promesa improbable al sur de la frontera. Ni volvieron tras la muerte de Franco ni gozaron de una segunda vida en común en este lado de los Pirineos.
“Maricuela”, nombre de guerra en tiempos de paz, reconquistó su tierra en 2004, tras el fallecimiento de su marido, y lo hizo con el vigor de quien se sabe asistida por las razones que otorgan la dignidad y la decencia.
Participó en foros, escribió un libro, desmenuzó ante quienes quisieron escucharla las vicisitudes de una andadura que era una lección de coraje y coherencia. Su verbo locuaz, su sonrisa inamovible, su optimismo insobornable, eran lección y eran raíz y conformaban los ingredientes de un antídoto con el que conjurar la amenaza de porvenires oscuros.
Había vivido tanto que siempre creímos que tendría aún toda la vida por delante. Las mismas Juventudes Socialistas a las que se había afiliado cuando era apenas una niña tuvieron el detalle de nombrarla presidenta honorífica y fue una decisión sabia: aunque era la militante más longeva, no dejó de ser nunca la más joven.
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