II PREMIO CONVERSACIÓN SOBRE LA HISTORIA 2024 *
Javier Rodrigo
Universitat Autònoma de Barcelona[1]
I
El capitán Ramón Giménez Martínez era el jefe de la guerra contra la guerrilla desplegada en las serranías del norte de la provincia de Sevilla. En septiembre de 1944 comenzó a hostigar a la joven Águeda G. D., de 21 años, que vivía en una finca de una localidad sevillana. En particular, el capitán pensaba que la joven había estado manteniendo una relación sentimental con el guerrillero Florencio González del Rio «El Piñonero», que había muerto un mes antes durante un combate con la Guardia Civil. Entonces, el capitán Giménez la llamó para que fuese a declarar al cuartel, donde ésta negó por activa y por pasiva cualquier vinculación con el guerrillero. No obstante, el oficial de la Guardia Civil se obcecó, hasta el punto de que llamó al médico forense de la localidad para que realizase una exploración de la vagina de Águeda. El informe elaborado por el facultativo hiela la sangre:
Que reconocido los órganos genitales de la joven […], se aprecia la rotura del «imen» [sic], de fecha relativamente no muy antigua, pues las carúnculas mirtiformes no se encuentran totalmente cicatrizadas, producidas referida rotura con muchas probabilidades de haber cohabitado, aunque también pudiera ser ocasionada por maniobras externas cuyo origen no se puede precisar.
Ante la aparición del informe, Águeda fue detenida, y ante el capitán y el guardia Ventura Sánchez Sayago declaró que jamás había mantenido relaciones sexuales con ningún hombre, ni con el guerrillero ni con ningún otro, «agregando que es calumnioso el que se le impute tal hecho». El curso de la investigación siguió, y el juez instructor del caso interrogó al teniente José Garrido Huerta, preguntándole entonces si creía que la joven pudiera haber colaborado de alguna manera con la resistencia armada, a lo que este respondió que:
a su juicio cree que indudablemente la acusada […], por su especial manera de ser, seguramente tenía contactos carnales e íntimos con el fugitivo Florencio González del Rio, y que con tal motivo dicho individuo con sus compañeros frecuentaba la finca Colmenar Blanco en la que vive la indicada Águeda G., con sus padres y hermanos, y que muy posiblemente los padres y hermano de la misma no se oponían a dichas relaciones ante el lucro que suponía dicho contacto por las cantidades que Florencio González entregaba a Águeda […] y que esta seguramente hacia llegar a mano de sus padres.
En un solo testimonio, el teniente benemérito apelmazaba todos los estereotipos de género posibles: el guerrillero fugitivo, la amante deseosa de contacto carnal «por su manera de ser», la familia que acepta las relaciones sexuales a cambio de dinero, es decir: que acepta la prostitución de su propia hija. Pero a medida que el proceso fue avanzando, la situación para la joven y para la familia fue mucho peor. Los guardias civiles llegaron al punto de torturar a la madre de Águeda. La mujer tenía 49 años cuando los guardias civiles le hicieron firmar una falsa confesión a través de los golpes que le propinaron en el cuartel:
Preguntada para que manifieste si se afirma y ratifica en la declaración que tiene presentada ante la Guardia Civil, de la que se le da lectura y si reconoce como suya la huella dactilar con la que autoriza, dijo: Que no se afirma en ella, puesto que lo que parece escrito por la Guardia Civil no es verdad y que si puso la huella fue obligada por los malos tratos de que la hicieron objeto
Los guardias habían insistido en que declarase que, en efecto, su hija había mantenido relaciones con el guerrillero, pero esta, una vez ante el juez, quiso declarar que «todo eso es falso y que si hija no ha tenido relación alguna con los huidos de la sierra». Es más, en el momento en el que Águeda pasó a declarar ante el juez, y no ante la Benemérita, también reconoció haber sido torturada en el cuartel: «que no se afirma en su declaración puesto que cuanto se consigna no es verdad», y que «si figura su huella en dicha declaración fue porque violentamente se le obligó a ponerla después de ser maltratada por la Guardia Civil». En esta declaración, obtenida mediante torturas, los guardias le habían obligado a reconocer que había lavado la ropa a la partida, y que por ello había llegado a recibir dinero. El consejo de guerra que juzgó a madre e hija no tuvo en consideración las declaraciones hechas ante el juez, de manera que se dieron por válidas las falsas declaraciones efectuadas bajo tortura en dependencias de la Benemérita y, por ello, fueron condenadas a seis meses de prisión, por un delito de ayuda a malhechores[2].
El reconocimiento genital forzado de Águeda G.D. puede leerse como un hecho aislado en una localidad sevillana en un momento cualquiera del siglo pasado. O bien puede verse como un acto que sintetiza toda una serie de parámetros sociales, culturales, económicos, políticos, de relaciones de género, sin los cuales es incomprensible el tiempo y el lugar en los que ese reconocimiento abusivo tuvo lugar. No sería, digámoslo de entrada, un caso aislado, pero tampoco es algo recurrente en la documentación. Tiene mucho de concreto, de la específica relación entre los sujetos que actuaron en ese momento y ese lugar, pero también tiene mucho de simbólico: habla de identidad y amor, de violencia y poder, de dominación y resistencia, de humillación y resiliencia, de la intimidad y del Estado, de la primacía del patriarcado. De la relación de las agencias de la España de Franco con su propia resistencia, con la guerrilla antifranquista, pero también y, sobre todo, de la decantación de la gran historia de la Resistencia y la guerra antiguerrillera en pequeñas historias individuales, ubicadas en tiempos y espacios concretos, incomprensibles sin sus contextos generales y sus marcos explicativos, pero, a la vez, innegociablemente reales para las personas que las vivieron y muchas veces, sufrieron.
II
Cuestiones como esta no han sido demasiado tratadas en la investigación histórica ni sobre la resistencia antifranquista, ni sobre la historia de las mujeres en guerra y posguerra, ni sobre las formas de violencia sobre las que se asentó el régimen de Franco. Es, de hecho, la de la violencia sexuada en posguerra sobre mujeres resistentes en el marco de la lucha antiguerrillera una suerte de espacio común de esas tres miradas hacia el pasado, pero un espacio prácticamente vacío de contenido. Se calcula que en España unas 60.000 personas (casi 18.000 de ellas, detenidas o depuradas) participaron de una manera u otra en la resistencia. Muchas de quienes asumieron el rol de «enlaces» –colaboradoras en pueblos, montañas y valles– fueron mujeres. El marco de la guerra contra la guerrilla, que tan buenas investigaciones está generando en tiempos recientes (Mercedes Yusta, Jorge Marco, Claudia Cabrero, Arnau Fernández, Raül González…), implicó para un buen puñado de mujeres, unas 150, y para muchas más resistentes desarmadas en el “llano”, como se lo denominaba en la jerga guerrillera, que pusieran en riesgo sus existencias mismas, creando un espacio híbrido entre la resistente y la víctima. E implicó que parte del repertorio de violencias sufridas por su connivencia voluntaria o forzosa con la resistencia fuera de tipo sexual. Sin embargo, el de las mujeres en resistencia es un espacio de investigación poco explorado (casi podría decirse que solo lo ha visitado de manera amplia Mercedes Yusta), y sobre el que aún cabe hacerse muchas preguntas.
La primera se puede vincular al tipo de guerra sucia e irregular que el régimen franquista desplegó contra la resistencia armada y desarmada, y que se proyectó en formas muy específicas de violencia sobre los sujetos que protagonizaron ambos tipos de resistencia. Una violencia, además, diferenciada según el género de la víctima, cuyos repertorios no son infinitos: van de la indagación e interrogatorio hasta el asesinato o el suicidio inducido, pasando por la detención, la exposición y exclusión simbólica de la comunidad, el sometimiento a juicios públicos, la represión económica, la deportación o el confinamiento, el encarcelamiento, la reeducación (política, religiosa, identitaria), el abuso físico o la tortura. Todos ellos, de hecho, y otros que no se señalan, podrían ser perfectamente mecanismos de violencia también contra hombres. Con todo, dentro de estos actos existieron repertorios específicos de castigo femenino: el rapado de pelo, la humillación vinculada a la genitalidad, la exposición pública (los paseos de la vergüenza, el aceite de ricino con sus usos depurativos), el abuso sexual físico y/o simbólico, la violación.
Estos repertorios son muestra evidente de una violencia con sesgos de género que posee repertorios propios específicamente ideados y ejecutados para reprimir -directamente, o por persona interpuesta- a estas mujeres en función de su sexo. Desde luego, quienes lo tuvieron claro fueron las diferentes agencias policiales, jurídicas y de orden público del Nuevo Estado. Esas resistencias femeninas también generaban, de hecho, políticas de violencia, que tuvieron claros sesgos de género, tanto en las formas de persecución activa como en una marcada y evidente infravaloración condescendiente de la agencia femenina, lo que en consecuencia devino en que las penas judiciales a las mujeres en el marco de la lucha contra la guerrilla tendiesen a ser menores, no solo porque las acciones juzgadas no alcanzasen a los tipos penales establecidos en leyes como las de 1941 y 1947 de Seguridad del Estado y de Bandidaje y Terrorismo, sino porque legisladores, jueces, fiscales y hasta abogados defensores consideraban que lo que hacían las mujeres no era resistencia.
Es algo que puede verse claramente tanto en los procesos judiciales como en la propia historiografía. Por un lado, se plantea que, ejerciendo una dura represión contra las esposas, las hijas, las nietas o las madres de los republicanos huidos, las agencias estatales policiales, políticas y de orden público las castigaban por su condición de rojas y, real o potencialmente, resistentes. Por otro, se considera a través de esa violencia empleada generalmente contra las mujeres, parejas, madres o a veces hijas y hermanas de huidos y guerrilleros, mediante la detención ilegal en dependencias policiales o en prisiones, y a través del abuso sexual y de las torturas físicas y mentales, entre otras tantísimas prácticas, se trataba de forzar la entrega “voluntaria” de los resistentes armados masculinos: una forma de violencia vicaria. En este punto, además y descendiendo a lo concreto, a las experiencias subjetivas de abusos y violencias genitalizadas y desde luego, a las de las violaciones, cabe y es legítimo preguntarse si esa identificación de las motivaciones para la violencia sexuada que consideran a las mujeres víctimas un elemento subsidiario, relacional y no central de esas agresiones, violaciones, no desvía el foco de lo que realmente pasaba en esos espacios de violencia. Que de quien se abusaba era una mujer, esa mujer concreta, para destruirla, abusarla a ella, no a terceros por persona interpuesta. Sobre este aspecto es difícil avanzar en términos historiográficos e interpretativos, pues no existen investigaciones sistemáticas que hayan abordado de manera conjunta el tema de la violencia sexual en el marco de la violencia sublevada/franquista/estatal desde 1936 en adelante.
III
Mujeres: sujetos históricos devenidas a veces arquetipos (resistente, víctima…) que posiblemente, como dijera Enzo Traverso, ellas mismas no habrían elegido para sí, pero cuya posición en el relato histórico queda terroríficamente fosilizada por obra y letra de sus verdugos. Sin pretender hacer exégesis sino ilustrar con casos concretos: mujeres como la madre del guerrillero granadino Juan «Olla Fría», a la que la detuvieron y torturaron metiéndole la cabeza en vinagre, además de golpearla salvajemente, juzgada y condenada a 8 años de prisión. En los registros casi diarios al domicilio familiar los guardias insultaban y humillaban a la hija del guerrillero, obligándola a personarse en la puerta del cuartel desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche. Como Ciriaca E., de 77 años, ejecutada delante de los vecinos que salían de misa por tener a su hijo en la sierra. Como la jienense Isabel C., que años después recordaba
los sufrimientos de mi querida madre cuando una vez y otra era llamada al cuartel de la Guardia Civil y venia con la cara desfigurada y los dientes rotos de las palizas que le dan para que dijera dónde estaba mi padre.
Mujeres como las que llegaron a suicidarse al verse incapaces de seguir soportando la presión. En el pueblo turolense de Valbona la vecina María, con cinco niños a su cargo, acabó quitándose la vida por las constantes palizas que recibía de los guardias. Se ató una piedra al cuello y se tiró a una balsa cercana a su casa. En Fortanete (Teruel) la mediera del Mas Pez se colgó de un pino cuando vio acercarse a la Guardia Civil: su hijo estaba en la guerrilla y su marido en la cárcel por ser enlace de la misma. Mujeres como Isabel M.R. tuvieron que presentar ante los juzgados un certificado de virginidad expedido por un médico. En su caso, como en el que acabamos de ver, acusada de hacer vida marital con un guerrillero en Andalucía. El régimen trato de acusar a las colaboradoras de la guerrilla insistiendo en la promiscuidad sexual y en la falta de religiosidad para mostrar que no encajaban dentro del estereotipo de mujer católica y sumisa, siendo habitualmente descritas como “bandidas y putas”, “barraganas del monte” o “las putas de los rojos”. Por ejemplo, en el proceso incoado contra el enlace cacereño Marcelino Ruiz Calvo en 1946 se indicaba que, aparte de celebrar entrevistas con los partisanos, llegó a «indicarles la existencia cercana de una muchacha, hija de Higinia M. −que también les ayudaba− para que pudieran requerirle amores».
Analizar estos repertorios de violencia me ha generado una duda metodológica: ¿cómo denominarlas? ¿Víctimas, resistentes, supervivientes? ¿Con sus nombres o no? Uno de los debates más interesantes al hilo de las violencias sexuadas es, de hecho, la de qué aporta exactamente al conocimiento histórico desvelar las identidades de las víctimas. Es decir: llamarlas por su nombre es, en sí mismo, problemático, por cuanto el conocimiento de hechos (máxime a través de fuentes generadas por el perpetrador) que conllevan una componente explícita de humillación, como las violencias sexuadas, puede conllevar un proceso de revictimización.
Puede parecer difícil, pero desde luego no es imposible que llegue a haber conocimiento de estas praxis a través de una investigación histórica. ¿Hasta qué punto los familiares de una mujer violada en los años cuarenta del siglo pasado deben saber a través de una investigación histórica de esa violación o de esas formas de violencia genitalizada (como los tocamientos, los manoseos o las exploraciones vaginales en busca de cohabitación)? ¿Qué hacer con sus identidades? ¿Debemos publicar sus nombres y apellidos, máxime cuando se vinculan tan fuertemente a los lugares en los que tienen lugar esos actos? ¿Tiene derecho la historiografía a poner a los descendientes ante la evidencia de una experiencia tan extrema como una violación si esta no ha sido transmitida por la única persona que habría podido legítimamente hacerlo, es decir, la víctima? ¿Cómo podemos saber si la mujer manoseada, toqueteada, violada alguna vez llegó a explicarles a sus familiares, a sus parejas, a sus hijas e hijos lo que le había pasado? ¿Cómo debemos actuar, si carecemos de la evidencia de que esas mujeres hayan nombrado y explicados esos procesos y hayan, a su vez, estado de acuerdo con su público conocimiento?
No dispongo de respuestas. Por eso, además de tratar de comprender cómo otras historiadoras habían abordado estas cuestiones tan metodológicas como morales y políticas, decidí pedir ayuda y consejo a una de las voces más acreditadas para abordar esta cuestión, Alejandra Naftal: la que fue directora del Museo Sitio de Memoria de la ESMA en Argentina, curadora de innumerables trabajos que han abordado experiencias como las violencias sexuadas en el contexto de la guerra sucia e irregular contra civiles. Una mujer, por si no fuera suficiente autoridad, ella misma víctima en 1978 de secuestro, maltratos, torturas, abusos sexuales y violaciones en el centro de El Vesuvio siendo aún menor de edad, y una de las declarantes ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas y en los juicios a las juntas militares.
En su opinión, el consentimiento de las mujeres que sufrieron violencias sexuadas es fundamental para publicar sus identidades, debiéndose optar por vías intermedias en el caso de no poderse recabar ese consentimiento. Estoy profundamente de acuerdo. Sin embargo, la imposibilidad de recabar ese consentimiento (y aquí hablamos de un 100% de casos) debe abrir, en el terreno de la investigación histórica, la posibilidad al empleo de la experiencia por otras vías. Fundamentalmente, porque de no hacerlo son experiencias que caen en el saco de lo marginal o lo privado, lo invisible o lo inexistente, cuando en realidad los abusos de naturaleza sexual han sido comunes en todos los contextos bélicos conocidos. La narración de la experiencia resulta capital para calibrar la realidad no solo de las mujeres que sufrieron los abusos, sino también para entender los contextos que propiciaron esas prácticas: los contextos policiales, judiciales, bélicos, culturales, familiares, de género. La cuestión toma todavía más relevancia cuando son las palabras judiciales las que se expresan: cuando se atiende a la literalidad de la prueba de cargo, de la investigación de los agentes judiciales o de las confesiones presuntamente voluntarias o forzosas, tomadas mediante tortura.
Esos testimonios hablan de realidades por muchos motivos invisibilizadas: uno de esos motivos, me atrevería a decir que no menor, es que la mayoría de las mujeres abusadas o violadas nunca dijeron nada en casa ni posiblemente a nadie, al ser percibidos esos actos como de un deshonor extremo. Por eso no hubo investigación sobre actos que directamente no fueron considerados punibles ni merecedores de una revisión judicial, ni por ende enjuiciamiento, siendo la recabada aquí la mayoría de las veces información periférica a las causas en las que se incluyeron, lo cual hace todavía más valioso el testimonio.
De hecho, tenemos pocas pruebas de la existencia de estas violencias, lo cual hace más interesante su empleo como fuente primaria. Son pocas por muchos motivos, que incluyen desde los contextos de impunidad y la naturalización del uso del cuerpo femenino como territorio de conquista o recreo en los marcos de guerra total hasta la naturaleza misma del acto violento y sus consecuencias en los terrenos morales e identitarios de quienes los vivieron. Y esas consecuencias, lo que Alegre llama el “deseo de salvaguardar el pudor de la mujer y el honor familiar” son las que determinan las preguntas metodológicas y morales que deben regir en el trabajo de la historiografía (y de la antropología, de la arqueología forense, o de cualquier otra rama científica que aborde estos asuntos) a la hora de identificar a perpetradores y víctimas. El rol del narrador en todo esto es tan importante como peliagudo. No es sencillo combinar el derecho de las sociedades a la investigación y el conocimiento con el derecho al honor, incluso de forma retroactiva o vinculado a la memoria individual o familiar, como saben bien cuantos se han dedicado a reconstruir cadenas de mando y agencias individuales en los contextos de crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad o genocidio. El recorrido penal de nuestro trabajo desborda los márgenes, generalmente estrechos, de los productos de la historiografía.
Este último asunto me preocupa poco. Los nombres de los perpetradores de violencia no deberían ser nunca objeto de discusión, máxime cuando los actos objeto de revisión fueron realizados en marcos de pretendida omnipotencia y deseada impunidad, siendo además motivo de orgullo y vanagloria. No tendría sentido salvaguardar retrospectivamente las identidades de quienes cometieron u ocultaron actos de manera consciente. En este asunto, el conocimiento es un arma contra la impunidad. De igual manera, la acción de agentes judiciales o policiales estuvo siempre marcada por la premisa de la proactividad: nadie se metía a juez en la posguerra para que su nombre después no apareciese en las lecturas de las sentencias, incluso las lecturas hechas casi cien años después. El derecho al honor de un perpetrador de violencia no debería autolimitarnos ni limitar la agenda de la investigación: hacerlo sería como perpetuar su agencia violenta más allá del acto en sí, sobre su reconstrucción, análisis o memoria. Pero, de nuevo: ¿y el de las víctimas?
La literatura, la propaganda y la historiografía tienden a usar sin demasiados miramientos los nombres, apellidos y hasta las ubicaciones geográficas de las personas que sufrieron actos de violencia. Siempre se ha hecho: desde la publicidad de los crímenes del enemigo en tiempos de guerra hasta la auto publicitación de los actos de violencia como mecanismo de control poblacional, casi siempre han aparecido las identidades de las víctimas en los espacios públicos, políticos, jurídicos, históricos. La historiografía no es una excepción. Sin embargo, la cuestión de las violencias sexuales comporta cuestiones sustancialmente diferentes que no cabe simplemente eludir, tanto por la naturaleza del acto como por las dificultades que introduce en nuestra propia relación desde el presente con los victimarios y sus lógicas y con las víctimas y sus experiencias. Y eso requiere, en última instancia, de decisiones metodológicas que cabe explicitar.
Una posibilidad pasaría por usar nombres ficticios. Pero eso supondría literalmente hacer ficción el pasado, algo completamente opuesto a los estándares de verificabilidad y coherencia propios de la historiografía: o se escribe ficción, o se escribe historia, pero las dos cosas a la vez es imposible, por más que los límites de la ficción o la no ficción en la literatura estén constantemente puestos en tela de juicio. Otra posibilidad estaría en emplear solamente las siglas de las víctimas, convirtiendo sus nombres en letras, en acrónimos desprovistos de la belleza o la fealdad de un nombre propio. En esta investigación, he decidido optar por anonimizar solo relativamente a las víctimas de las violencias sexuadas o aquellas que se vean reflejadas en contextos íntimos y personales no identificables claramente como resistenciales: los apellidos se obviarán o se mantendrán como siglas, las ubicaciones geográficas se generalizarán para impedir una vinculación directa entre persona y localidad. Pero mantendré el nombre, pues sin nombre se pierde completamente la identidad, lo cual es una forma de deshumanización.
Aunque aún hay espacio para una última reflexión. El nombre, ¿de quién, y en base a qué? Si esta cuestión es compleja, no lo es menos la de qué sustantivos utilizar para referirnos a esas mujeres. Me refiero, fundamentalmente, a la atribución misma de “víctima” como condición permanente. En los casos de ejecuciones de sentencias de muerte o de suicidios inducidos, “víctima” es una categoría aparentemente operativa, pues vincula al objeto de violencia con su perpetrador o perpetradora y, sobre todo, porque dentro de los aparatos semánticos está más que asentado que quien es asesinado o asesinada es la víctima de un asesinato. También quien lo es de otras formas de violencia, como las torturas o las violaciones. Pero ¿hay más formas de narrar esas experiencias y los sujetos que las conforman?
En muchos ámbitos memorialísticos, una tendencia creciente es la de utilizar conceptos como “superviviente” antes que el de “víctima” a las personas no ya que hayan sobrevivido a los actos de violencia sino, sobre todo, que de ellos se haya podido desprender algún tipo de agencia, incluso potencialmente resistencial o, según se concibe en el ámbito de los estudios memoriales, de naturaleza reparadora. Frente a una concepción estática de “víctima”, otra activa de acción ¿Funciona mejor “superviviente a” que “víctima de” fenómenos de violencia extrema como la violación? Si se pretende ampliar el marco interpretativo de lo que puede entenderse como resistencia, ¿confiere la supervivencia a una violación (como opina Joanna Bourke) una forma de resistencia a quien la sufre, algo que estaríamos supuestamente negándole al atribuirle solamente, o de manera permanente, la condición de víctima?
Posiblemente, sí. Pero eso no sería extraño, pues muchos de los agentes implicados en el asunto, desde las agencias estatales in illo tempore hasta las reconstrucciones historiográficas del presente partieron y parten de la premisa que sus acciones, y por ende las consecuencias de estas, no fueron Resistencia. De hecho, se observa en un número elevado de casos que la colaboración de estas mujeres fue vista por ellas mismas como una extensión natural de sus obligaciones domésticas y de género, hecho que comportó que una parte de estas no reivindicase nunca su papel de resistente a pesar de su compromiso personal con la resistencia. Las mujeres que colaboraron en la supervivencia de la guerrilla fueron habitualmente acusadas de servir de enlaces y encubridoras de las partidas que transitaban cerca de sus hogares. Sus acciones de colaboración fueron generalmente las de provisión de información, ropas, alimentos e incluso de camas para dormir. Aunque esta ayuda hubiese sido, como ha recordado Mercedes Yusta, por continuar ejerciendo sus tareas de madres y esposas, las fuerzas estatales tipificaron sus acciones como delitos de oposición al régimen.
De hecho, lo eran, pues ambas condiciones, la naturaleza de la acción resistencial y su imbricación en un universo de códigos y prácticas tradicionales, no eran necesariamente incompatibles. Sin embargo, esas mujeres nunca fueron condenadas por ser «resistentes» sino por auxiliar a la rebelión: ¿qué otra función podían tener en ese universo masculino dominante donde la lucha armada fue, mayoritariamente, prerrogativa exclusiva de los hombres? Auxilios de todo tipo, también de contacto afectivo: las agencias estatales proyectaron sobre ellas la imagen de mujeres pervertidas, prostitutas al servicio de los guerrilleros. En esto, la literalidad de la documentación de las agencias de poder no deja margen para la duda, como las pesquisas sobre el himen de la supuesta amante del maquis permiten certificar. En no poca medida, pues, la despolitización de su agencia, su consideración como algo menor, banal, intrascendente, nace de la misma posguerra. Y es algo que ha permeado fuertemente después a la consideración general existente sobre las mujeres en el marco de la resistencia armada antifranquista en la posguerra.
Sin embargo, creo que hay que mirar a este tema desde una perspectiva alternativa. En tanto que parte capital de ese tercer lado del triángulo bélico, el de la población civil, la presencia de esas mujeres en la resistencia, en la colaboración, en los márgenes, como agentes, víctimas, perpetradoras o espectadoras, da la medida de la intensidad que llegó a alcanzar en España la guerra irregular entre 1939 y 1952 mejor que ninguna otra referencia. La participación forzosa o consciente (o forzosa y consciente a la vez) de las mujeres creó un espacio híbrido, cambiante, entre la resistente y la víctima que explica mejor que ninguna otra variable la naturaleza de esa guerra sucia pues, en no poca medida, el objetivo de esa guerra fue desarticular las redes de resistencia y supervivencia que daban apoyo a huidos y resistentes. De ahí que la persecución se cebase particularmente con los apoyos, los enlaces, los no combatientes, en un tipo de guerra en mi opinión vinculado -con las lógicas diferencias de grado- a las formas de la guerra contrainsurgente en Europa contra las resistencias a la ocupación del Eje.
Una guerra donde muchas mujeres se vieron atrapadas. Mujeres de todas las edades, también niñas y adolescentes, que de norte a sur de la Península fueron agentes activas de la guerrilla o padecieron las consecuencias de vivir en el teatro de operaciones de la guerra civil que en su forma de guerra irregular enfrentó a la resistencia con las fuerzas del orden del Nuevo Estado, principalmente la Guardia Civil. Perseguidas, investigadas, juzgadas: mujeres que, por decisión consciente, vínculo afectivo o supervivencia, y mayoritariamente sin la capacidad de combatir con las armas, sufrieron persecución, encarcelamientos, palizas, torturas. O humillaciones repugnantes, como la que tuvo que sufrir la joven Águeda, de 21 años y residente en una finca en un pueblo sevillano cuyo nombre omito, igual que el de su madre o los apellidos de ambas, para evitar su identificación.
Bibliografía mínima:
Joanna Bourke, Rape: A History from 1860 to the Present, Virago, 2008.
Claudia Cabrero, Mujeres contra el franquismo (Asturias 1937-1952). Vida cotidiana, represión y resistencia, Oviedo, Ediciones KRK, 2006.
Raül González Devís, Maquis i masovers. Entre la resistència, la supervivència i el terror, Benicarló, Onada Edicions, 2018.
Arnau Fernández Pasalodos, Hasta su total exterminio. La guerra antipartisana en España, 1936-1952, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2024.
Diego Gaspar Celaya, “Combatir sin armas. Mujeres españolas al servicio de la Francia combatiente, 1940-1945”, Historia social, 97 (2020), pp. 135-155.
Jorge Marco, Guerrilleros y vecinos en armas: identidades y culturas de la resistencia antifranquista, Granada, Comares, 2012.
Mercedes Yusta “Las mujeres en la resistencia antifranquista, un estado de la cuestión”, Arenal: Revista de historia de mujeres, 12:1 (2005), pp. 5-34.
Mercedes Yusta, “Hombres armados y mujeres invisibles. Género y sexualidad en la guerrilla antifranquista (1936-1952)”, Ayer, 110 (2018), pp. 285-310.
Mercedes Yusta, ““A mí no me matarán como a un perro”. Voces y experiencias de las mujeres de la guerrilla antifranquista en la España de posguerra”, Conversacíon sobre la historia 15 enero 2024 y Revista Universitaria De Historia Militar, 13/27 (2024), pp. 18-43.
Mercedes Yusta y Laurent Douzou (eds.), La Résistance à l’épreuve du genre. Hommes et femmes dans la Résistance antifasciste en Europe du Sud (1936-1949), Rennes, Presses universitaires de Rennes, 2018.
Notas
[1] Este artículo se inserta en VOLGA, proyecto realizado con la Beca Leonardo a Investigadores y Creadores Culturales 2022 de la Fundación BBVA. La Fundación no se responsabiliza de las opiniones, comentarios y contenidos incluidos en el proyecto, los cuales son total y absoluta responsabilidad de su autor. Forma parte de un libro, La guerra degenerada. Violencia, género y resistencia en la España de posguerra, que aparecerá en Pasado&Presente en 2025. Para facilitar su lectura, he limitado al máximo las referencias bibliográficas (que podrán verse en la versión final), señalando una bibliografía final con las obras referenciadas. Con mi agradecimiento a Diego Gaspar y a los miembros del jurado del II Premio Conversación sobre la Historia por su lectura y comentarios.
[2] Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo. Sumario 962. Legajo 376.
*El jurado del II Premio Conversación sobre la Historia decidió premiar el 12 de enero de 2024 este artículo que ahora se publica.
Fuente: Conversación sobre la historia
Portada: Mujeres de Salar en la cárcel de Granada hacia 1950-51 (foto del libro de David García Casas, Alba Arán Herrera y Ana Guardia Rubio (coords.) Historia de la guerrilla antifranquista en el poniente granadino, Foro por la Memoria de Granada, 2012.
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