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Hoy hace 78 años que comenzaron a llegar los primeros presos, que dormían a la intemperie y no disponían de letrinas ni servicio médico.
El 30 de marzo de 1938, hace hoy 78 años, comenzaron a llegar los primeros presos al campo de concentración de Torremolinos. Se trata de uno de los episodios más oscuros y desconocidos del municipio, por entonces un barrio de Málaga capital. Al sur del actual campo de fútbol de El Pozuelo fue levantada una alambrada de metro y medio de altura que se extendía de forma rectangular por buena parte de la avenida de la Libertad. En abril de 1939 el número de presos censados en este campo, situado al aire libre, sin barracones ni letrinas, ascendía a 4.494, un dato que lo convierte en el más numeroso de la provincia. Una pequeña escuela ubicada en las inmediaciones servía como cuartel general para las tropas franquistas responsables de vigilar a los presos, que dormían a la intemperie y no disponían de servicios médicos.
La espiral de violencia desatada durante la Guerra Civil escribió uno de sus capítulos más crueles en los campos de concentración, que han sido investigados por, entre otros, Javier Rodrigo, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona. Rodrigo detalla la «gran oleada» de este tipo de campos que se produjo en Andalucía en los compases finales de la contienda. Junto al de Torremolinos, en la provincia de Málaga se construyeron otros campos como los de Alhaurín el Grande, Antequera, Ronda y La Aurora, este último en la capital y donde llegaron a estar recluidas 4.300 personas.
El secretario del Foro por la Memoria Histórica de Málaga, Miguel Cerón, sostiene que resulta imposible cuantificar el número de fallecidos: «No hay ningún documento que recoja los fusilamientos ni las muertes provocadas por las malas condiciones de vida». El historiador Carlos Blanco relata que los días en el campo de concentración de Torremolinos comenzaban «con un golpe de corneta» y que por lo general los presos recibían como única comida «una lata de sardinas». La falta de techo provocaba situaciones dramáticas, con el campo embarrado por la lluvia y los recluidos abriendo huecos en la tierra para guarecerse: «Hacían sus necesidades en zanjas que se cubrían una vez se habían llenado, aunque por suerte había una alberca destinada al regadío del Cortijo del Moro que daba alguna posibilidad de beber y lavarse».
Un acto celebrado en febrero del año pasado homenajeó a los presos, ya fallecidos, y contó con algunos testimonios, como el de María González Casado, cuya madre llevaba comida a los recluidos: «Le pedían que rezara para que no lloviera». También Ana María Márquez recuerda que su madre le contaba «que algunas mujeres entregaban la comida a escondidas, entre los alambres de espino, y a veces los hombres ya no estaban al día siguiente». Los traslados a la prisión provincial y la poca seguridad propiciaron la desaparición del campo a finales de 1939.
Izquierda Unida llevará el asunto al pleno de mañana para solicitar que se instale un monolito y una placa en homenaje a los presos, una moción que no ha despertado la unanimidad de los grupos municipales, aunque habrá que esperar a la sesión para conocer su voto final. Ya el año pasado, el exalcalde, Pedro Fernández Montes, se negó a reconocer la existencia de un campo de concentración. «Fue de internamiento», matizó luego.
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