diumenge, 9 de setembre del 2018

La liturgia de la muerte.


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Imagen del documental “La Memoria interior, los fusilados de San Lorenzo” de Carlos Reyes Lima
El cura de La Isleta se acercó al campo de tiro tras la llamada del teniente Lázaro, había que intentar confesar a los cinco rojos que iban a fusilar esa tarde de marzo, atravesó la inmensa explanada de los desfiles y juras de bandera, preguntó al cabo de guardia donde estaban los reos, tras una llamada telefónica, al momento aparecieron un grupo de falangistas que lo guiaron hasta el pequeño barracón, allí se encontraban cuatro paisanos, entre ellos el joven alcalde comunista de San Lorenzo, Juan Santana Vega, los llantos se escuchaban desde la distancia, en la puerta vigilaban dos soldados con bayoneta calada, se abrió la puerta y en su interior estaban aquellos hombres, pálidos, asustados, desencajados, con heridas en la cara, magulladuras en los brazos, sangre en sus ropas de los golpes recibidos en el traslado, un viaje accidentado desde el campo de concentración de Gando, con varias paradas para apalearlos.
Aquel viejo sacerdote sacó de una pequeña bolsa de papel, el rudimentario instrumental, los objetos litúrgicos que usaba en los últimos momentos de sus feligreses, dio las buenas tardes, eran las 12,00 del mediodía, faltaban solo cuatro horas para el fusilamiento de los cinco de San Lorenzo, Manuel, Antonio, Francisco y Juan, en otro punto del cuartel de artillería tenían recluido a Matías López, su condición de militar llevaba otro protocolo previo a la ejecución, tras la sentencia del consejo de guerra sumarísimo por “rebelión militar”.
“Vengo a ayudaros en estos momentos previos al encuentro con nuestro señor Jesucristo en su infinita misericordia”. Los hombres solo lo miraron como estupefactos, no dijeron nada, el llanto brotaba de varios, Pancho pedía por sus tres hijos y su mujer, el párroco se limitó a escuchar, dar bendiciones y echarles su agua bendita, era imposible realizar una confesión en aquel ambiente de desesperación, todos sabían que iban a ser fusilados, su delito, defender la legalidad vigente, haber sido elegidos en elecciones democráticas, trabajar en aquel desgraciado ayuntamiento, colaborar en la mejora de las condiciones de vida de las personas empobrecidas.
El capellán militar ya le había advertido de su intento de confesión a Matías López, como se negó y le dijo con una entereza que daba miedo, que “venía a apadrinar el crimen”, el cura con galones de sargento le advirtió con palabras rudas y marciales, que “estos rojos no tenían remedio, que preferían morir en el pecado que entregarse a los brazos piadosos y misericordiosos de nuestro señor”.
No dejaba de ser duro para aquel clérigo de barrio ver a aquellos hombre jóvenes a punto de ser fusilados, le costó mucho pasar aquellos escasos instantes en un recinto impregnado de tristeza, en el fondo sabía que no habían hecho nada malo, que el terror implantado por la oligarquía isleña y el ejercito iba a causar cinco muertes mas, miles en toda Canarias en unos meses de terror, de odios, de falsas acusaciones, de paseíllos de madrugada, de crímenes horrendos, de torturas y violaciones en comisarías y cuarteles.
Los reos callaron, se hizo un silencio sepulcral, cuando el cura rezó un padrenuestro arrodillado ante ellos con los brazos en cruz, le escucharon hablar de la muerte de Cristo, de que fue traicionado por Judas, de cómo los romanos no aguantaron que defendiera a los humildes, que nunca la perdonaran que siempre estuviera rodeado de tullidos, prostitutas, leprosos, personas expulsadas de sus casas por los crueles legionarios.
Por sus mentes pasaron a una velocidad de vertido, entre los rezos del sacerdote, los momentos de lucha, las asambleas en los tomateros bajo la mirada amenazadora de los capataces, de los terratenientes que llenos de odio siempre acababan llamando a la guardia civil, la represión, las reuniones interminables en el partido, en la Federación Obrera, la satisfacción de ayudar a muchas personas, de defender sus derechos sociales y sindicales, aquel hermoso día del triunfo electoral en las elecciones municipales, aquella mayoría absoluta del Frente Popular, las celebraciones, las banderas republicanas, el momento de la toma de posesión de un alcalde del pueblo, maestro albañil, obrero y proletario.
Don Juan recogió todo su instrumental sagrado bajo la mirada de los hombres sentados en un rincón, acurrucados, como buscando un calor maternal, con los brazos por los hombros, observando como el representante de Cristo les dio la última bendición, antes de partir. Pancho alcanzo a pedirle por sus hijos cuando salía, el cura le dijo que estuviera tranquilo, que localizaría a su mujer en Tamaraceite, no lo hizo nunca, solo se fue cabizbajo, con la piel erizada, casi enfermo de algo parecido a la tristeza.
Al otro lado del cuartel el teniente Lázaro, junto al capitán Bombín y el Sargento Samsó, preparaban el pelotón de fusilamiento, simulaban un fusilamiento, como quien ensaya una obra de teatro macabra, una alegoría de la muerte impulsada por los mandos del alzamiento, un “Viva la muerte”, que definía aquel golpe de estado genocida.
El cura llegó a su parroquia del Carmen media hora antes del fusilamiento, se fue directo al altar y se arrodilló ante la imagen de Cristo crucificado, no sabía muy bien que decir en su plegaria, el estomago revuelto, algo de culpabilidad indefinible. En la montaña de La Isleta se escuchaban los disparos, una ráfaga terrible, un silencio, cinco tiros de gracia.