Permitidme —en lo que haya de egolatría me acojo a vuestra benevolente dispensa— que dibuje una estampa por la cual se vea cómo me puse, por primera vez, en relación con las luchas sociales. Pertenecía yo en Oviedo a una familia de clase media que, por desventuras que no son del caso, se vio lanzada hasta la Bilbao que por entonces empezaba a transformarse en gran urbe. Llegué a Bilbao en enero de 1891. Aún recuerdo —y lo he evocado antes de ahora— el dolor que me produjeron los arcos voltaicos de la luz eléctrica hasta entonces desconocida para mí. Mis ojos enfermos repelían aquella intensísima luminosidad. La familia, con restos, que todavía no eran harapos, de sus vestimentas de clase
media, fue a radicar al barrio más intensamente obrero de la villa. Alguna vez
contaré lo que son las entrañas de un
barrio obrero en una urbe industrial
en formación. El 31 de mayo de 1891,
cumplidos recientemente mis ocho
años —recuerdo la jornada en todos sus detalles—, después de desfilar la cabalgata cascabelera del circo con la banda de música, los «clowns», los gimnastas, las «ecuyéres» y, presidiendo el cortejo, el aeronauta, que era entonces ídolo de las multitudes, a poco de apagarse
los ecos de la música jubilosa, estalló en
el barrio la tragedia.
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