dissabte, 13 d’octubre del 2012

El tiempo no lo cura todo. Pedro Luis Angosto |

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nuevatribuna.es | 12 Octubre 2012 - 20:29 h.
Tras la victoria aliada en la segunda guerra mundial, los europeos –sobre todo alemanes, franceses colaboracionistas e italianos– tuvieron que hacer un profundo ejercicio de instrospección crítica que les llevó a ser conscientes de los horrores que habían causado. Los nuevos gobiernos democráticos no ocultaron a sus pueblos la historia, cuyas puertas quedaron abiertas de par en par para que todo el mundo supiese hasta donde había llegado la barbarie, incluyéndose el conocimiento de la misma en los planes de estudio.
En España ese fenómeno, después de treinta y cinco años de democracia, no se ha producido. ¿Por qué? Quizá por que el genocida murió en la cama, quizá porque la represión brutal que impuso durante cuarenta años dejó, además de víctimas, muchos verdugos, tal vez porque demasiados franquistas siguen estando en primera línea de la vida pública española. Sea como fuere lo cierto es que ese ejercicio de salud pública no ha tenido lugar entre nosotros y que el partido del Gobierno se niega a condenar rotundamente el genocidio perpetrado por Franco y los suyos durante la dictadura. Cosas de familia…
Entre 1940 y 1948 hubo en España 188 campos de concentración, de los cuales 104 fueron estables. Los campos de concentración españoles se hicieron a imagen y semejanza de los alemanes, hasta el punto de que uno de los primeros, el de Miranda de Ebro, fue organizado y dirigido por un alto mando de la Gestapo y las SS, Paul Winzer. Por ellos pasaron más de medio millón de españoles, de los que un diez por ciento murieron, según los informes oficiales, de muerte natural o enfermedad, cifras sin duda mucho mayores pues son miles los desaparecidos, torturados y fusilados de los que desconocemos hasta dónde reposan sus huesos. Uno de los máximos responsables de esos campos de exterminio físico e ideológico fue el Comandante-Psiquiatra Vallejo Nájera quien, al modo de los cirujanos de la muerte, había ideado la teoría del gen rojo, un gen que debía ser estirpado por cualquier medio incluida la lobotomía. Para Vallejo Nájera, el gen rojo no tenía curación y era altamente contagioso. Si no se atajaba a tiempo, España caería de nuevo bajo las garras del comunismo y la masonería.
Para evitar su propagación, aquellos sádicos criminales pergeñaron un plan basado en el debilitamiento físico lento y progresivo de los internos gracias a una dieta pobrísima –una lata de sardinas de 150 gramos al día para cada cinco cautivos–, en el abandono de los fallecidos dentro de los campos para que los viesen sus compañeros, en los trabajos forzados, en las sacas, las torturas y los fusilamientos en presencia de todos –autos de fe–, en el insomnio provocado por el terror constante y en el robo de sus hijos para entregárselos a “familias de bien”, estériles. La perversión y el horror de aquellos campos –cuya finalidad era el exterminio ideológico– llegó a llamar negativamente la atención de Himmler, Jefe de la Gestapo, urdidor del extermino judío-eslavo y organizador de la policía armada franquista. Himmler llegó a decir a Franco que no se podía perseguir a todo el país, que la represión debía ser más selectiva.
En Alicante hubo varios campos de concentración de los que sabemos bien poca cosa pues los supervivientes tienen más de 85 años y casi todos se niegan a hablar “debido al miedo”, porque los asesinos no dejaron resto alguno de ellos, convirtiéndolos después en campos de cereales u hortalizas y porque durante los años sesenta muchos soldados de reemplazo dedicaron todo el tiempo que estuvieron en el ejército a quemar la documentación existente. Hoy poco sabemos de los campos de concentración de Los Almendros y Albatera, pero sí sabemos de su crueldad, de las salvajadas que se hicieron con los que allí fueron recluidos gracias a los testimonios de unos cuantos valientes que se atrevieron a dejar por escrito sus experiencias.
Hace bien poco, se abrieron parcialmente los archivos militares a los investigadores, aunque todavía son muchas las trabas para acceder a ellos. Gracias a esa apertura sabemos aproximadamente el número de campos y prisioneros, gracias a ellos –sabremos mucho más cuando se pueda examinar hasta el último documento secretamente custodiado– podemos afirmar que los campos de concentración franquistas fueron tan crueles como los de Auschwitz o Manhaussen, que tras la guerra, los vencedores llevaron a cabo, sin improvisaciones, un perfecto plan de exterminio político, un genocidio, con el apoyo de los nazis y el consentimiento de ingleses y norteamericanos.
Sin embargo, pese a la evidencia cruel, terrible, desoladora, aquí el partido en el poder se niega a que sepamos nuestra historia, a que ajustemos las cuentas con nuestro pasado y a que los españoles que estuvieron implicados o consintieron esa atrocidad hagan el mismo ejercicio que en su día hicieron alemanes, austriacos, italianos o franceses, un ejercicio imprescindible para una verdadera reconciliación, para ponernos en paz con la historia, para que no consintamos que se mueran los últimos testigos de los crímenes sin saber del todo lo que pasó.