divendres, 12 de desembre del 2014

El final de la guerra, según Paul Preston

http://heraldodemadrid.net/2014/12/11/el-final-de-la-guerra-de-paul-preston/


LIBROS


Una tragedia innecesaria*
Esta es la historia de una tragedia humanitaria evitable que costó muchos miles de vidas y arruinó decenas de miles más. Tiene numerosos protagonistas, pero se centra en tres individuos. El primero, el doctor Juan Negrín, víctima de lo que se podría llamar una conjura de necios, trató de impedirla. Los otros dos fueron responsables de lo acontecido. Uno, Julián Besteiro, actuó con ingenuidad culposa. El otro, Segismundo Casado, con una sorprendente combinación de cinismo, arrogancia y egoísmo.
El 5 de marzo de 1939, el coronel Casado, un eterno insatisfecho que desde mayo de 1938 era comandante del Ejército Republicano del Centro, lanzó un golpe militar contra el Gobierno de Juan Negrín. Irónicamente, así provocó que el final de la Guerra Civil española fuese casi idéntico al comienzo. Como habían hecho Mola, Franco y los demás conspiradores de 1936, Casado dirigió a una parte del ejército republicano en una revuelta contra su Gobierno. Aseguraba, como habían hecho los anteriores, y también sin fundamento alguno, que el Gobierno de Negrín era una marioneta del Partido Comunista y que se avecinaba un golpe de Estado inminente para instaurar una dictadura comunista. Esa misma acusación fue vertida por anarquistas como José García Pradas, quien dijo que Negrín estaba encabezando personalmente un golpe comunista.1 Nada apunta a que fuera así; merece la pena recordar la valoración que hizo de Negrín el gran corresponsal de guerra estadounidense Herbert Matthews, que lo conocía bien:
Negrín no era comunista ni revolucionario… No creo que Negrín se planteara la idea de una revolución social antes de la Guerra Civil… Durante toda su vida, Negrín mostró cierta indiferencia y ceguera hacia los problemas sociales. Paradójicamente, eso lo alineó con los comunistas en la Guerra Civil. Era igual de ciego en un sentido ideológico. Fue un socialista de preguerra solo de nombre. Rusia fue la única nación que ayudó a la España republicana; los comunistas españoles figuraban entre los mejores y más disciplinados soldados; las Brigadas Internacionales, con su cúpula comunista, eran inestimables. Por tanto, el presidente Negrín trabajó con los rusos, pero nunca sucumbió a ellos ni aceptó sus órdenes.2
El doctor Marcelino Pascua, un amigo suyo de toda la vida, expresaba una opinión parecida:
¿Negrín era comunista? ¡Qué gran disparate! Ni a mil leguas. Tenía congenitalmente un fuerte individualismo, en nada propicio a seguir un régimen de disciplina mutua ni una conducta de cooperación colectiva ni a soportar constreñido reglamentaciones y normas dictadas por un partido, ni para atenerse a ciertos comportamientos personales que, como es bien sabido, los instrumentos de ideologías marxistas imponen a sus adherentes. En su «hero worship», el máximo admirado como político era Clemenceau (y no su contemporáneo Lenin) no obstante serle conocida la política represiva y reaccionaria que este tuvo en el poder para con el campo sindical y la persistente enemiga y hasta aversión respecto a los socialistas franceses. Yo interpreté siempre esta veneración suya al «Tigre» como seducido en el fondo por su energía personal y por la eficacia que desplegara como jefe del Gobierno durante la Primera Guerra Mundial. Lo cual aminora la aparente contradicción primordialmente por esa razón de entereza y resolución apuntadas, con la gestión política que Negrín tuvo, o mejor dicho quiso tener, en pragmatismo imperativo que pudiéramos llamar de imbuición clemencista para ganar la guerra cuando ejerció la presidencia del Consejo, catalogado como «socialista».
Según Pascua, Negrín adoptó como eslogan particular el comentario de Clemenceau, según el cual: «Dans la guerre comme dans la paix le dernier mot est à ceux qui ne se rendent jamais».3
Casado afirmaba que había lanzado el golpe porque estaba convencido de que podría frenar la que era una matanza cada vez más insensata y de que sería capaz de obtener la clemencia de Franco para todos, a excepción de los comunistas. Aunque realmente fuera esa su altruista motivación, y existen abundantes pruebas que apuntan a lo contrario, lo hizo de la peor manera imaginable. En sus tratos con Franco se comportó como si no tuviera nada con que negociar. Pareció olvidar el hecho de que Franco estaba obsesionado con Madrid, el símbolo mismo de la resistencia, donde había fracasado en 1936, y al año siguiente en el Jarama y Brunete. A diferencia de Negrín, que podía amenazar con una resistencia continuada cuando Franco recibía las presiones de sus aliados alemanes e italianos para que pusiera fin a la guerra a la mayor brevedad, Casado adoptó la postura de que el conflicto ya estaba perdido. Por tanto, su única esperanza era la idea ingenua y bastante arrogante de que Franco se dejaría convencer por una vaga retórica de patriotismo compartido y espíritu fraternal de la gran familia militar, como si en cierto sentido ambos fuesen iguales.4 A consecuencia de ello, sus acciones provocaron miles de muertes.
Sin duda, la derrota de la República española ya estaba en el horizonte. No obstante, todavía era factible que el desenlace de la guerra permitiera la evacuación de los políticos y soldados que corrían mayor riesgo y que ofreciese garantías a la población civil que quedaba atrás. Tal como había comentado Negrín a Juan-Simeón Vidarte, del Comité Ejecutivo del Partido Socialista: «La paz negociada siempre; la rendición sin condiciones para que fusilen a medio millón de españoles, eso nunca».5 Ernest Hemingway resumía la postura de Negrín de este modo:
En una guerra nunca puedes reconocer, ni siquiera a ti mismo, que todo está perdido. Porque, cuando reconoces que está perdido, te machacan. Aquel que está siendo machacado y se niega a reconocerlo y sigue luchando por más tiempo, gana todas las batallas definitivas; a menos, por supuesto, que lo maten, se muera de hambre o se vea privado de armas o traicionado. Todas estas cosas le ocurrieron al pueblo español. Muchos murieron, sucumbieron al hambre o fueron privados de armas o traicionados.6
Puesto que la República española estaba agotada e internacionalmente aislada, la funesta iniciativa de Casado no hizo sino precipitar su derrota en las peores condiciones imaginables. Su revuelta contra el Gobierno desencadenó una mini guerra civil en el Madrid republicano, que costó la vida de dos mil personas, en su mayoría comunistas, y desbarató los planes de evacuación de centenares de miles de republicanos.7
Se ha afirmado que lo ocurrido fue consecuencia del «hecho» de que Casado era un agente británico. Es poco probable que fuera «agente», ni siquiera que estuviera a sueldo, pero desde luego mantenía contacto con enviados británicos: el representante diplomático Ralph Skrine Stevenson y Denis Cowan, de la Comisión Chetwode, que estaba intentando organizar intercambios de prisioneros. Puesto que el Gobierno británico daba por sentado desde hacía mucho que la República sería derrotada y quería quitarse de encima lo que juzgaba un problema innecesario, no cabe duda de que Stevenson y Chetwode como mínimo animaron a Casado en sus esfuerzos por poner fin a la guerra. El ex comunista Francisco-Félix Montiel afirmaba que «detrás de Casado estaba Londres».8 A finales de febrero de 1939, Casado se reunió con altos mandos comunistas en su cuartel general, conocido en clave como «Posición Jaca». Totalmente fuera de contexto, les aseguró que «no eran ciertos los rumores de que fuera agente del Intelligence Service y que no era responsable de las atenciones y visitas que le hacían miembros de la embajada inglesa».9 La camarilla de Negrín creía que los británicos habían participado en el golpe. Todavía en 1962, el periodista estadounidense Jay Allen escribió a su colega Louis Fischer, ambos amigos de Negrín: «Aparte de Rafael Méndez, cuya dirección no tengo, ¿quién podría informarme sobre el papel del agente del servicio secreto británico que ayudó a llevar a cabo el golpe de Casado?».10
Casado nació el 10 de octubre de 1893 en Nava de la Asunción, en la provincia de Segovia. Fue criado en la estricta disciplina impuesta por su padre, un capitán de infantería, y a los quince años ya era cadete. En 1920 ascendió a teniente e hizo carrera en los despachos, aunque de forma muy competente. Aparte de un período corto y relativamente tranquilo de ocho meses en Marruecos, carecía de experiencia en el campo de batalla. No tenía vínculos políticos, si bien en enero de 1935 fue nombrado jefe de la guardia presidencial de Alcalá Zamora, a quien admiraba. Cuando Alcalá fue reemplazado por Manuel Azaña en mayo de 1936, Casado, que había alcanzado el rango de comandante, consideró que el cargo resultaba mucho menos grato. En agosto de 1936 dimitió de la guardia presidencial aduciendo que trabajar con Azaña era «una horrible tortura». Tras su ascenso a teniente coronel pasó a ser jefe de operaciones del Estado Mayor cuando Largo Caballero se convirtió en presidente y ministro de Defensa. Casado aspiraba a ser jefe del Estado Mayor, pero cuando se le dio ese cargo a Vicente Rojo, fue nombrado inspector general de Caballería. Nunca lo perdonó, y mantuvo un profundo resentimiento hacia Rojo y los comunistas. Sus experiencias en combate —en Brunete en julio de 1937 y en Zaragoza en octubre del mismo año— no salieron bien. No obstante, en 1938, ya ascendido a coronel, consiguió dos puestos importantes como jefe del Ejército de Andalucía y, poco después, del Ejército del Centro.11 Al parecer, el 25 de julio de 1938 mantuvo un encuentro sumamente cordial con la cúpula del PCE en Madrid. Uno de los temas de conversación fue cómo podía organizarse una evacuación escalonada en caso de derrota republicana. Francisco-Félix Montiel aseguraría más tarde que el objetivo del PCE en aquel encuentro era cerciorarse de que pusiera fin a la guerra un traidor incompetente y eximir así al partido de cualquier responsabilidad. En realidad, es mucho más plausible que el propósito de la reunión fuese procurarse la lealtad de Casado y el Ejército del Centro justo cuando las tropas republicanas cruzaban el Ebro. Pero si los comunistas dudaban de la lealtad de Casado, Rojo dudaba de su competencia.12
*primeras páginas del nuevo libro de Paul Preston
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