http://heraldodemadrid.net/2015/03/06/espanoles-en-paris-de-luis-bonafoux/
LIBROS
Alfredo Valenzuela
Con esa coplilla decía Luis Bonafoux que los insurgentes cubanos habían saludado la llegada a la isla del general Valeriano Weyler. Bonafoux escribía como otros pelean, con convencimiento.
La literatura tenía para él la misma utilidad que la pólvora, en un tiempo en el que la pólvora era una interlocutora imprescindible en el debate político. La mayoría de sus textos son breves y contundentes, como detonaciones.
Enemigo del circunloquio, sus títulos, “Bilis”, “Bombos y palos”, “El avispero”, señalan por dónde va su literatura, por dónde iban sus artículos. Su literatura, muy comprometida en todos los sentidos del término, se hizo en los periódicos.
Bonafoux pudo ser cualquier cosa menos un escéptico. Un radical. Alguien orgulloso de que le temieran. Valoró más a sus enemigos, que se repartieron por varios continentes, por su cantidad que por su calidad. Pudo haber sido lo que ahora se conoce como un antisistema, siempre que se tenga en cuenta que Bonafoux se situaría hoy enfrente de cualquier antisistema, ya que el pensamiento hegemónico actual podría identificarse con el que él defendió cuando el pensamiento dominante era el opuesto.
A Bonafoux debió gustarle el sobrenombre de “La víbora de Asnieres”, como le gustaron los conflictos a los que dedicó su vida. Presumía en uno de sus artículos –en la introducción a “Los españoles en París” vuelve a hacerlo- llevando una contabilidad de las bofetadas y los palos que recibía.
De la esgrima dialéctica, Bonafoux apreciaba más la esgrima que la dialéctica. Y si además se acompañaba de un revólver –su “único compañero”-, mejor.
La prensa internacional de la época lo definió como “el más grande agitador de Europa”, el mismísimo Malatesta le escribió para decirle “si no es usted anarquista, merecería serlo” y sus muchos seguidores le tildaron de “moderno Quevedo”. Su única adscripción fue la que él mismo se adjudicó: “Militante en el partido contrario”.
Isidoro Lapuya escribió que “no era malo pero lo parecía” y que “sus rencores se desvanecían pronto, pero tenía la facilidad de que reverdecieran, tan luego como los favorecía el ambiente. Aquellos que de él no habían recibido agravios se hallaban bajo la presión de que podían recibirlos y los ya lastimados estaban esperando la repetición de la ofensa”. También dijo de él que “no era cómodo a título de amigo” y que infundía pavor entre sus adversarios porque “su pluma estaba emponzoñada”.
Con sus quevedos, con su bombín y su corbatín, con sus bigotes de puntas retorcidas, Bonafoux, con traje humilde pero correcto, perteneció a una generación de escritores y de periodistas que eran capaces de ir al campo del honor por una discordancia gramatical.
Bonafoux fue un adelantado, un profeta, un mártir de la causa. Y la causa de Bonafoux no fue otra que combatir la autoridad. No sólo la política y la religiosa, también la literaria. Y la que conceden el egoísmo y la estupidez.
“Yo y el plagiario Clarín” fue la obra que dedicó a denunciar que en la novela de don Leopoldo hay un adulterio, lo que ya había sucedido en otra novela francesa. El choque de Bonafoux con Clarín fue como el de David contra Goliat, sólo que ganó Goliat. Hasta el tiempo le ha dado la razón a Goliat y se ha ido dejando olvidadas las obras de Bonafoux.
A ese olvido, como si el mismo Bonafoux se hubiera dado un pistoletazo en el pie, ha podido ayudar su inclinación al combate, su no saber escribir fuera de la trinchera, su empleo de la literatura como un arma apegada al terreno de su época.
“Los españoles en París” es tal vez su libro menos peleón, el más costumbrista, el más sentimental y humano. En sus páginas no retrata sólo a los grandes del exilio y del turismo sino también a niñas estupradas y a otros supervivientes más o menos dramáticos.
El libro que le dedicó José Fernando Dicenta hace cuarenta años, “La víbora de Asnieres”, y una reciente edición de “Bilis” son los únicos libros de Bonafoux o relacionados con él que pueden encontrarse sin dificultad. Sus otros títulos siguen siendo rarezas. Y es muy oportuno que el primero de los que rescata Renacimiento sea, tal vez, el menos combativo de Bonafoux, por más que sus ganas de combatir se asomen en algún párrafo, en alguna de sus páginas.
De padre francés y madre venezolana, Luis Bonafoux y Quintero nació en Burdeos en 1855 y murió en Londres en 1918. Pasó su infancia en América y estudió leyes con éxito en Madrid. Su estilo conciso y lapidario influyó en grandes articulistas como Julio Camba y Ortega y Gasset. Fundó docenas de periódicos, en unos colaboraron Unamuno y Azorín, otros los sostuvo con el único músculo de su pluma, que ejercitó a diario durante toda su vida. Fue dreyfusista, partidario de la Comuna, defensor de anarquistas, favorable de la emancipación de las últimas colonias, que ya eran solo provincias, y antiyanqui. Algunos amigos suyos olían a pólvora y garrote.
Tuvo que marcharse de España para salvaguardar su integridad. De Francia fue expulsado por responder con pacifismo a la agresión germana en la Primera Guerra Mundial. Mucho antes había sido apedreado en Puerto Rico por criticar las fiestas de Carnaval.
De sus artículos dijo Rubén Darío que eran “la sonora trompera de Bonafoux”. Como Rafael Barret, pensaba que “la multitud berrea”. “A quien se parece usted es a Voltaire”, le dijo José Nakens. Baroja quiso verlo judío. Algunos coetáneos, como Enrique Gómez Carrillo, le consideraron un hombre bueno y generoso, aunque pobre. Un idealista, padre de familia. Fue un sentimental que murió a los tres meses de que lo hiciera su mujer. Tuvo dos hijos y dos hijas, a las que llamó Lágrima y Clemencia. Siempre le gustó pensar que sus artículos eran bombas de tinta que hacían saltar por los aires las convenciones sociales, los tópicos, la sinvergonzonería, la ignorancia, la pereza y la adulación.
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