“España ha dejado de ser católica”
(Discurso integro de Manuel Azaña, publicado por el diario SOL
el 14 de octubre de 1931)
«España ha dejado de ser católica»
He aquí el tema
central del sensacional discurso pronunciado ayer por el Sr. Azaña sobre la
cuestión religiosa. El ministro de la Guerra planteó a la Cámara un importante
problema político
El lector apreciará la importancia del discurso pronunciado
ayer por D. Manuel Azaña en la Cámara constituyente, discurso del que damos el
siguiente texto taquigráfico:
El señor Ministro
de la Guerra (Azaña): Pido la palabra.
El Señor Presidente:
La tiene su señoría.
El señor Ministro
de la Guerra: Señores diputados: Se me permitirá que diga unas
cuantas palabras acerca de esta cuestión que hoy nos apasiona, con el
propósito, dentro de la brevedad de que yo sea capaz, de buscar para las
conclusiones del debate lo más eficaz y lo más útil. De todas maneras, creo que
yo no habría podido excusarme de tomar parte en esta discusión, aunque no
hubiese sido más que para desvanecer un equívoco lamentable que se desenvuelve
en torno de la enmienda formulada por el Sr. Ramos, y que algunos grupos
políticos de las Cortes acogieran. Esta enmienda, merced a la perdigonada que
le disparó el señor ministro de Justicia en su discurso de la otra tarde,
lleva, desde antes de ser puesta a discusión, un plomo en el ala, y ahora,
habiendo modificado la Comisión su dictamen, la enmienda del Sr. Ramos ha
perdido cierta congruencia con el texto que está sometido a deliberación. No me
referiré, pues, al fondo de ella por no faltar a las reglas de la oportunidad;
pero, de todos modos, para llegar a esta indicación, a esta salvedad y a esta
eliminación del equívoco, me interesa profundamente examinar los dos textos que
se contraponen ante la deliberación de las Cortes: el de la Comisión y el voto
particular, buscando más allá del texto legislativo y de su hechura jurídica la
profundidad del problema político que dentro de ellos se encierra.
A mí me parece, señores diputados, que nunca nos
entenderíamos en esta cuestión si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por
su hechura jurídica, si nos empeñásemos en construir un molde legal sin conocer
bien a fondo lo que vamos a meter dentro y si perdiésemos el tiempo en discutir
las perfecciones o las imperfecciones de molde legal sin estar antes bien
seguros de que dentro de él caben todas las realidades políticas españolas que
pretendemos someter a su norma.
Realidades
vitales de España
Realidades vitales de España; esto es lo que debemos llevar
siempre ante los ojos; realidades vitales, que son antes que la ciencia, que la
legislación y que el gobierno, y que la ciencia, la legislación y gobierno
acometen y tratan para fines diversos y por métodos enteramente distintos. La
vida inventa y crea; la ciencia procede por abstracciones, que tienen una
aspiración, la del valor universal; pero la legislación es, por lo menos,
nacional y temporal, y el gobierno –quiero decir el arte de gobernar– es
cotidiano. Nosotros debemos proceder como legisladores y como gobernantes, y
hallar la norma legislativa y el método de gobierno que nos permitan resolver
las antinomias existentes en la realidad española de hoy; después vendrá la
ciencia y nos dirá cómo se llama lo que hemos hecho.
Con la realidad española, que es materia de la legislación,
ocurre algo semejante a lo que pasa con el lenguaje; el idioma es antes que la
gramática y la filología, y los españoles nunca nos hemos quedado mudos a lo
largo de nuestra historia, esperando a que vengan a decirnos cuál sea el modo
correcto de hablar o cuál es nuestro genio idiomático. Tal sucede con la
legislación, en la cual se va plasmando, incorporando, una rica pulpa vital que
de continuo se renueva. Pero la legislación, señores diputados, no se hace sólo
a impulso de la necesidad y de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea;
las leyes se hacen teniendo también en presencia y con respeto de principios
generales admitidos por la ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que
en sus más altas concepciones se remonta a lo filosófico y lo metafísico.
Ahora bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora mismo está
sucediendo, y eso es lo que nos apasiona, que principios tenidos por
invulnerables, inspiraciones vigentes durante siglos, a lo mejor se esquilman,
se marchitan, se quedan vacíos, se angostan, hasta el punto de que la realidad
viviente los hace estallar y los destruye. Entonces hay que tener el valor de
reconocerlo así, y sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren del
sobresalto y el estupor y fabriquen principios nuevos, hay que acudir
urgentemente al remedio, a la necesidad y poner a prueba nuestra capacidad de
inventar, sin preocuparnos demasiado, porque al inventar un poco, les demos una
ligera torsión a los principios admitidos como inconcusos. De no ser así,
señores diputados, sucedería que el espíritu jurídico, el respeto al derecho y
otras entidades y especies inestimables, lejos de servirnos para articular
breve y claramente la nueva ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y
progreso, y en vez de ser garantía de estabilidad en la continuación serían el
baluarte irreductible de la obstrucción y del retroceso. Por esta causa,
señores diputados, en los pueblos donde se corta el paso a las reformas
regulares de la legislación, donde se cierra el camino a la reforma gradual de
la ley, donde se desoyen hasta las voces desinteresadas de la gente que cultiva
la ciencia social y la ciencia del Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo
no está muerto, una revolución, que no es ilegal, sino por esencia antilegal,
porque viene cabalmente a destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado
de la conciencia jurídica. Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría
motinesca, chocará únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley
orgánica del Estado; pero si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y
penetrante, entonces se necesita una transformación radical del Estado, en la
misma proporción en que se haya producido el desacuerdo entre la ley y el
estado de la conciencia pública. Y yo estimo, señores diputados, que la
revolución española, cuyas leyes estamos haciendo, es de este último orden. La
revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de
las libertades públicas, ha resuelto un problema específico de importancia
capital, ¡quien lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos
otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad españoles hasta
la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el
problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente
y aguda, que es la reforma de la propiedad, y este que llaman problema
religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas
sus inevitables y rigurosas consecuencias. Ninguno de estos problemas los ha
inventado la República. La República ha rasgado los telones de la antigua
España oficial monárquica, que fingía una vida inexistente y ocultaba la
verdadera; detrás de aquellos telones se ha fraguado la transformación de la
sociedad española, que hoy, gracias a las libertades republicanas, se
manifiesta, para sorpresa de algunos y disgustos de no pocos, en la contextura
de estas Cortes, en el mandato que creen traer y en los temas que a todos nos
apasionan.
España ha
dejado de ser católica
Cada una de estas cuestiones, señores diputados, tiene una
premisa inexcusable, imborrable en la conciencia pública, y al venir aquí, al
tomar hechura y contextura parlamentaria, es cuando surge el problema político.
Yo no me refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman problema
religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta
manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es
organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e
histórica el pueblo español.
Yo no puedo admitir, señores diputados, que a esto se le
llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de
los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal
donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro
destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora precisamente
cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad,
porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la
curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso
contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación
ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso
brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata
simplemente de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que
acabo de establecer.
Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos
las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que
España era católica en los siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana ponernos a
examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema favorito
de los historiadores apologistas: yo creo más bien que es el catolicismo quien
debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los
Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras
de los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos
morales del catolicismo, como su genio político se derramó por el mundo en las
empresas que todos conocemos. (Muy bien.)
España,
creadora de un catolicismo español
España, en el momento del auge de su genio, cuando España
era un pueblo creador e inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza,
en el cual, sobre todo, resplandecen los rasgos de su carácter, bien distinto,
por cierto, del catolicismo de otros países, del de otras grandes potencias
católicas; bien distinto, por ejemplo, del catolicismo francés; y entonces hubo
un catolicismo español, por las mismas razones de índole psicológica que
crearon una novela y una pintura y un teatro y una moral españoles, en los
cuales también se palpa la impregnación de la fe religiosa. Y de tal manera es
esto cierto, que ahí está todavía casualmente la Compañía de Jesús, creación
española, obra de un gran ejemplar de la raza, y que demuestra hasta qué punto
el genio del pueblo español ha influido en la orientación del gobierno
histórico y político de la Iglesia de Roma. Pero ahora, señores diputados, la
situación es exactamente la inversa. Durante muchos siglos, la actividad
especulativa del pensamiento europeo se hizo dentro del Cristianismo, el cual
tomó para sí el pensamiento del mundo antiguo y lo adaptó con más o menos
fidelidad y congruencia a la fe cristiana; pero también desde hace siglos el
pensamiento y la actividad especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de
ser católicos; todo el movimiento superior de la civilización se hace en contra
suya y, en España, a pesar de nuestra menguada actividad mental, desde el siglo
pasado el catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento
español. Que haya en España millones de creyentes, yo no os lo discuto; pero lo
que da el ser religioso de un país, de un pueblo y de una sociedad no es la
suma numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su
mente, el rumbo que sigue su cultura. (Muy bien.)
Por consiguiente, tengo los mismos motivos para decir que
España ha dejado de ser católica que para decir lo contrario de la España
antigua. España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos
y muy importantes disidentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de
la literatura castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que
existan ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes. ¿Y podía el
Estado español, podía algún Estado del mundo estar en su organización y en el
pensamiento desunido, divorciado, de espaldas, enemigo del sentido general de
la civilización, de la situación de su pueblo en el momento actual? No, señores
diputados. En este orden de ideas, el Estado se conquista por las alturas,
sobre todo si admitimos, como indicaba hace pocos días mi eminente amigo el Sr.
Zulueta en su interesante discurso, si admitimos –digo– que lo característico
del Estado es la cultura. Los cristianos se apoderaron del Estado imperial
romano cuando, desfallecido el espíritu original del mundo antiguo, el Estado
romano no tenía otro alimento espiritual que el de la fe cristiana y las
disputas de sus filósofos y de sus teólogos. Y eso se hizo sin esperar a que
los millones de paganos, que tardaron siglos en convertirse, abrazaran la nueva
fe. Cristiano era el Imperio romano, y el modesto labrador hispanorromano de mi
tierra todavía sacrificaba a los dioses latinos en los mismos lugares en que
ahora se alzan las ermitas de las Vírgenes y de los Cristos. Esto quiere decir
que los sedimentos se sobreponen por el aluvión de la Historia, y que un
sedimento tarda en desaparecer y soterrarse cuando ya en las alturas se ha
evaporado el espíritu religioso que lo lanzó.
La transformación
del Estado español
Estas son, señores diputados, las razones que tenemos, por
lo menos, modestamente, las que tengo yo, para exigir como un derecho y para
colaborar a la exigencia histórica de transformar el Estado español, de acuerdo
con esta modalidad mueva del espíritu nacional. Y esto lo haremos con
franqueza, con lealtad, sin declaración de guerra; antes al contrario, como una
oferta, como una proposición de reajuste de la paz. De lo que yo me guardaré
muy bien es de considerar si esto le conviene más a la Iglesia que el régimen
anterior. ¿Le conviene? ¿No le conviene? Yo lo ignoro; además, no me interesa;
a mí lo que me interesa es el Estado soberano y legislador. También me guardaré
de dar consejos a nadie sobre su conducta futura, y , sobre todo,
personalmente, me guardaré del ridículo de decir que esta actitud nuestra está
más conforme con el verdadero espíritu del Evangelio. El uso más desatinado que
se puede hacer del Evangelio es aducirlo como texto de argumentos políticos, y
la deformación más monstruosa de la figura de Jesús es presentarlo como un
propagandista demócrata o como lector de Michelet o de Castelar, o quién sabe
si como un precursor de la ley Agraria. No. La experiencia cristiana, señores
diputados, es una cosa terrible, y sólo se puede tratar en serio; el que no la
conozca que deje el Evangelio en su alacena y que no lo lea; pero Renán lo ha
dicho: «Los que salen del santuario son más certeros en sus golpes que los que
nunca han entrado en él.»
Y yo pregunto, señores diputados, sobre todo a los grupos
republicano y socialista, más en comunión de ideas con nosotros: esto que yo
digo, estas palabras mías, ¿os suenan a falso? Esta posición mía, la de mi
partido, ¿es peligrosa para la República? ¿Creéis vosotros que una política
inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto del Estado español y de la
Historia española, conduciría a la República a alguna angostura donde pudiese
ser degollada impunemente por sus enemigos? No lo creéis. Pues yo, con esa
garantía, paso ahora a confrontar los textos en discusión.
La
enmienda del señor Ramos
Nosotros dijimos: separación de Iglesia y del Estado. Es una
verdad inconcusa; la inmensa mayoría de las Cortes no la ponen siquiera en
discusión. Ahora bien, ¿qué separación? ¿Es que nosotros vamos a dar un tajo en
las relaciones del Estado con la Iglesia, vamos a quedarnos del lado de acá del
tajo y vamos a ignorar lo que pasa en el lado de allá? ¿Es que nosotros vamos a
desconocer que en España existe la Iglesia católica con sus fieles, con sus
jerarcas y con la potestad suprema en el Extranjero? En España hay una Iglesia
protestante, o varias, no sé, con sus obispos y sus fieles, y el Estado ignora
absolutamente la Iglesia protestante española. ¿Vosotros concebís que para el
Estado la situación de la Iglesia católica pueda ser mañana la que es hoy la de
la Iglesia protestante? A remediar este vacío vino, con toda su buena voluntad
y toda la agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que momentáneamente
fue aceptada por unos cuantos grupos del Parlamento. El propósito de esta
enmienda era justamente, como acaba de indicar el señor presidente de la
Comisión, sujetar la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha, por lo visto,
perecido. Mi eminente amigo Sr. De los Ríos no debe ignorar que en una Cámara
como ésta, tan numerosa, en una cuestión tan de estricto derecho como es esta
materia de la Corporación de Derecho público, la mayoría de las opiniones –y no
hay ofensa, porque me incluyo entre ellas–, la mayoría de las opiniones tiene
que decidirse por el argumento de autoridad, y habiéndose pronunciado en contra
una tan grande como la del ministro de Justicia, esta pobre idea de la
Corporación de Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo lamento que la
Cámara, tan numerosa oyendo al señor ministro, no oyese la contestación, bien
aguda, del Sr. Ramos: pero esto ya es inevitable.
Objeciones
al discurso de D. Fernando de los Ríos
¿Qué nos queda, pues? En el discurso del señor ministro de
Justicia, al llegar a esta cuestión, yo eché de menos algo que me sustituyese a
esa garantía jurídica de la situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo
recuerdo bien; pero en esta parte del discurso del señor De los Ríos notaba yo
una vaguedad, una indecisión, casi un vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad,
ese vacío, esa indecisión me llenaba a mí de temor y de recelo, porque ese
vacío lo veo llenarse inmediatamente con el Concordato. No es que su señoría
quiera el Concordato, no lo queremos ninguno; pero ese vacío, ese tajo dado a
una situación, cuando más allá no queda nada, pone a un Gobierno republicano, a
éste, a cualquiera, al que nos suceda, en la necesidad absoluta de tratar con
la Iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En condiciones de inferioridad: la
inferioridad que produce la necesidad política y pública.(Muy bien.) Y
contra esto, señores, nosotros no podemos menos de oponernos, y buscamos una
solución que, sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano,
al Estado laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer
ni la acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia
de Roma; eso para mí es fundamental.
Presupuestos
y bienes
Otros aspectos de la cuestión son menos importantes. El
presupuesto del clero se suprime, evidente; y las modalidades de la supresión,
francamente os digo que no me interesan, ni al propio señor ministro de
Justicia le puede parecer mejor ni peor una fórmula u otra. Creo habérselo
oído, creo que lo ha dicho públicamente: que sea sucesivamente, que sea en cuatro
años amortizando el 25 por 100 del presupuesto en cada uno, esto no tiene
ningún valor sustancial; no vale la pena de insistir.
La cuestión de los bienes es más importante: yo en esto
tengo una opinión, que me voy a permitir no adjetivar, porque quizá el adjetivo
fuese poco parlamentario, adjetivo que recaería sobre mí propio. Se discute
aquí el valor de orden moral y jurídico que pueden representar las sumas que el
Estado abona a la Iglesia, trayendo la cuestión de la época desamortizadora: si
los bienes valen más o menos (un señor diputado recordaba que la Universidad de
Alcalá se vendió en 14.000 pesetas, y no fueron 14.000 pesetas, que fueron
90.000 reales, y no valía más); si las sumas recibidas a lo largo del siglo
equivalente o no al montante total de los valores desamortizados y se hacen
cuentas como si se liquidara una Sociedad en suspensión de pagos o en quiebra.
Yo no estoy conforme con eso, lo dijese o no Mendizábal y sus colaboradores. Lo
que la desamortización representa es una revolución social, y la burguesía
ascendente al Poder con el régimen parlamentario, dueña del instrumento
legislativo, creó una clase social adicta al régimen, que fue ella misma y sus
adlátares, pero como eso no es un contrato jurídico ni un despojo, nada de eso,
sino toda la obra inmensa, fuera de las normas legales, incapaz de
compensación, de una revolución de orden social, la burguesía parlamentaria,
harto débil, creó entonces los instrumentos y los apoyos necesarios para al
Estado liberal naciente, una cosa que tienen que hacer todos los Estados cuando
se reforman con esa profundidad, no hay que olvidarlo.
Ahora se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a
reivindicar esos bienes. Yo creo que no, pero la verdad es, señores diputados,
que la Iglesia los ha reivindicado ya. Durante treinta y tantos años en España
no hubo Ordenes religiosas, cosa importante, porque, a mi entender, aquellos
años de inexistencia de enseñanza congregacionista prepararon la posibilidad de
la revolución del 8 y de la del 73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto las
Ordenes religiosas, se han encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros
poseedores, y la táctica ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los
bienes se han precipitado sobre las conciencias de los dueños y haciéndose
dueños de las conciencias tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy
bien.)
Este es el secreto, aun dicho en esta forma pintoresca, de
la evolución de la clase media española en el siglo pasado; que habiendo
comenzado una revolución liberal y parlamentaria, con sus pujos de radicalismo
y de anticlericalismo, la misma clase social, quizá los nietos de aquellos
colaboradores de Mendizábal y de los desamortizadores del año 36, esos mismos,
después de esa operación que acabo de describir, son los que han traído a
España la tiranía, la dictadura y el despotismo, y en toda esta evolución está
comprendida la historia política de nuestro país en el siglo pasado.
El
problema de las Ordenes religiosas
En realidad, la cuestión apasionante, por el dramatismo interior
que encierra, es la de las Ordenes religiosas: dramatismo natural porque se
habla de la Iglesia, se habla del presupuesto del clero, se habla de Roma; son
entidades muy lejanas que no toman para nosotros forma ni visibilidad humana;
pero los frailes, las Ordenes religiosas, sí.
En este asunto, señores diputados, hay un drama muy grande,
apasionante, insoluble. Nosotros tenemos, de una parte, la obligación de
respetar la libertad de conciencia, naturalmente, sin exceptuar la libertad de
la conciencia cristiana; pero tenemos también, de otra parte, el deber de poner
a salvo la República y el Estado. Estos dos principios chocan, y de ahí el
drama que, como todos los verdaderos y grandes dramas, no tiene solución. ¿Qué
haremos, pues? ¿Vamos a seguir (claro que no, es un supuesto absurdo), vamos a
seguir el sistema antiguo, que consistía en suprimir uno de los términos del
problema, el de la seguridad e independencia del Estado, y dejar la calle
abierta a la muchedumbre de Ordenes religiosas para que invadan la sociedad
española? No. Pero yo pregunto: ¿es legítimo, es inteligente, es útil suprimir,
por el contrario, por una reacción explicable y natural, el otro término del
problema y borrar todas las obligaciones que tenemos con esta libertad de
conciencia? Respondo resueltamente que no. (Muy bien, muy bien.) Lo
que hay que hacer –y es una cosa difícil, pero las cosas difíciles son las que
nos deben estimular–; lo que hay que hacer es tomar un término superior a los
dos principios en contienda, que para nosotros, laicos, servidores del Estado y
políticos gobernantes del Estado republicano, no puede ser más que el principio
de la salud del Estado. (Muy bien.)
La salud del Estado, a mi modo de ver, es una cosa
hipotética, un supuesto, como el de la salud personal: la salud del Estado,
como la de las personas, consiste en disponer de la robustez suficiente para
poder conllevar los achaques, las miserias inherentes de nuestra naturaleza. En
tal Estado existen corrupciones, desmanes, desvíos de la buena administración y
de la buena justicia; torpezas de gobierno que, por ser el Estado poderoso,
denso y arraigado, no se notan, y que trasladadas a otro Estado más nuevo, más
débil, menos arraigado, acabarían con él instantáneamente. Por consiguiente, se
trata de adaptar el régimen de salud del Estado a lo que es el Estado español
actualmente.
Criterio para resolver esta cuestión. A mi modesto juicio es
el siguiente: tratar desigualmente a los desiguales; frente a las Ordenes
religiosas no podemos oponer un principio eterno de justicia, sino un principio
de utilidad social y de defensa de la República. Esto no tiene un rigor
matemático ni puede tenerlo; pero todas las cuestiones de gobierno,
afortunadamente, no están encajadas en este rigor, sino que depende de la presteza
del entendimiento y de la ligereza de la mano para administrar la realidad
actual. (Muy bien, muy bien.) Tratar desigualmente a los
desiguales, porque no teniendo nosotros un principio eterno de justicia
irrevocable que oponer a las Ordenes religiosas, tenemos que detenernos en la
campaña de reforma de la organización religiosa española allí donde nuestra
intervención quirúrgica fuese dañosa o peligrosa. Pensad, señores diputados,
que vamos a realizar una operación quirúrgica sobre un enfermo que no está
anestesiado y que en los debates propios de su dolor puede complicar la
operación y hacerla mortal, no sé para quien, pero mortal para alguien. (Muy
bien, muy bien.)
Y como no tenemos frente a las Ordenes religiosas ese
principio eterno de justicia, detrás del cual debiéramos ir como hipnotizados,
sin rectificar nunca nuestra línea de conducta, y como todo queda encomendado a
la prudencia, a la habilidad del gobernante, yo digo: las Ordenes religiosas
tenemos que proscribirlas en razón de su temerosidad para la República. ¿El
rigor de la ley debe ser proporcionado a la temerosidad (digámoslo así, yo no
sé siquiera si éste es un vocablo castellano) de cada una de estas Ordenes, una
por una? No; no es menester. Por eso me parece bien la redacción de este dictamen;
aquí se empieza por hablar de una Orden que no se nombra. «Disolución de
aquellas Ordenes en las que, además de los tres votos canónicos, se preste otro
especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado.» Estos
son los Jesuítas. (Risas.)
Disolución
de las Ordenes
Pero yo añado a esto una observación, que, lo confieso, no
se me ha ocurrido a mí; me la acaba de sugerir un eminente compañero. Aquí se
dice: «Las Ordenes religiosas se sujetarán a una ley especial ajustada a las
siguientes bases.» Es decir, que la disolución definitiva, irrevocable,
contenida en este primer párrafo, queda pendiente de lo que haga una ley
especial mañana: y a mí esto no me parece bien; creo que esta disolución debe
quedar decretada en la Constitución (Muy bien.), no sólo porque es
leal, franco y noble decirlo, puesto que pensamos hacerlo, sino porque, si no
lo hacemos, es posible que no lo podamos hacer mañana; porque si nosotros
dejamos en la Constitución el encargo al legislador de mañana, que incluso podréis
ser vosotros mismos, de hacer una ley con arreglo a estas normas, fijaos bien
lo que significa dejar pendiente esta espada sobre una institución tan
poderosa, que trabajará todo lo posible para que estas Cortes no puedan
legislar más. Por consiguiente, yo estimo que en la redacción actual del
dictamen debiera introducirse una modificación, según la cual este primer
párrafo no fuese suspensivo, pensando en una ley futura, sino desde ahora
terminante y ejecutivo.
Respecto a las otras Ordenes, yo encuentro en esta redacción
del dictamen una amplitud que, pensándolo bien, no puede ser mayor; porque
dice: «Disolución de las que en su actividad constituyan un peligro para la
seguridad del Estado.» ¿Y quiénes son éstas? Todas o ninguna; según quieran las
Cortes. De manera que este párrafo deja a la soberanía de las Cortes la
existencia o la destrucción de todas las Ordenes religiosas que ellas estimen
peligrosas para el Estado.
Ahora bien; en razón de ese principio de prudencia
gubernamental, de estilo de gobernar, yo me digo: ¿es que para mí son lo mismo
las monjas que están en Cebreros, o las bernardas de Talavera, o las clarisas
de Sevilla, entretenidas en bordar acericos y en hacer dulces para los amigos,
que los jesuitas? ¿Es que yo voy a caer en el ridículo de enviar los agentes de
la República a que clausuren los conventos de estas pobres mujeres, para que en
torno de ellas se forme una leyenda de falso martirio, y que la República gaste
su prestigio en una empresa repugnante, que estaría mejor empleado en una
operación de mayor fuste? Yo no puedo aconsejar eso a nadie.
Donde un Gobierno con autoridad y una Cámara con autoridad
me diga que una Orden religiosa es peligrosa para la República, yo lo acepto y
lo firmo sin vacilar; pero guardémonos de extremar la situación aparentando una
persecución que no está en nuestro ánimo ni en nuestras leyes para acreditar
una leyenda que no puede por menos de perjudicarnos.
Dos
salvedades
Tengo que hacer aquí dos salvedades muy importantes: una
suspensiva y otra irrevocable y terminante. Sé que voy a disgustar a los
liberales. La primera se refiere a la acción benéfica de las Ordenes
religiosas. El señor ministro de Justicia –y él me perdonará si tantas veces
insisto en aludirle; pero la importancia de su discurso es tal, que no hay más
remedio que referirse a él–, el señor ministro de Justicia trazó aquí en el
aire una figura aérea de la hermana de la Caridad, a la que él prestó,
indudablemente, las fuentes de su propio corazón. Yo no quiero hacer aquí el
antropófago y, por lo tanto, me abstengo de refutar a fondo esta opinión del
Sr. De los Ríos; pero apele su señoría a los que tienen experiencia de estas
cosas, a los médicos que dirigen hospitales, a las gentes que visitan las Casas
de Beneficencia, y aun a los propios pobres enfermos y asilados en estos
hospitales y establecimientos, y sabrá que debajo de la aspiración caritativa,
que doctrinalmente es irreprochable y admirable, hay, sobre todo, un vehículo
de proselitismo que nosotros no podemos tolerar. (Muy bien.)Pues
qué, ¿no sabemos todos que al pobre enfermo hospitalizado se le hace objeto de
trato preferente según cumple o no los preceptos de la religión católica? ¿Y
esto quién lo hace, sino esta figura ideal, propia para una tarjeta postal,
pero que en la realidad se da pocas veces?
La otra salvedad terminante, que va a disgustar a los
liberales, es ésta: en ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún
tiempo, ni mi partido ni yo en su nombre, suscribiremos una cláusula
legislativa en virtud de la cual siga entregado a las Ordenes religiosas el
servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero ésta es la
verdadera defensa de la República. La agitación más o menos clandestina de la
Compañía de Jesús o de ésta o de la de más allá, podrá ser cierta, podrá ser
grave, podrá ser en ocasiones risible, pero esta acción continua de las Ordenes
religiosas sobre las conciencias juveniles es cabalmente el secreto de la
situación política por que España transcurre y que está en nuestra obligación
de republicanos, y no de republicanos, de españoles, impedir a todo trance.(Muy
bien.) A mí que no me vengan a decir que esto es contrario a la
libertad, porque esto es una cuestión de salud pública. ¿Permitiríais vosotros,
los que, a nombre de liberales, os oponéis a esta doctrina, permitiríais
vosotros que un catedrático en la Universidad explicase la Astronomía de
Aristóteles y que dijese que el cielo se compone de varias esferas a las cuales
están atornilladas las estrellas? ¿Permitiríais que se propagase en la cátedra
de la Universidad española la Medicina del siglo XVI? No lo permitiríais; a
pesar del derecho de enseñanza del catedrático y de su libertad de conciencia,
no se permitiría. Pues yo digo que, en el orden de las ciencias morales y
políticas, la obligación de las Ordenes religiosas católicas, en virtud de su
dogma, es enseñar todo lo que es contrario a los principios en que se funda el
Estado moderno. Quien no tenga la experiencia de estas cosas no puede hablar, y
yo, que he comprobado en tantos y tantos compañeros de mi juventud que se
encontraban en la robustez de su vida ante la tragedia de que se le derrumbaban
los principios básicos de su cultura intelectual y moral, os he de decir que
ése es un drama que yo con mi voto no consentiré que se reproduzca jamás. (Grandes
aplausos.)
Si resulta, señores diputados, que de esta redacción del
dictamen las Cortes pueden acordar la disolución de todas las Ordenes
religiosas que estime perjudiciales para el Estado, es sobre la conciencia y la
responsabilidad de las propias Cortes sobre quien recae la mayor o menor
extensión de esto que llamamos el peligro monástico. Sois vosotros los jueces,
no el Gobierno, ni éste ni otro. Y yo estimo que si unas instituciones, si
queda alguna, si las Cortes acuerdan que quede alguna, a quienes se les prohíbe
adquirir y conservar bienes inmuebles, si no es aquel en que habitan, a quienes
se les prohíbe ejercer la industria y el comercio, a quienes se les ha de
prohibir la enseñanza, a quienes se les ha de limitar la acción benéfica, hasta
que puedan ser sustituidas por otros organismos de Estado, y a quienes se les
obliga a dar anualmente cuenta al Estado de la inversión de sus bienes, si son
todavía peligrosos para la República, será preciso reconocer que ni la
República ni nosotros valemos gran cosa. (Risas.)
Planteamiento
del problema político
Y ahora, señores diputados, llegamos a la última parte de la
cuestión. Ya he expuesto la posición histórica y política tal como yo la veo;
he penetrado en el problema político tal como yo me lo describo y llegamos a la
situación parlamentaria. Si yo perteneciese a un partido que tuviera en esta
Cámara la mitad más uno de los diputados, la mitad más uno de los votos, en
ningún momento, ni ahora ni desde que se discute la Constitución, habría
vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una
Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizaría el
sufragio y el rigor del sistema de mayorías. Pero con una condición: que al día
siguiente de aprobarse la Constitución, con los votos de este partido
hipotético, este mismo partido ocuparía el Poder. (Muy bien. Aplausos.) Este
partido ocuparía el Poder para tomar sobre sí la responsabilidad y la gloria de
aplicar, desde el Gobierno, lo que había tenido el lucimiento de votar en las
Cortes.
Por desgracia, no existe este partido hipotético con que yo
sueño, ni ningún otro que esté en condiciones de ejercer aquí la ley rigurosa
de las mayorías. Por tanto, señores diputados, debiendo ser la Constitución, no
obra de mi capricho personal, ni del de sus señorías, ni de un grupo, tampoco
de una transacción en que no se abandonen los principios de cada cual, sino de
un texto legislativo que permita gobernar a todos los partidos que sostienen la
República... (Muy bien), yo sostengo, señores diputados, que
el peso de cada cual en el voto de la Constitución debe ser correlativo a la
responsabilidad en el Gobierno de mañana. Yo planteo la cuestión con toda
claridad: aquí está el voto particular que sostienen nuestros amigos los
socialistas; y yo digo francamente: si el partido socialista va a asumir mañana
el Poder y me dice que necesita ese texto para gobernar, yo se lo voto (Muy
bien, muy bien. Aplausos.) Porque, señores diputados, no es mi partido
el que haya de negar ni ahora ni nunca al partido socialista las condiciones
que crea necesarias para gobernar la República. Pero si esto no es así (yo no
entiendo de estas cosas; estoy discutiendo en hipótesis), veamos la manera de
que el texto constitucional, sin impediros a vosotros gobernar, no se lo impida
a los demás que tienen derecho a gobernar la República española, puesto que la
han traído, la gobiernan, la administran y la defienden. (Muy bien.)
Este es mi punto de vista, señores diputados; mejor dicho,
este es el punto de vista de Acción Republicana, que no tiene por qué disimular
ni su laicismo ni su radicalismo constructor ni el concepto moderno que tiene
de la vida española, en la cual de nada reniega, pero que está resuelta a
contribuir a su renovación desde la raíz hasta la fronda, y que además supone
para todos los republicanos de izquierda una base de inteligencia y
colaboración, no para hoy, porque hoy se acaba pronto, sino para mañana, para
el mañana de la República, que todos queremos que sea tranquilo, fecundo y
glorioso para los que la administren y defiendan. (Grandes y
prolongados aplausos.)
Fuente: http://www.filosofia.org/hem/dep/sol/9311014.htm
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada