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“Padre, cumplirá usted la más alta misión sagrada y humanitaria, si pide que dejen salir a esas inocentes criaturas; ya han sufrido bastante”. Con estas palabras, el pintor y militante republicano Luis Quintanilla terminaba de convencer al sacerdote Enrique Vázquez Camarasa de que entrase en el Alcázar de Toledo para ofrecer una misa. Corría el verano de 1936, acababa de producirse el alzamiento de las fuerzas franquistas contra el Gobierno de la II República, y un millar de sublevados a las órdenes del coronel José Moscardó se había atrincherado en el edificio. En el interior también han quedado atrapados decenas de mujeres, niños y simpatizantes del bando republicano, que Moscardó utilizará como “escudo humano”. La misión que le encarga Quintanilla al padre Camarasa consiste en administrar “auxilios espirituales” a los recluidos en el Alcázar, que soportan condiciones terribles de hambre, sed y enfermedades, producto del hacinamiento. Al acceder, lo que el religioso se encuentra entre ruinas y escombros resulta desolador: supervivientes en condiciones inhumanas, personas heridas, muertos…
El asedio terminaría el 27 de septiembre de 1936, tras más de 70 días, cuando las tropas franquistas rompieron el sitio impuesto por las fuerzas republicanas y liberaron a los sublevados. El episodio del Alcázar de Toledo se convertiría en uno de los mayores actos propagandísticos de la incipiente dictadura, con el general Moscardó elevado a la categoría de héroe y la supervivencia de los amotinados, presentada como una especie de milagro de la fe católica. Nada ni nadie tendría la capacidad de contradecir el relato franquista… salvo un testigo, participante activo en el asedio: Luis Quintanilla. Este “personaje de novela” —según lo define su biógrafa, la historiadora Esther López Sobrado— aguardó varias décadas el momento de contar lo que había presenciado. En 1967, la editorial española en el exilio Ruedo Ibérico publicaría en Francia “Los rehenes del Alcázar de Toledo”. Por los acontecimientos que revelaba, “el libro levantó ampollas en la España franquista de los años sesenta”, subraya López Sobrado. Medio siglo más tarde, en 2015, una editorial española publicaba al fin el relato de Quintanilla en nuestro país. Ahora, la firma Renacimiento acaba de lanzar la segunda edición, con un objetivo muy claro: “que las nuevas generaciones tengan la oportunidad de conocer a este personaje”.
En las páginas de aquel libro prohibido en nuestras fronteras, el pintor Quintanilla va analizando y desmontando, punto por punto, los elementos clave del “episodio mitológico más importante del franquismo”, define Esther López Sobrado. En particular, el argumento clave por el que la inminente dictadura cubriría de elogios al coronel Moscardó. Ha pasado a la historia como cierto que el militar recibió una llamada en el Alcázar el 23 de julio de 1936, durante aquel encierro. La dictadura recreó la conversación, la supuesta amenaza de las milicias republicanas a Moscardó: “Le doy diez minutos de plazo para que rinda el Alcázar. Si no lo hace fusilaremos a su hijo Luis, que está prisionero y le tengo a mi lado”. En la transcripción, el propio hijo participa en la conversación: “Nada: que dicen que van a fusilarme si el Alcázar no se rinde”. Y su padre —y aquí emerge la heroicidad— le contesta: “Pues encomienda tu alma a Dios, da un viva a Cristo Rey y muere como un patriota”. Afirma Luis Quintanilla en su libro que el final del “melodrama” sería “el fusilamiento del hijo del coronel rebelde”. Y, a continuación, rebate la veracidad de aquel capítulo, argumentando que la última comunicación telefónica había tenido lugar el día antes y que, después, el teléfono (y la electricidad) quedó “materialmente cortado” en el Alcázar. Nunca llegaría a producirse tal llamada.
No eran familiares, sino rehenes
El de la célebre llamada telefónica no es el único hecho de aquel capítulo que desmonta Quintanilla. En las páginas de “Los rehenes del Alcázar”, el pintor cántabro matiza los acontecimientos y el lenguaje utilizado en la narración del suceso. Por ejemplo, asegura que las mujeres y niños encerrados en la ciudadela no eran simples familiares que acompañaban voluntariamente a los sublevados, sino verdaderos rehenes, simpatizantes republicanos retenidos por Moscardó. Y tampoco fueron solo decenas: Luis Quintanilla habla de medio centenar, es decir, la mitad de los recluidos en el Alcázar habrían sido prisioneros. Asimismo, el republicano llama a rebajar la importancia histórica de la resistencia y liberación de los sublevados, porque, en su opinión, este capítulo no cambió el curso de la historia ni tuvo repercusión geográfica más allá del maltrecho fortín. En las páginas del volumen publicado originalmente en la editorial Ruedo Ibérico, Quintanilla critica las versiones de historiadores que no contrastan los hechos históricos y, como testigo real de lo sucedido, hace público lo que vio por el deber moral, sostiene, de contar la verdad.
¿Qué ha pasado para que el relato de Quintanilla apenas sea hoy conocido? “Es un hombre al que le pilló la guerra joven, escribió un par de libros sobre Franco en el exilio, en Estados Unidos, y entonces sus trabajos apenas circularon”, explica Abelardo Linares, director de Renacimiento, que acaba de lanzar la segunda edición de “Los rehenes del Alcázar”. Para Linares, uno de los mayores coleccionistas de libros en España, el silencio sobre la obra de Quintanilla es, hasta cierto punto, lógico. “La Guerra Mundial y la Guerra Civil son los temas sobre los que más se ha escrito, se han publicado muchos miles de libros, así que es relativamente razonable que la gente se acuerde únicamente de unos pocos nombres”, aclara Linares, que también ha editado un volumen de memorias sobre el pintor.
Para Esther López Sobrado, sin embargo, la realidad de Luis Quintanilla es mucho más compleja. “Decidí investigar a este personaje como un acto de justicia frente al olvido, y llevo ya cuarenta años tras su pista”, confiesa la biógrafa. Le fascinaron las habilidades de un hombre polifacético —fue pintor, fresquista, grabador o repujador de cuero, entre otros muchos oficios— y su capacidad para mantener viva la curiosidad. Fruto de su insaciable inquietud por aprender, Quintanilla viajó al París de las vanguardias a principios de siglo, cuando era solo un adolescente, y allí entró en contacto con artistas españoles como Juan Gris. Fascinado, regresó a la Ciudad de la Luz en los años veinte para desarrollar su pasión por la pintura y entonces conoció a personajes punteros del momento, como el escritor americano Ernest Hemingway. Fue, en todo caso, su experiencia en Italia (y en Florencia, en particular) la que le cambiaría como artista, y haría de Quintanilla un muralista universal.
Conciencia política
De regreso a España, el autor cántabro se trae también una clara conciencia política, tras observar con horror los desmanes de las milicias paramilitares en la Italia fascista. “La mayoría de los pintores fueron gente independiente que no se vinculaba a ningún partido político, pero Luis Quintanilla fue militante socialista”, subraya Abelardo Linares. Antes de la irrupción de la contienda nacional, comienza a exponer sus murales en diferentes instituciones culturales, como el Museo de Arte Moderno de Madrid y, cuando inicia los frescos del Monumento a Pablo Iglesias, en 1934, es encarcelado. “Sus amigos, los escritores Ernest Hemingway y John Dos Passos, logran sacarlo de la cárcel”, explica la historiadora Esther López Sobrado. Y entonces se encadenan los acontecimientos: los mandatarios republicanos le exigen que cambie los pinceles por las armas, y así participa en acontecimientos bélicos como el asalto al Cuartel de la Montaña —primer enfrentamiento relevante en la guerra fratricida, en Madrid— y en el citado asedio al Alcázar de Toledo. Entretanto, le dio tiempo para dirigir la primera red de espionaje en la zona vascofrancesa, la “red Quintanilla”.
Su proyección internacional se da a continuación, cuando Hemingway lo anima a que se traslade a Nueva York para difundir sus dibujos sobre la guerra, que acabarían exponiéndose en el MoMA en 1938. La figura de Quintanilla comenzó a ser tan popular en Estados Unidos, que le propusieron participar en la Exposición Universal de Nueva York, en 1939. Es entonces cuando —como Pablo Picasso había hecho un par de años atrás en París con el Guernica— Quintanilla realiza cinco grandes frescos bajo el título “Ama la paz, odia la guerra”, donde retrata el horror del siglo XX en diferentes pinturas que titula “Hambre”, “Dolor”, “Destrucción”, “Huida” y “Soldados”. Sus murales, sin embargo, nunca llegarían a exponerse en la ciudad neoyorquina y acabarían perdiéndose. “Hay una diferencia enorme con el Guernica: Picasso nunca estuvo en la guerra civil y, desde la distancia, esperaba que se pudiera ganar; Quintanilla había visto todas sus atrocidades y era consciente de que los republicanos la habían perdido”, precisa López Sobrado.
La vida continúa en Estados Unidos, donde prospera como muralista y llega a participar en la película “Hombres intrépidos” de John Ford como uno de los escenógrafos elegidos por el director norteamericano. El acontecimiento le permitió conocer y retratar a un actor de leyenda, Gary Cooper. Más adelante, Quintanilla afronta un duro episodio de amnesia, causado por los traumas de la guerra, y trata de recuperar tanto la memoria como su mejor versión como pintor… pero comienza a ser consciente de que vive en un mundo distinto, en el que él solo es un exiliado. “Se reúne con artistas españoles y trata de regresar a España, porque a Quintanilla le aterra morir en el exilio”, comenta López Sobrado. Lo logra, finalmente, en 1976. Muere solo dos años después. Ni siquiera le dio tiempo a presenciar las exposiciones que le preparaban los museos de Madrid y Santander. “Me resulta interesante cómo personajes que han vivido situaciones terribles tienen el deseo de contarlas a través de sus escritos o sus dibujos”, destaca Esther López Sobrado sobre Quintanilla y la obra “Los rehenes del Alcázar”. A pesar de ello (o precisamente, por esa necesidad de contar la verdad), la biógrafa reconoce que el artista republicano “sigue apareciendo como un monstruo”, inmerso en un revisionismo histórico contra el que “es muy difícil luchar porque tiene su público”. Ahora, la reedición permitirá seguir acercándose a un testimonio cuyo protagonista merece, realmente, contar su vida como lo que es: una verdadera novela.




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