Muchos fueron los sentimientos que este sábado se encontraron en el páramo de Las Quintanas, en Villabasta de Valdavia, donde los miembros de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica realizaron las catas para determinar la situación de dos fosas donde se podrían hallar los cuerpos de seis represaliados de la Guerra Civil española.
Seis fueron los hombres que murieron a manos «del régimen vencedor», según lo definió Bernardino, que ha ayudado a la asociación a localizar estas fosas, cuyos enterramientos fueron casi presenciados por su tío Andrés Rodríguez, que supo ubicar las fosas en el lugar exacto.
Pasadas las diez de la mañana, el arqueólogo encargado de las catas, Julio del Olmo, de la ARMH de Valladolid, indicó al palista dónde tenía que comenzar a hacer las trincheras para intentar encontrar los primeros restos de los cadáveres.
El propio Andrés fue quien advirtió a primera hora. «No hace falta que vayáis muy lejos, porque están en esta zona, incluso creo que los estamos pisando». No eran aún las once y media de la mañana cuando el arqueólogo comentó que el color de tierra que removía en ese momento no le gustaba, y el cazo de la pala sacaba a la luz los primeros huesos, mostrando los indicios de la primera fosa.
Tras examinarlo detenida y manualmente, fueron descubiertos los dos primeros cuerpos en la pequeña de las fosas, tal y como había explicado el sobrino de Andrés, Bernardino, que informó de la existencia de dos tumbas. «La primera está hecha en un terreno muy duro, y al tener que trabajar con pico y pala, tuvieron que excavar otra fosa, a unos tres metros», algo que también ya indicó Andrés.
Todos los presenten abrazaron a Andrés y le felicitaron por su buena memoria y su precisión, momento en el que se le encharcaron los ojos, presumiblemente por un gran cúmulo de sentimientos.
Lo más impresionante fue la localización, justo encima de la fosa, de un rosal silvestre y de un árbol cuya especie nadie conoce que sea de la zona, por lo que se presumió que alguien lo hubiese plantado allí como un homenaje a los fallecidos.
Después de un intenso trabajo, en el que la meticulosidad fue la mejor arma, se continuó despejando el terreno para intentar descubrir la segunda fosa, que debe contener los cuatro cadáveres restantes.
No sería hasta las cinco y diez de la tarde cuando extendiendo un montón de tierra para retirarlo, Rogelio, el palista, apagó el motor, se bajó y cogió de la tierra un hueso que enseñó al arqueólogo y al forense, Albano de Juan.
Se había descubierto la segunda fosa, aunque no se pudo verificar el número de personas enterradas allí, ya que la exhumación tendrá lugar la próxima semana.
La historia de estos seis hombres es triste y emotiva. Triste por el motivo de su muerte, como todas en una guerra, además de por la penuria que pasaron, por ser abandonados en una cuneta de la carretera que une Saldaña con Cervera de Pisuerga.
Triste, además, porque según cuenta Bernardino, cuando se les buscaron las identificaciones solo se la encontraron a uno, vestido de traje, que llevaba una cédula personal, a la que se le había arrancado el nombre. «Le habían eliminado su identidad», afirma, aunque puntualiza que «en una esquina ponía maestro de Mudá».
Serían los vecinos del pueblo de Villabasta los que, al estar en su terreno municipal y tras haberse inhibido las tres autoridades de la localidad –el cura, el alcalde y el juez de Paz, el primero de ellos prohibiendo enterrarles en el cementerio–, pudieron darles sepultura en las fosas que ellos mismos cavaron. Allí, según contaba ayer Bernardino, varios vecinos rezaron un responso. Pero más emotivo aún que la historia fue cuando todos los presentes se percataron de que sobre la fosa de los dos cuerpos crecía un rosal, y sobre la que contiene los otros cuatro cuerpos, un roble.
Cada uno tenía su propia historia, aunque menos se sabe de los cinco campesinos que del maestro que fuera de Mudá, del que se conoce hasta los últimos días que se le vio con vida.
Sería el cartero quien le diera un mensaje al maestro, que tenía seis hijos y que pasaba hambre, ya que tan solo era alimentado por la beneficencia de los padres de sus alumnos. Este mensaje era claro: que fuese a Santibáñez si quería cobrar, que allí le pagarían, «aunque yo que tú no iría, porque no me ha sonado bien», según relataban ayer algunos vecinos presentes en la exhumación. El maestro le haría caso, pero el hambre acuciaba y no le quedó más remedio que ir. Se calzó su mejor traje y sus mejores zapatos y acudió a cobrar. Sería ese momento el último que pasó con vida, según los testimonios.
Los campesinos, de los que la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica tiene los nombres, provenían de la zona de Santibáñez y Cervera, teniendo como procedencia las poblaciones de Respenda y Villafría, entre otras.
Fue Fidel Franco, el padre de Bernardino, quien vería pasar un camión por Villabasta y le detuvo para preguntar por su carga. «Preguntó qué llevaban y le dijeron que soldados dormidos. Cuando levantó la lona, ya vio los charcos de sangre al lado de las cabezas», comentó Bernardino, explicando la vivencia de su padre, «por lo que ya pasaron muertos por Villabasta, no les mataron aquí».
Fue con trece años cuando Andrés Rodríguez pastoreaba por la zona y vio la tierra de los enterramientos removida. Fue muy duro para él, y aún lo recuerda con un nudo en la garganta. Pasó cuatro años como juez de paz y ocho como alcalde, donde tuvo la oportunidad de ver documentación, entre ella, cédulas personales. «Aún recuerdo cuando los pastores metíamos la cachava en el terreno y dábamos con los huesos», rememora Andrés, quien afirma que tiene ganas de que «se puedan llevar a un cementerio y por fin tengan el trato que se merecen».
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