Fue un día profundamente alegre —muchos que ya éramos viejos no recordábamos otro más alegre—, un día maravilloso en que la naturaleza y la historia parecían fundirse para vibrar juntas en el alma de los poetas y en los labios de los niños.
Mi
amigo Antonio Ballesteros y yo izamos en el Ayuntamiento la bandera tricolor.
Se cantó La Marsellesa;
sonaron los compases del Himno de
Riego. La Internacional
no había sonado todavía. Era muy legítimo nuestro regocijo. La República había
venido por sus cabales, de un modo perfecto, como resultado de unas elecciones.
Todo un régimen caía sin sangre, para asombro del mundo. Ni siquiera el crimen
profético de un loco, que hubiera eliminado a un traidor [se refiere a
Lerroux], turbó la paz de aquellas horas. La República salía de las urnas
acabada y perfecta, como Minerva de la cabeza de Júpiter.
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