De las tres palabras que integran este título que puede sonar trágico, pero que, nos guste o no, están muy bien situadas una junto a otra, la única de la que podemos decir que sabemos bien de qué se trata es la tercera.
Las definiciones de las otras dos han hecho derramar ríos de tinta a los filósofos y a los juristas. Son dos conceptos abismales en su profundidad e inseparables en su relación recíproca.
No olvidemos que en la alegoría del Buen Gobierno, en el Palacio Público de Siena, la Justicia, la sabiduría del derecho, está sentada junto a la Templanza, la sabiduría del tiempo. No puede hacerse justicia sin cabal conciencia del tiempo.
Lo que nos interesa ahora es mostrar esa relación como se ha ido desvelando en hechos concretos, en un país concreto. Me refiero a las fosas sin abrir en el Estado español, a los cientos y miles de personas que han sido arrojadas a esas fosas y al tiempo que transcurre sobre las mismas, fosas y personas. Pero el tiempo no transcurre sólo para las personas muertas, transcurre también para las vivas, que esperan junto a esas fosas, a que les devuelvan los restos de sus familiares.
Y el tiempo pasa sobre unas y sobre otras. Unas bajo la tierra, otras sobre, pero esperando al mismo tiempo que una puerta se abra, la puerta que permita a su vez abrir la tierra para sacar a quienes aún esperan bajo tierra. Pero en España esa puerta no se abre. ¿Qué esperan los que pueden abrirla para dejar que los vivos puedan desenterrar a sus muertos y enterrarlos como siempre los vivos han enterrado a sus muertos?
Sin embargo, el tiempo pasa sobre los vivos mucho más implacablemente que sobre los muertos. Los vivos van cayendo, se van muriendo, se mueren sin haber cumplido su misión de desenterrar y enterrar a los suyos. Los vivos se convierten en muertos y con ellos mueren también las únicas voces que se hacían sentir en nombre de los primeros muertos, aquellos que no cayeron sucumbiendo al tiempo, sino a las balas y cuchillos de sus asesinos.
Y detrás de la puerta que debería abrirse para permitir el reencuentro de los vivos con sus muertos está la Justicia. La Justicia que ignora el tiempo, que tiene los ojos vendados para no ver el tiempo que pasa y destruye. Que se escuda en la venda de sus ojos para no abrir la puerta que vencería al tiempo. Sin embargo, la Justicia aguarda… ¿Qué aguarda? Que transcurra el tiempo, para poder convertirse, sin que lo notemos siquiera, en su posibilidad más propia: la Injusticia.
La Justicia se convierte en Injusticia cuando no tiene en cuenta la muerte, la relación entre tiempo y muerte, la finitud de los seres humanos.
No son los muertos los que la reclaman, sino los vivos, que pronto serán muertos también ellos. Por una parte, la Justicia parece trascender la muerte, como si considerara que los seres humanos somos eternos, que podemos esperar indefinidamente. Por otra, parece especular con la muerte: “ya morirán algún día y dejarán de reclamar”.
Cuando esto sucede, tenemos un Derecho que, en lugar de administrar la Justicia, administra la Injusticia. Un Derecho que decide cuando ya es demasiado tarde, que deniega el acceso a la Justicia cuando apenas queda tiempo para reclamar ese acceso. Un Derecho que sabe más de puertas cerradas que de puertas abiertas, de fosas semiabiertas que de dignas sepulturas. Un Derecho que, en lugar de vencer al tiempo, espera pacientemente que éste pase hasta que llegue la muerte de los vivos, para que así nunca puedan reunirse con sus muertos, ni siquiera muertos.
Poderoso este Derecho, que va más allá de la vida para que todo sea muerte. Débil esta Justicia, que deja que el tiempo la convierta en Injusticia. Poderoso el Tiempo, que vence a la Justicia y trae la Muerte.
Es esta una reflexión sobre el horror que se vive en España. De un horror que perdura y se agrava a medida que va pasando el tiempo. Miles y miles y miles de personas arrojadas no se sabe dónde, que no son restituidas a sus familias ni siquiera cuando son ya un puñado de huesos.
No sabemos dónde están nuestros muertos.
Pretenden que sigamos caminando, cuando no sabemos siquiera sobre quiénes vamos caminando.
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