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HAY QUE CONTENER LA EXPANSIÓN DEL FASCISMO (I)
23 FEBRERO, 2016 AT 8:30 AM
He elegido para este y los próximos posts un título deliberadamente ambiguo. No me refiero a la actualidad. Tampoco deseo entrar si hay hoy fascismo o alguna extraña mutación de esta fracasada ideología. Me refiero al de los años treinta del pasado siglo. Aunque está estudiado exhaustivamente, con cierta periodicidad salen libros y artículos que abordan nuevas facetas, reelaboran los conocimientos adquiridos y escudriñan rincones todavía oscuros. La contención del imperialismo fascista planteó grandes interrogantes en aquel período y enormes desafíos a las políticas de las democracias occidentales pero también a las de la Unión Soviética. Las primeras han sido investigadas pormenorizamente, si bien no de manera exenta de evidentes sesgos. Las segundas lo han sido mucho menos. La interacción entre ambas siempre se ha resentido del acceso libre a los antiguos archivos soviéticos pero también del enfoque ideológico de numerosos historiadores occidentales. En el caso de España no hay sino que remitirse a Bolloten, Payne y a su escuela.
Afortunadamente hace unos meses se ha publicado en el mundo anglosajón por Yale University Press (YUP) un libro excepcional. Extraordinario. YUP ha dado a conocer numerosas obras documentales que han aclarado aspectos esenciales de la política soviética, interna y externa. Pinchó de forma estrepitosa con el libro dedicado a la guerra civil española, dejado en manos de unos cuantos autores liderados por el profesor Ronald Radosh, excomunista o casi y posteriormente renegado activista. El pinchazo no fue tanto por los documentos mismos, que no fueron numerosos, sino por la interpretación, los comentarios y el hilo argumental que intentó trabarlos. Incidentalmente, en los países de habla inglesa consiguió numerosas y gratificantes reseñas, académicas y periodísticas. En España, muy pocas y de fuentes de probadas anteojeras ideológicas. Una casualidad.
Hablamos de hace unos quince años. Ahora YUP se ha redimido con la publicación de la versión abreviada de los diarios de Ivan Maiski, embajador en el Reino Unido entre 1932 y 1943. Lo ha hecho en una edición sumamente cuidada a cargo del profesor Gabriel Gorodetsky de la Universidad de Oxford. Se trata de un sovietólogo eminente, de trayectoria académica brillante y que ha dedicado años a la tarea de comentar, situar y elucidar el contenido de dichos diarios.
La versión abreviada no es corta. Tiene casi 600 páginas que son, en general, oro puro. Está prevista la publicación en tres volúmenes de los diarios completos con el necesario aparato crítico que en el libro que aquí se comenta está reducido al mínimo necesario para que no se pierdan sus, es de esperar, numerosos lectores que ni son especialistas ni están decididos a invertir la suma que presumiblemente necesitarían para adquirirlos.
La contraportada del libro lleva comentarios firmados por Paul Kennedy, Niall Ferguson, Antony Beevor y Richard Overy. Todos reconocen el gran valor de esta edición abreviada. En dos de ellas se ha deslizado alguna pequeña puya (no en vano, afirmaba un dicho muy querido del corresponsal de Le Monde en Moscú en los años setenta, Michel Tatu, nunca se era suficientemente antisoviético). Yo me quedo con la de Kennedy: “¡Asombroso! … Quizá el mejor diario político del siglo XX”. No estoy en condiciones de aceptar sin más tal afirmación. Hay muchos otros diarios que podrían también optar a tal calificativo, pero en cualquier caso es significativa.
Maiski no es un desconocido para los historiadores de la guerra civil española. En su condición de embajador en Londres fue el representante soviético en el Comité de No Intervención y publicó en ruso una pequeña monografía que se tradujo al inglés con el título de Spanish Notebooks y también al español (Cuadernos españoles). Esta última, y supongo que también la primera, por la editorial Progreso en Moscú. También publicó unas memorias, muy adaptadas a las exigencias de la censura soviética, que se tradujeron inmediatamente al alemán y al inglés. En este caso creo que solo para el período de la segunda guerra mundial. Tras dejar el servicio diplomático al final de la contienda pasó a la Academia de Ciencias. Dedicado a la historia impulsó, entre otros aspectos, el interés por España. Una de sus discípulas fue la conocida hispanista Svetlana Pozhárskaya. Casi al final de la dictadura estalinista fue condenado a seis años de prisión “por espionaje”. Se le rehabilitó totalmente en 1955.
Gorodetsky ha tenido la fortuna de trabajar sobre los diarios originales de Maiski, conservados en el archivo del Ministerio ruso de Relaciones Exteriores, y con el permiso de los herederos. Ha invertido más de diez años. No es de extrañar que haya levantado un monumento a Maiski pero, si se me permite la expresión, también a sí mismo y al valor de la investigación académica, más necesaria que nunca en temas que siguen siendo altamente sensibles. Tras haber editado quien esto escribe las memorias de la posguerra civil de Pablo de Azcárate y las de los comienzos de la guerra misma de Francisco Serrat, no tengo inconveniente alguno en postrarme simbólicamente ante Gorodetsky. Solo quien ha editado memorias complicadas tiene idea del inmenso trabajo que conllevan.
Me apresuro a señalar que ni España ni la guerra civil figuran en lugar prominente en esta versión abreviada. No sé si aparecerán, al menos en lo que se refiere a la segunda, en la versión completa. La edición de YUP está pensada, esencialmente, para el mundo de habla inglesa.
Así, por ejemplo, se explica que el lector anglosajón no identifique con facilidad el significado de las idas y venidas de Maiski durante los años de la segunda guerra mundial a Bovingdon, un pueblo al noroeste a unos 60 kms de Londres y en el que residió Juan Negrín. Maiski solía ir a verle los domingos y fue tras hablar largo y tendido con Juan Negrin cuando prácticamente le cogió la noticia del ataque nazi a la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Le llegó a las 8 de la mañana el día siguiente. Por cierto que, como muestra de una cierta insularidad, las páginas dedicadas a Bovingdon, que es fácil localizar en la red, no indican nunca, entre los residentes famosos del pueblo, al expresidente del gobierno republicano.
Maiski tuvo ocasión en los años de su larguísima embajada en Londres de penetrar profundamente en la vida política, diplomática, cultural y social inglesa. Su relación con los políticos, periodistas, intelectuales y medios económicos más influyentes fue intensísima. En una ocasión, cuando las purgas soviéticas se cebaron en los cuadros del Ministerio de Asuntos Exteriores y el servicio diplomático quedó prácticamente descabezado, una de las nuevas estrellas ascendentes en la central moscovita (y luego, en 1943, su sucesor en Londres), criticó severamente los métodos de trabajo de Maiski. Era el director general para Europa Occidental, nada menos. Ordenó a principios de 1940, ¡pásmese el lector!, que restringiera sus contactos a los funcionarios británicos de más alto nivel y que obtuviera sus informaciones de la prensa y de la radio. Como suena. Gorodetsky reproduce algunos extractos de la “pequeña” lección sobre diplomacia en el Reino Unido que le impartió Maiski. Para poder hacer algo, era preciso, indicó, conocer bien por lo menos a un centenar de diputados de los distintos partidos. A ellos habría que añadir otros cuatrocientos más de diversos ámbitos de la vida política, diplomática, mediática, económica, militar, etc.
Y todo ¿para qué? Para suministrar a los servicios centrales el mínimo de información necesario para que juzgasen la situación y perspectivas de la política británica. Algo que solo podía hacer un embajador muy bien enterado y apoyado por los diversos miembros de su misión.
¿Y cuál fue el objetivo de Maiski? Mejorar las relaciones bilaterales, influir lo más posible en la política británica, evitar que los servicios centrales cometieran pifias y limar las inmensas dificultades que se interponían en tal tarea.
El resultado es un libro esencial para conocer ciertas interioridades de la política exterior soviética en la época de Stalin y las percepciones que un analista inteligente pudo extraer de sus contactos íntimos con una muestra amplia de la élite británica en aquellos años de expansión, aparentemente imparable, del fascismo.
Seguirá.
¿UN MINISTERIO AMABLE? El Ministerio de la Gobernación, ese desconocido (y II)
16 FEBRERO, 2016 AT 8:30 AM
Con los presupuestos conceptuales evocados en el post anterior cualquier lector estará anhelante por conocer cómo se autoretrata dicho Ministerio en dos etapas que no fueron amables: la guerra civil y la dictadura franquista. Lo que destaca, ante todo, es una pretendida voluntad de equidistancia. La historia se esboza en términos formales y en omisiones glamorosas. Ya se sabe, una historia oficial -u oficiosa- debe ser rigurosamente “objetiva”. Así, por ejemplo, se habla del “bando republicano” y del “bando nacional”, pero no tema el lector. En alguna ocasión también hay referencias al “Gobierno legítimo de la República” y el contrario recibe el adjetivo de “denominado”. ¿Quién lo desnominaría?
La voluntad de “objetividad” alcanza extremos desusados. Por ejemplo, no se afirma en ningún momento que los servicios de seguridad republicanos estuvieran controlados ya fuese por los malvados comunistas o los sicarios de Stalin. ¡Caramba! Esto sí que es una sorpresa porque tales afirmaciones forman parte integral de las autojustificaciones franquistas y de la controversia intra-republicana. ¿No lo dijeron y repitieron hasta la saciedad anarquistas y poumistas? Entre otros. La cuestión quizá se explique, en términos puramente formales, porque en justa correspondencia la historia del Ministerio omite toda referencia a la penetración nazi-fascista en la España “nacional” y, sobre todo, en los cuerpos de seguridad del “nuevo Estado”.
Item más. La guerra es la guerra es la guerra pero en el caso de esta apasionante historica casi aparece como un picnic. ¿Quién habla de violencia en ella? ¿Qué fue eso de la represión? Rien de rien. A lo sumo pequeñas divergencias entre españoles que, eso sí, compartían gustos comunes como los toros, el cine y el fútbol. A veces, no puede evitarse, aparece la referencia al carácter fratricida de la contienda pero aun así había hermanos que se escribieron cartas en el curso de la misma, por ejemplo los Machado. Sobre las razones de la explosión, el desarrollo, la duración, tampoco rien de rien.
Una pequeña decepción la ofrece el golpe de Casado. Parecería que hubiese sido el resultado de una actitud casi patriótica para lograr un acuerdo entre militares que limitase las anunciadas represalias de los vencedores y, ¡qué espíritu nacional!, “evitar el intento del Gobierno de Negrín de prolongar el conflicto hasta enlazarlo con la inmediata conflagración europea” (p. 141). ¡Una intención muy, pero que muy aviesa!
Por cierto, si no hay la menor referencia a la represión tampoco la encontrará el lector al carácter internacional de la guerra. Los españoles parece que se dieron de mamporros ellos solitos. Y, además, absurdamente.
Las mejores perlas se dejan, claro está, para la dictadura. Sí, se utiliza este término pero, tampoco tema el lector, no se la adjetiva salvo en una ocasión. ¿Por qué? Porque, en el fondo, de lo que se trató era de crear “una especie de versión española del antiguo ideal alemán del Estado administrativo autoritario basado en el Derecho” (p. 149). Ni Linz lo hubiese expresado mejor. ¿Imitación foránea? Sí, un pelín, pero a lo Bismarck. El lector no debe pensar en regímenes abominables como los nazi-fascistas. Franco, eso sí, se esforzó mucho. ¿Para qué? Pues para “presentar al régimen como un sistema limitado de Gobierno sometido a Derecho y a no llamarlo “dictadura” sino “democracia popular orgánica” (DPO).
Admire el lector cómo los historiadores del Ministerio del Interior han descubierto un nuevo concepto. La única DP que he conocido un pelín fue la denominada República Democrática Alemana y no me suena que a ningún tratadista se le ocurriera añadirle la O. Puede ser ignorancia supina. O no. En cualquier caso felicito efusivamente al equipo del ministro Fernández Díaz por haber efectuado una percée conceptual que habrá, cuando se conozca mejor, de dejar admirados a centenares de historiadores, sociólogos y politólogos. Ahora bien, reconozcamos, objetivamente, que los autores son conscientes de que Franco no respondía “ante instituciones jurídico-políticas de raíz y composición democráticas”.
En realidad, los funcionarios del Ministerio del Interior bajo el PP blanquean todo lo que pueden. Destaca un ejemplo antológico al aludir a la famosa ley de 8 de marzo de 1941 sobre reorganización de los cuerpos de seguridad en una tríada compuesta por el General de Policía, el de Policía Armada y de Tráfico y el Instituto de la Guardia Civil. Al lector despistado no le sorprenderá demasiado, sobre todo si recuerda a los escasamente añorados “grises”. Hay que acudir al BOE (8 de abril del mismo año) para saber lo que había detrás: nada más, ni nada menos, que un planteamiento fundamental establecido por tan augusta disposición.
A saber, “la victoria de las armas españolas, al instaurar un Régimen que quiere evitar los errores y defectos de la vieja organización liberal y democrática, exige de los organismos encargados de la defensa del Estado una mayor eficacia y amplitud”. En consecuencia, la “nueva policía española” debía realizar “una vigilancia permanente y total para la vida de la Nación que en los Estados totalitarios se logra merced a una acertada combinación de técnica perfecta y de lealtad”. Para lo cual, previsoramente, ya en 1938 se habían firmado acuerdos de cooperación con la Gestapo y las SS, sin duda hábiles transmisores de técnicas apropiadas y “profesionales” en consonancia con aquellos tiempos que, ¡oh, cielos!, desaparecen en la historia presentada por el ministro Fernández Díaz.
Los alemanes indican esta forma de proceder de hablar a través de las flores. Es una técnica que, al parecer, no se ha olvidado en la capital madrileña. El terrorismo etarra se configura como “independentismo radical vasco” (p. 163), aunque el sustantivo indicado aparece como tal o en forma adjetivada en otras ocasiones. No creo que sea una manifestación de “corrección política”.
Una perla mucho más blanca y valiosa. ¿Qué pasa con la inolvidable Brigada Político-Social (BPS), lo más parecido a la Gestapo que nunca ha habido en España? Pues que solo se la menciona una única vez, mal y de tapadillo. En la misma página, al indicar que la actividad terrorista se inició en agosto de 1968 “con el asesinato del jefe de la Brigada Social de Guipúzcoa”. ¡Pobre hombre! Claro que no se le identifica con su nombre, no sea que entre la vieja generación evoque recuerdos amargos. Se llamaba Melitón Manzanas, de profesión torturador. Se le concedió, por cierto, a título póstumo una medallita como víctima de ETA.
Sobre los comisarios y jefes de la BPS (Yagüe, Blanco, los hermanos Creix, Billy “el niño”, etc.) existe ya una abundante literatura pero sus servicios al Ministerio de la Gobernación de la época hoy ya no se hacen valer. Sic transit….
En definitiva, debemos saludar alborozados la demostración de la probidad investigadora, del celo por la objetividad y de la capacidad de eliminar aspectos hoy no del todo agradables. Esperemos que bajo un nuevo equipo ministerial en los próximos años los funcionarios del Ministerio del Interior hagan algún esfuercillo adicional para poner la historia de tan importante organismo en consonancia con la relevante historiografía, teniendo en cuenta que la opinión pública parece tener en mayor estima hoy a los policías y guardias civiles que a los políticos que los mandan.
¡Ah! No he logrado resolver una duda existencial. Aquel paradigma de insigne servidor del Estado que fue el durísimo ministro de la Gobernación Don Blas Pérez González, ¿llegó a ser presidente del Tribunal Supremo? No me suena, a pesar de haber sido catedrático de Derecho Civil y miembro del glorioso cuerpo jurídico militar. En realidad no es cierto, pero es lo que, en una finta final, se afirma en esta curiosa historia (p. 153). No quiero pensar que tenga mucha importancia porque después de algunas de las omisiones e interpretaciones creativas que he identificado en estos dos posts un tanto apresuradamente, un errorcillo factual de tal porte no significa mucho. ¿O sí?
HAY QUE CONTENER LA EXPANSIÓN DEL FASCISMO (II)
1 MARZO, 2016 AT 8:33 AM
Las memorias de Maisky deberían ser de lectura obligada para los estudiosos de las relaciones internacionales, en particular las de los años treinta y cuarenta del pasado siglo. También para los que quieran aprender algunas técnicas diplomáticas que no suelen alumbrarse en libros convencionales. En ellas aparecen, por lo demás, las interioridades, vistas eso sí por un observador exterior, de una de las políticas, la de apaciguamiento de los dictadores fascistas, que mayores controversias ha despertado, y sigue despertando, en la historiografía. Maisky no pretendió escribir historia. Simplemente pretendió escribir un diario y lo hizo, como era lógico, con cautela y las debidas alabanzas a Stalin. Cuando cayó en desgracia, los diarios no podían ser, en principio, una prueba automática de su presunta deslealtad.
Con todo, el lector no debe llamarse a engaño. Maisky escribió como un diplomático soviético creyente. Defendió a ultranza el sistema soviético y, como buen marxista, anticipó su triunfo, prácticamente casi irremediable, para el siglo XXI. Eso sí, sin que necesariamente ello supusiera el colapso total del capitalismo. También creyó que este disponía de mecanismos que favorecerían su adaptación a circunstancias cambiantes.
Por ello, cuando tuvo que explicar a sus interlocutores británicos, y en especial a Eden, con el que siempre tuvo una buena amistad, que la política soviética hacia la guerra de España no se orientaba por conseguir el triunfo de un sistema para-soviético en la península y que, desde luego, una revolución comunista no estaba a la vuelta de la esquina, no traicionó ni a sus creencias ni a la orientación que entonces seguía el Kremlin.
Lo que estaba en juego en España era la posibilidad de establecer un muro de contención contra la expansión fascista. A decir verdad, la necesidad de este muro se había hecho sentir mucho antes. El profesor Gorodetsky, gran editor y comentarista de los diarios, señala que en sus actuaciones en Londres, el embajador siguió la pauta que marcaba Litvinov, comisario de Relaciones Exteriores. Litvinov había detectado el peligro fascista desde 1931 pero le costó más de un año convencer a Stalin de que la subida de Hitler al poder en 1933 hacía que, en último término, una guerra europea resultase inevitable. La primera manifestación del giro autorizado por Stalin tuvo lugar en diciembre del mismo año, cuando Litvinov empezó a abogar por la conclusión de un pacto regional de defensa mutua dentro del marco de la Sociedad de Naciones. Encontró un alma gemela en el entonces secretario de Estado permanente en el Foreign Office, sir Robert Vansittart, jefe del servicio diplomático de SM.
Ambos, señala Gorodetsky, compartían la creencia en que las relaciones personales desempeñaban un papel señero en la diplomacia de la épca. De Vansittart aprendió Maisky la importancia de hacer filtraciones orientadas con el fin de ejercer presión. Pronto dominó a la perfección tal arte y lo aplicó tanto hacia los eventuales receptores británicos como hacia su propio Ministerio y, en particular, hacia Stalin.
Ideas que él tenía y que sabía que compartían algunos de sus interlocutores británicos (Vansittart, Eden, Churchill, etc.) las pergeñó en sus despachos y telegramas como si hubiesen procedido de estos últimos. Su objetivo no era engañar a sus superiores sino convencerlos de la necesidad de practicar adaptaciones tácticas, singulares, en momentos determinados para mantener firme la estrategia de contención del fascismo. Incluso, en la segunda guerra mundial, cuando estaba en albis de lo que deseaban Stalin y su nuevo comisario de Relaciones Exteriores, Molotov. Nunca abandonó la idea de que, en la pugna contra el fascismo, los intereses británicos y soviéticos coincidían en lo esencial. Gorodetsky ha hecho un señalado favor a sus lectores al comparar los diarios, los despachos y las ideas que circulaban en la capital soviética.
Aunque Maisky llegó a Londres el 27 de octubre de 1932 los diarios empiezan en julio de 1934. El 16 de noviembre ya anotó que todo lo que estaba ocurriendo en Alemania apuntaba hacia una guerra europea, la quisiera Hitler o no. El Tercer Reich se había convertido en el foco de mayor peligro en Europa. Toda su labor se dirigió, desde entonces, a despejar el camino para un posible pacto británico-soviético. No lo logró hasta los años de la segunda guerra mundial.
Maisky siempre creyó que la élite británica, con su acusado pragmatismo, terminaría comprendiendo que, más allá de las discrepancias ideológicas, los hechos, tozudos, hablarían un lenguaje contundente. Lo hicieron, pero demasiado tarde. Y, desde luego, cuando España había dejado de ser un irritante para la política de apaciguamiento.
El embajador soviético fue siempre muy crítico de Chamberlain. También de sus antecesores, Ramsay MacDonald y Stanley Baldwin. Cuando la guerra civil no era ni siquiera una vaga posibilidad en el horizonte, ya señaló el 10 de febrero de 1935 que la política de ambos estadistas había estribado en decir a Hitler: déjanos en paz a nosotros y a los franceses y haz lo que quieras en la Europa del Este. El problema, para los soviéticos, es que la Europa del Este se encontraba pegada a sus fronteras. Desde entonces las medidas hitlerianas más importantes apuntaron, para Maisky, en solo una dirección: la guerra.
La diferencia con sus anfitriones radicó siempre en que estos, como Eden llegó a admitir ante Litvinov, que los británicos no se creyeron del todo el carácter esencialmente agresivo de la política nazi. Gorodetsky no escatima críticas a los mandarines del Foreign Office que recomendaban, en aquellos años anteriores a la guerra civil española, la necesidad de hacer concesiones al Tercer Reich. El fallo británico no fue solo de los políticos. También lo fue de los “expertos”. Quien esto escribe salvaría, sin embargo, a un diplomático que no aparece en las páginas de Maisky. Quizá no lo trató o tal vez se encuentre en la versión completa de los diarios.
No era, desde luego, un desconocido y los soviéticos tuvieron que tener muchos contactos con él, siquiera a un nivel inferior al del embajador. Fue el director general del Departamento de la Europa del Norte, un eminente sovietólogo hoy completamente olvidado. Se llamaba Laurence Collier. En plena guerra civil española alertó a sus colegas y superiores que en la Península la URSS estaba dando una batalla contra el peligro fascista y que no entraba en su política entonces buscar un asentamiento en España.
Naturalmente, no le hicieron el menor caso (tampoco a Vansittart a quien Chamberlain terminó enviándolo a un retiro dorado a principios de 1938). Se conservan, no obstante, apuntes de alguno de los colegas fascistizado de Collier que, con esa suavidad característica de la prosa diplomática interna de la época, se hacía preguntas acerca de sus lealtades. ¿No se trataría de un “infiltrado” del Labour Party? Ni que decir tiene que, cuando estalló la guerra europea el destino de Collier no fue de los más rutilantes. Embajador ante el Gobierno noruego en Londres en el segundo conflicto mundia y después. Casi diez años. Había cometido el pecado mortal de tener razón.
Por lo demás, Maisky no tardó en exponerse a otra de las convenciones de la época, en particular cuando sir Samuel Hoare (más conocido como posterior embajador de SM en la España vacilante de la segunda guerra mundial) fue ministro de Exteriores. Le rodeó de tantas melosidades que había que ponerse en guardia necesariamente porque el mensaje iba a ser, con toda seguridad, desalentador. Pero Maisky, el 6 de noviembre de 1935, no se dejó engañar. Si la Unión Soviética se oponía a la agresión italiana en Abisinia era porque quería dar una advertencia a posibles sucesores en el futuro. Italia no era un agresor muy serio pero en Europa había otros que sí lo eran…
Bajo este signo la guerra civil y la intensificación del apaciguamiento fueron los dos obstáculos en los que Maisky tuvo que poner a prueba su habilidad, tenacidad y correosidad, cualidades que nunca vienen mal a un diplomático en tiempos difíciles.
Hay que contener la expansión del fascismo (y III)
8 MARZO, 2016 AT 8:30 AM
La estrategia estalinista de contener el fascismo fue anterior a la guerra civil española pero en retrospectiva (solo en retrospectiva) podría argumentarse que estaba destinada al fracaso. En este último post (cabría escribir más pero es preferible leer los diarios de Maisky y los comentarios de Gordodetsky) señalaré algunos de los motivos que explican por qué. La historia siempre se escribe a toro pasado pero de lo que no puede prescindir es de las percepciones que en él dominaban y a tenor de las cuales actuaban hombres y mujeres, decisores, ejecutores o testigos pasivos. No se escribe dando preferencia a las necesidades político-ideológicas del presente. Volveré a esta tema en futuros posts.
Antes de la guerra civil española la ocupación principal de Maisky estribó en ganar para la política de seguridad colectiva, apoyada decididamente por la URSS, al Gobierno londinense. Era consciente de que en la sociedad británica había fuerzas que militaban en dicha dirección y no solo en la izquierda. Se había entrevistado con Austen Chamberlain, exministro de Asuntos Exteriores y hermanastro del ulterior primer ministro. Austen había negociado en favor de que Francia y Alemania acordasen dirimir sus diferencias en Europa occidental por medios pacíficos. El Pacto de Locarno, en 1925, por el que ganó el Premio Nobel de la Paz, así lo consagró.
En 1935/36 Chamberlain seguía manteniendo que solo una Sociedad de Naciones robusta, apoyada por el Reino Unido, Francia y la URSS, sería capaz de preservar la paz en Europa. Para entonces, claro, Hitler ya proyectaba su ominosa sombra fuera de sus fronteras.
En aquel empeño Maisky no tuvo éxito. Mientras trataba de convencer a Eden, ministro de Asuntos Exteriores, ignoraba lo que este repercutía hacia adentro en el Foreign Office: no se fiaba un pelo del embajador, él quería buenas relaciones con la URSS pero no que fuesen demasiado estrechas, sería mejor que los soviéticos dejaran de hacer propaganda en el Reino Unido, etc.
Esta vertiente interna, doméstica, ha sido siempre sobrevaluada en un sector de la historiografía británica (también en la neofranquista en el caso de España). La diferencia estriba en dos circunstancias que suelen olvidarse:
a) El Reino Unido, a través de los telegramas enviados por la Komintern a los diferentes partidos comunistas nacionales y que se interceptaban sistemáticamente, conocía perfectamente los planes formales de la misma, tanto en su caso como en el de otros países (incluida España).
b) A mayor abundamiento, el servicio de seguridad y contraespionaje británico (MI5) había logrado colocar a una de sus agentes como secretaria personal y confidencial del secretario general del PCGB, Harry Pollitt.
La embajada británica en Moscú y el director general para el Departamento de la Europa del Norte, Laurence Collier, seguirían muy de cerca las maniobras soviéticas en el ámbito internacional mientras que MI5 controlaba las que se desarrollaban en suelo británico. Otra cosa era lo que pudiese afirmar el SIS, que al parecer veía amenazas soviéticas por todas partes.
Pero, en cualquier caso, la postura del primer ministro, a la sazón Stanley Baldwin, quedó reflejada en cuanto Hitler se cargó el Pacto de Locarno con la militarización de Renania. Suponía que entre Francia y la URSS podrían derrotar, llegado el caso, a los agresores nazis pero esto no sería una buena cosa necesariamente. El resultado podría ser la bolchevización de Alemania y él prefería más bien que las miradas codiciosas de Hitler se concentraran en el Este.
La minimización del peligro nazi y la sobrevaloración del peligro soviético fueron dos de los hilos conductores de la política de apaciguamiento que se había estrenado con Japón, acentuado con Italia y que llegaría a su paroxismo en los siguientes jalones de la marcha hacia la guerra europea: España, Austria (marzo de 1938), los Sudetes (septiembre/octubre del mismo año).
Los soviéticos no se llamaron a engaño. Inmediatamente después de Renania, el comisario de Asuntos Exteriores, Maxim Litvinov, dejó totalmente en claro que la postura británica significaba:
a) recompensar al agresor
b) romper el sistema de seguridad colectiva
c) el final de la Sociedad de Naciones.
En términos puramente estratégicos, desprovistos en lo posible de cualquier connotación ideológica, aferrándose a aquella realpolitik mítica de que los británicos habían sido practicantes exitosos, no puede por menos de reconocerse que tales manifestaciones (apuntadas por Maisky el 10 de marzo de 1936 en su diario) preludiaban el futuro.
También añadió las inmediatas consecuencias operativas:
a) la confianza en el Reino Unido podría ir evaporándose.
b) la Sociedad de Naciones perdería su importancia como instrumento al servicio de la paz.
c) para evitarlo la URSS tendría que apoyar cualquier actividad en tal sentido que pudiera adoptarse en Ginebra.
Gorodetsky señala que único de los pocos solaces de Maisky en aquella época se lo dio el gran defensor del continuado esplendor del Imperio Británico: Churchill.
Sobre Churchill podría escribirse largo y tendido desde otras perspectivas que no son las dominantes en la historiografía británica (el alcalde de Londres, hoy pro-salida de la EU, aspirante todavía no declarado pero seguro al puesto de primer ministro si Mr. Cameron tropieza en su referéndum, ha escrito una hagiografía con gran éxito y que en España pocos se han atrevido a criticar).
Maisky, en abril de 1936, invitó a almorzar a Churchill en tête-à-tête y este no tardó en comunicarle que compartía la opinión soviética de que la paz era “indivisible” y que el peligro alemán era el más inmediato. Añadió que los británicos “seríamos unos idiotas si nos negáramos a apoyarla por razón del hipócrita peligro de que el socialismo pueda amenazar a nuestros hijos y nietos”.
En este panorama, la noticia de que a principios de mayo el Negus (rey de Abisinia) había huido de su país, tomado por la fuerza por los ejércitos y Aviación fascistas, llevó a Maisky a comentar “este es, pues, el clavo final en el ataúd de la Sociedad de Naciones y Europa se encuentra ante una encrucijada terrible”.
Se equivocaba. Un mes y medio más tarde otra encrucijada mucho más terrible apareció no en África, no en América Latina sino en la propia Europa: un sector del ejército español se levantó en armas contra el Gobierno de la Segunda República. El golpe de Estado se había anticipado en Londres y si Londres había dejado en la estacada a los chinos, a los franceses, a los abisinios, ¿cual iba a ser su reacción? También la de dejar en la estacada a los españoles, a los austriacos, a los checos y, finalmente, a los soviéticos. Con la innovación de que se quitó toda posibilidad de acción a la Sociedad de Naciones y se pasó, a iniciativa francesa, al Comité de No Intervención, asentado en el Foreign Office.
No es de extrañar que los años treinta hayan dado origen a una abundantísima historiografía. Tampoco es de extrañar que haya que saludar, alborozados, la aparición de todo tipo de material que pueda arrojar luz complementaria para alumbrarlos.
En lo que se refiere al caso británico podría empezarse, por ejemplo, con la desclasificación de los documentos del Servicio Secreto de Inteligencia (SIS/M16), todavía cerrados para España no solo en los años treinta sino también en su continuación, cuando lo que estuvo en juego fue la supervivencia del propio Imperio Británico.
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