«Siempre que queden a salvo los derechos de Dios y
de la conciencia cristiana los católicos españoles... no pueden encontrar
dificultad... en avenirse con las instituciones republicanas»
Los católicos y la República
Amigos del actual Gobierno, fervorosos defensores de la
República que quisieran ensanchar su área de sustentación, gentes de izquierdas
empeñadas, por el contrario, en cerrar el camino a las derechas, o en invalidar
y quitar eficacia al triunfo magnífico de éstas, vienen pidiendo, y en los
últimos tiempos con apremios reiterados, que la derecha española defina, con
claridad su política. Más precisamente: su posición respecto de la República.
Una vez más debemos decir que no comprendemos, no podemos comprender por qué se
tacha de equívoca una conducta que es la claridad misma, hoy, y ayer, y desde
hace, por lo menos, dos años. Conducta clara, volvemos a decir. Y agregamos
estos calificativos: leal y patriótica.
Conste, ante todo, que cuando hablamos de «política de derechas»
queremos decir «política de católicos, y en cuanto católicos». A nadie pueden
extrañar estas palabras... ¡Si la política del anterior bienio ha versado
principalmente sobre materia religiosa! Los Gobiernos, al dictado de la
Masonería, han inferido a la Iglesia todo el daño que pudieron, aunque, por
tales modos, a la vez dañaran al Estado, a la República y a la Nación. Los
católicos españoles, por ello, han tenido que hacer, también, política
religiosa: política de defensa de la Iglesia de la convicción católica y
nacional, suborninando a tan primario deber toda suerte de compromisos y
particulares opiniones.
Y al proceder así, han seguido fidelísimamente los principios y
normas de la Iglesia, que León XIII precisó y definió en situaciones análogas
-por no decir idénticas- a la de España en nuestro tiempo, planteadas en el
último tercio del siglo XIX en muchas naciones europeas y americanas; normas y
principios repetidos y recordados, tras el advenimiento de la República, por el
Episcopado español y por Su Santidad el Papa. Una vez más repetiremos los
textos:
«Con aquella lealtad, pues, que corresponde a un cristiano, los
católicos españoles acatarán
el Poder civil en la forma
con que de hecho exista.»
«Aportarán su leal concurso
a la vida civil y pública.»
«Aunque no puedan aprobar lo que haya actualmente de censurable
en las instituciones políticas, no deben dejar de coadyuvar a que estas mismas instituciones, cuando
sea posible, sirvan para el verdadero y legítimo bien público.»
«Sin mengua, pues, ni atenuación del respeto que al Poder
constituido se debe, todos los católicos considerarán como un deber religioso y
civil... cambiar en bien las leyes injustas y nocivas, dadas hasta el presente,
seguros de que, obrando con rectitud y prudencia, darán con ello prueba de
inteligente y esforzado amor a la Patria, sin que nadie pueda con razón
acusarles de sombra de hostilidad
hacia los poderes encargados de regir la cosa pública» (De la
«Declaración colectiva del Episcopado español», de diciembre de 1931.)
Los católicos españoles han seguido las normas de actuación
señaladas en los párrafos precedentes. Y para honor de ellos ha escrito Pío XI
estas clarísimas palabras:
«... la gran mayoría del pueblo español..., no obstante las
provocaciones y vejámenes de los enemigos de la Iglesia, ha estado lejos de
actos de violencia y represalia, manteniéndose en la tranquila sujeción al Poder constituido.»
No se diga que en los textos transcritos se habla del Poder, mas
no de la forma de gobierno. Dícese en uno de ellos: «el Poder en la forma con
que de hecho exista». Pero hay textos harto más precisos y por entero inequívocos
y concluyentes, los cuales hasta la saciedad prueban que la República, por ser
República, no puede ni debe inspirar sentimientos hostiles a la Iglesia ni a
los católicos, por ser católicos.
«Todos saben -dice el Papa actual, en la Encíclica «Dilectissima Nobis»- que la Iglesia católica, no estando bajo ningún aspecto ligada a una
forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de
Dios y de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse
con las diversas instituciones civiles, sean monárquicas o republicanas...»
Los católicos, por tanto, tampoco pueden encontrar dificultar en avenirse
con las instituciones republicanas, y como ciudadanos y como creyentes están
obligados a prestar a la vida civil su
leal concurso. Sin duda, puede haber, y en España los hay,
católicos que profesan opiniones políticas, particulares, adversas al régimen
republicano. Ello es lícito y respetable; mas ni de su sentir ni de su
pensamiento de católicos podrán derivar esa hostilidad al régimen republicano,
ni les será lícito establecer incompatibilidad de ninguna especia entre los
derechos e intereses de la Iglesia y la forma republicana.
Pero surge una cuestión práctica. Aunque la Iglesia no sea
incompatible con la República -tampoco, por consiguiente, con la República
española-, ¿no será, precisamente, esta segunda República de España la que se
haga y declare incompatible con la Iglesia católica? ¡Ah! Hasta ahora, la
Constitución, las leyes fundamentales y el espíritu de la obra de gobierno han
estado inspirados en un anticatolicismo casi frenético; de suerte que hay
derecho -dice Pío XI en el documento citado antes- «a atribuir la persecución
movida contra la Iglesia católica... al odio que contra el Señor y contra su Cristo fomentan sectas
subversivas de todo orden religioso y social...»
Pero faltaríamos a la verdad si dijéramos que son esos los
sentimientos de todos los republicanos españoles, o desconociéramos que no
pocos de ellos -y algunos de los de mayor relieve- quieren rectificar la
política sectaria; unos, porque sus convicciones religiosas les hacen desear la
paz con la Iglesia; otros, porque patrióticamente anhelan una concordia
nacional. Urge, pues, la demostración, con palabras y actos de Gobierno, de que
dentro de la República española puede la Iglesia vivir vida digna, respetada en
sus derechos y en el ejercicio de su misión divina. Si así se restaura la
justicia, y los católicos españoles pueden eficazmente «trabajar por el honor
de Dios, por los derechos de la conciencia y por la santidad de la familia y de
la escuela» -palabras dichas anteayer por Su Santidad a unos peregrinos
españoles-, seguramente harán «renuncia generosa -sigue hablando el Papa- de
sus ideas propias y particulares en favor del bien común y del bien de España».
Y a tales palabras no queremos añadir sino estas otras:
En resumen, y por emplear las mismas palabras del Papa en la «Dilectísima Novis», siempre que queden a salvo
los derechos de Dios y de la conciencia cristiana, los católicos españoles, en
cuanto tales, no pueden encontrar dificultad, puesto que el Papa no la
encuentra, en avenirse con las instituciones republicanas.
El Debate, 14 de diciembre de 1933
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