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12 de marzo de 2015 | 18:55 CET
Gerta Pohorylle llegó a este mundo una cálida mañana del primero de agosto de 1910, en Stuttgart, una ciudad perteneciente en aquel momento al potente Imperio Alemán, y hoy en día, sencillamente, a la también potente Alemania. Hija de judíos de origen polaco, asegura el creciente número de historiadores que se ha interesado en la figura de esta pionera del fotoperiodismo de guerra que, a pesar de su origen burgués, simpatizó desde que era muy joven con el movimiento obrero, una filosofía que forjó no solo su carácter, sino también su destino.
Dicen que le gustaba fumar, bailar y jugar al tenis, como corresponde a una joven intrépida y rebelde a la que ni siquiera el auge que experimentó el partido nazi en su tierra natal consiguió atemorizar. A principios de los años 30 del siglo pasado Gerta estaba instalada en Leipzig (Alemania), formándose en la Gaudig Schule y ejerciendo un activismo que no solo provocó que los nazis se fijasen en ella, sino también que la pusiesen bajo custodia «protectora». Sin embargo, esa presión, lejos de amedrentarla, fue la chispa que provocó que la joven Gerta Pohorylle se transformase en la Gerda Taro que consiguió estampar su huella en la historia del fotoperiodismo.
París, Endre, Robert y la fotografía
Su origen judío y su incesante activismo contrario a la ideología defendida por los nazis colocaron a Gerta en una posición muy delicada que provocó que se viese obligada a abandonar Alemania, el país en el que había nacido y se había formado. Eligió París. Entre los meses de septiembre y octubre de 1933 llegó a la capital francesa, con 23 años, y no tardó en encontrar trabajo como mecanógrafa del psicoanalista René Splitz. Mientras, se dejaba seducir por el ambiente bohemio y antibelicista que se fraguaba en las brasseries y los bistrós frecuentados por los intelectuales parisinos.
Gerda Taro y Endre Ernö Friedmann se conocieron en París, en 1934
Fue precisamente en ese ambiente inspirador en el que el azar le presentó a un apuesto húngaro tres años más joven que ella, Endre Ernö Friedmann, también judío y dispuesto, aún sin éxito, a ganarse la vida como fotógrafo a toda costa. Dicen que él despertó en ella su pasión por la fotografía y le enseñó la técnica, y ella alimentó su curiosidad y compartió con él los modales y el estilo que solo puede conocer quien ha sido amamantado en un ambiente burgués. Aun así, el éxito se les resistía. Ninguna publicación impresa compraba sus fotografías, pero Gerta dio con la solución.
La rubia, avispada e incipiente fotoperiodista propuso a su compañero Endre crear un álter ego, una marca que les abriese aquellas puertas que les estaban vedadas. Acababa de nacer Robert Capa. Pero Endre no era Robert. Robert era Endre, y también Gerta. Ambos se hicieron pasar durante meses por los representantes en París de un reputado fotógrafo estadounidense, y comenzaron a vender sus fotografías, las de ambos, a las publicaciones impresas de la época a un precio tres veces más alto del que habrían obtenido si hubiesen continuado firmándolas con sus auténticos nombres. La leyenda de Robert Capa ya había nacido. Y era imparable.
La Guerra Civil Española
A finales de 1935 Gerta y Endre vivían juntos en un pequeño apartamento situado cerca de la torre erigida cuatro décadas y media antes por Alexandre Gustave Eiffel. En realidad, el advenimiento de Robert Capa tuvo lugar unos meses después, en la primavera de 1936. A partir de ese momento todo comenzó a irles mucho mejor. Se entendían, y, además, tenían éxito profesional. Ambos practicaban la fotografía, y Gerta no dudó en empezar a utilizar el pseudónimo Gerda Taro para hacerse pasar por la representante de Robert Capa, y, así, vender las fotografías que Endre y ella tomaban. Pero lo mejor estaba por llegar.
El 17 de julio de aquel mismo año estalló la Guerra Civil Española. Y Robert Capa, Gerda y Endre, uno ficticio y dos muy reales, decidieron desplazare a España para cubrir los preparativos para la defensa de Barcelona primero, y los frentes de Aragón y Madrid después. Tras la capital, y ya con el conflicto bélico en pleno apogeo, se dirigieron al sur, hacia Córdoba, donde Robert Capa tomó una de sus fotografías más poderosas: la del miliciano republicano de Cerro Murriano, conocida como«Muerte de un miliciano».
Sobre esta instantánea se han vertido ríos de tinta. Hay quien afirma que no fue espontánea, sino que fue meticulosamente planificada. Y, sobre todo, muchas voces aseguran que fue Gerda y no Endre quien la tomó, algo perfectamente posible dado que ambos estuvieron juntos en esa época, y, sobre todo, que los dos utilizaban el pseudónimo Robert Capa indistintamente. Poco después volvieron, juntos, a París.
Adiós, Gerda, adiós
Gerda preservó su activismo durante toda su corta vida. A finales de 1936 viajó a Nápoles para visitar a Georg Kuritzkes, un viejo conocido de Leipzig, y animarle a unirse a las Brigadas Internacionales. Y poco después regresó a España junto a Endre para fotografiar el buque de guerra Jaime I, atracado en Almería. De ahí fueron a Motril, Calahonda, Madrid... Pero en 1937 Gerda empezó a distanciarse profesionalmente de Endre y a firmar sus fotografías como «Photo Taro». Cubrió el frente del Jarama, el bombardeo de Valencia, y, de nuevo junto a Endre, la batalla de Navacerrada, entre otras localizaciones. Siempre «a caballo» entre París y España.
El 1 de agosto de 1937, el día en que Gerda cumpliría 27 años, Endre esperaba recibirla en París,pertrechada por su Reflex Korelle. Pero Taro no se presentó. Pocos días antes, durante el amanecer del 26 de julio, Gerda falleció en el hospital de campaña de El Goloso a causa de las heridas que le produjo unas horas antes el tanque republicano que la arrolló accidentalmente durante la retirada del frente de Brunete. Hoy Gerda Taro descansa en el cementerio de Père-Lachaise, en París. Pero su legado permanecerá, posiblemente, siempre.