http://pluralisrevista.com/2015/06/05/el-exilio-entre-la-nostalgia-y-la-creacion/
Por Eduardo Galeano
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Crisis de identidad, angustias del desarraigo, fantasmas que acosan, que acusan: el exilio plantea dudas y problemas que no necesariamente conoce quien vive lejos por elección. El desterrado no puede volver al propio país o al país elegido como propio. Cuando uno es arrojado a tierras extranjeras, queda muy a la intemperie el alma y se pierden los habituales marcos de referencia y amparo. La distancia crece cuando es inevitable.
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A los escritores, el destierro nos confirma, una vez más, que la literatura no es inocente. En su mayoría, los escritores chilenos, argentinos y uruguayos obligados al exilio en estos últimos años, estamos pagando las consecuencias del ejercicio libre de la palabra. Las dictaduras del sur han montado, como se sabe, una maquinaria del silencio. Se proponen enmascarar realidades, borrar memorias, vaciar conciencias: desde el punto de vista de este proyecto de castración colectiva, las dictaduras tienen razón cuando envían a la hoguera libros y periódicos que huelen a azufre y cuando condenan a sus autores al exilio, la prisión o la fosa. Hay literaturas incompatibles con la pedagogía militar de la amnesia y la mentira.
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Pero cuidado, no confundirse: no se trata de una maldición profesional. No son solamente algunos escritores las víctimas de la prohibición y persecución de la palabra viva. Las dictaduras no hacen más que poner en evidencia la esencial contradicción que en América Latina opone la libertad de los negocios a la libertad de las personas. ¿Quién no está amordazado? El que dicta las órdenes. Se prohiben libros como se prohiben asambleas: ¿hay algún espacio de comunicación y encuentro que no resulte potencialmente peligroso?
Un par de ejemplos de Argentina, que me parecen reveladores: el decreto que prohibe publicar reportajes callejeros y «opiniones no especializadas» sobre cualquier tema, y la disposición oficial que condena a seis años de’ cárcel a quien no borre en un día las frases que aparezcan pintadas en el frente de su casa.
Según la doctrina de la seguridad nacional, el enemigo es la gente.
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Tampoco el exilio es el dramático privilegio de algunos intelectuales y militantes políticos. Pienso, por ejemplo, en la multitud de emigrantes uruguayos que la crisis económica ha lanzado al extranjero en la última década. Los cálculos más cautelosos indican que no menos de medio millón de uruguayos han sido obligados a buscar bajo otros cielos el pan cotidiano que les negaba su propia tierra, paradójicamente fértil y vacía de hombres. También ellos son exiliados, también ellos padecen una situación no elegida; y por cierto que el destierro no es un camino de rosas cuando hay que ganarse la vida peleando a brazo partido en países que tienen otra historia y otra manera de hablar y de vivir.
Lo general no niega lo particular. Simplemente, ayuda a situarlo. En el exilio hay escritores y también hay albañiles y mecánicos torneros.
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No es tan alto el precio que se paga, si se compara. Y sobre todo si se compara con el destino que han encontrado, en nuestras tierras, algunos compañeros. Para desdramatizar el exilio de los escritores, bastaría con recordar unos pocos ejemplos de Argentina y Uruguay, sin ir más lejos, que tengo recién marcados en el alma: el poeta Paco Urondo, muerto a balazos, los narradores Haroldo Conti y Rodolfo Walsh y el periodista Julio Castro, perdidos en la siniestra bruma de los secuestros; el dramaturgo Mauricio Rosencof, reventado por la tortura y pudriéndose entre rejas.
En el mejor de los casos, si pudiera uno escapar a la tortura, la cárcel o el cementerio, ¿cuál sería la alternativa al exilio, al menos en el río de la Plata y en la etapa actual? Para sobrevivir, tendríamos que convertirnos en mudos, desterrados en nuestros propios países, y el exilio de adentro es siempre más duro, y más inútil, que cualquier exilio de afuera.
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Y eso, sin hablar de otro exilio, invisible pero quizás más grave, que los escritores de casi toda América Latina estamos condenados a padecer. Me refiero a que estaremos siempre exiliados ante nuestras grandes mayorías nacionales, mientras no cambien profundamente las estructuras económicas y sociales que les vedan o restringen el acceso a la palabra impresa. Aunque disfrutemos plenamente de la libertad de expresión en nuestros países, escribimos para todos pero sólo somos leídos por la minoría ilustrada que puede pagar los libros y se interesa por ellos.
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Por lo que tengo visto y conversado, y por experiencia propia, creo que a menudo se tiende a confundir arraigo con geografía.
Muy frágil sería la identidad nacional si la mera distancia física bastara para romperla. Las más latinoamericanas novelas de los últimos tiempos han sido escritas fuera de nuestos mapas. Al fin y al cabo, conozco más de un caso de escritores nacidos en Montevideo o Buenos Aires, que residen en el río de la Plata y quieren ser o parecer franceses. Viven pendientes de las últimas modas literarias que allá llegan, demoradas, ya penúltimas, desde Europa. Ellos se asoman a la realidad uruguaya o argentina desde arriba y a la distancia, como perdonándola por ser tan ajena y estar «tan lejos de todo». A la inversa, en la mitológica ciudad de París, que tan seductoramente invita al mareo y al despiste, viven y crean muchos artistas latinoamericanos que no necesariamente pierden ni borronean su identidad. En París, Julio Cortázar escribe una literatura muy argentina, Pedro Figari pintó hace años los cuadros más uruguayos de todos los tiempos y César Vallejo, que pasó allí la cuarta parte de su vida, no dejó de ser nunca un poeta peruano.
Ande por donde ande, yo no dejo de saber a qué tierra pertenezco si la llevo puesta, si camino con ella, si soy ella.
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Me tapo los oídos y pienso: « No hay nada que valga la pena escuchar». Me vendo los ojos y concluyo: «o hay nada que valga la pena mirar».
Uno está lejos de su tierra y de su gente. Sí; pero aparecen otras tierras, se descubren otras gentes, nuevas fuentes para beber, nuevos públicos para conversar. Cada conciencia ganada por la indiferencia y el derrotismo egoísta, es una victoria del enemigo. ¿Acaso no repite el enemigo, día y noche, que las dictaduras actúan en nombre de sus víctimas, que los oprimidos merecen su situación y que la desgracia es un destino? ¿Qué opción diferente contribuimos a ofrecer a través del llore y del queje?
En ningún caso, la nueva realidad que encuentro en el exilio me ofende por ser como es, y en cambio puede enriquecerme, y por lo tanto enriquecer a los míos, aunque no me reconozca en ella, aunque me siga sintiendo extranjero, si soy capaz de entrar en ella sin miedo. Para los escritores, la experiencia del exilio implica, sin duda, un cuestionamiento del lenguaje. Y no solamente del lenguaje: en cierto modo, nos obliga a «nacer de nuevo» en muchos sentidos, para que el diálogo creador sea posible. Pero, ¿no nos amplía, a la vez, los espacios potenciales de com unicación y encuentro? Por duro que sea el desafio, ¿no nos confirma acaso que estamos vivos yque viva vuela la palabra que no hay aduana que la pare ni jaula que la enjaule?
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Ninguna dictadura cae si no la empujan; y los golpes decisivos no se asestan desde el extranjero. Pero de mil y una maneras podemos ayudar, desde nuestro oficio solitario y solidario, a denunciar lo que ocurre, a rescatar lo que ocurrió ya estimular lo que ocurrirá cuando cambien estos malos vientos.
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Me miro al espejo y veo un dios que resplandece. Digo: «¿Que sería del mundo sinmi? Los escritores somos la sal de la tierra». Pero después, en el jodido exilio, me miro al espejo y me veo tal cual soy, desnudo, personita nomás, y entonces digo: «Escribir no tiene sentido; se me castiga por error; el escritor no es un hombre de acción». Simetría perfecta de la arrogancia y el arrepentimiento, extremos de una misma negación de la realidad: el escritor que se siente un elegido, puede llegar en cualquier momento a la conclusión de que el mundo no merece ser salvado. Hay no más que un paso desde el mesianismo pedante hasta la espesa sopa de la autocompasión. Poca o ninguna distancia separa al «desencanto» de la creación literaria desarrollada como un favor que se hace a los demás. En este sentido, algunos escritores sufren, en el exilio, una crisis parecida a la que tiene lugar en la conciencia de ciertos militantes de las auto-denominadas vanguardias políticas. Si la realidad no cambia al ritmo que yo quiero, no espero: a partir de hoy, «paso» de la política. Las «masas populares» se convierten súbitamente en «este pueblo de mierda» cuando no siguen el camino que los intelectuales han trazado «para» ellas.Si el mundo no se me parece, tampoco me merece: el exilio desviste y pone en evidencia la contradicción entre la importancia que el intelectual tiende a atribuirse y la medida real de su incidencia sobre la realidad.
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El exilio entraña el riesgo del olvido. Pero a veces la memoria, que va cambiando conmigo, me tiende trampas. ¿No resulta cómodo refugiarse en el pasado, cuando la realidad me da miedo o bronca porque no se parece a mis deseos? ¿Me refugio en el pasado que realmente fue o en el que invento, sin saberlo, a la medida de mis necesidades actuales? El presente, que está vivo, se retoba. El pasado, que está quieto, es más dócil, me contradice menos, y en esa bolsa puedo encontrar lo que pongo. A veces ocurre que el olvido se disfraza de homenaje a la memoria. Coartadas del miedo: petrificarme en la nostalgia puede ser una manera de negar no sólo la realidad que me toca vivir en el exilio, no sólo la realidad actual de mi país, sino también la realidad de mi experiencia pasada.
Paradójicamente, sin embargo, el exilio abre una distancia, en el tiempo y en el espacio, que puede resultar útil para recuperar la verdadera dimensión de cada cosa, la proporción de uno en los demás, pedacito de otros, y de la tarea de un escritor en la gran obra colectiva de la que forma parte. Sin omnipotencias ni humillaciones, es preciso lavarse los ojos: para ayudar a que la realidad cambie, hay que empezar por verla.
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En un trabajo reciente, Angel Rama destacaba la fecundidad del exilio de algunos intelectuales brasilenos, a partir del golpe de estado de 1964. Mario Pedroza en Chile, Ferreira Gullar en Argentina, Darcy Ribeiro en Uruguay y Francisco Juliao en México, dice Rama, no sólo se hicieron embajadores de la cultura brasilena, desconocida en la América española, sino que a su vez supieron sacar partido del contacto con las culturas hispanoamericanas desconocidas en Brasil. El exilio desarrolló este intercambio en un grado improbable en situaciones «normales», cuando lo «normal» en América Latina es la ignorancia recíproca de sus partes.
Podría decirse que mucho menos generosas son las posibilidades de los escritores latinoamericanos que viven su exilio lejos de la patria grande, en países que hablan otras lenguas y en sociedades superindustrializadas que poco o nada tienen que ver con las nuestras. Sin embargo, pienso que también en estos ámbitos podrían multiplicarse los ejemplos positivos. Las olas de exiliados latinoamericanos llegados a Europa en estos últimos años, han contribuido, por lo menos a un conocimiento mutuo más realista, que lentamente va llegando más allá de los folklorismos facilongos, los deslumbramientos turísticos y la demagogia. Además, a través de la denuncia y la polémica se ha facilitado, recíprocamente, una visión más «totalizadora» de la realidad. En la era de las corporaciones multinacionales, cuando los automóviles y las ideologías se fabrican a escala mundial, el conflictivo contacto de realidades opuestas puede iluminar mejor las contradicciones de un mundo único, que los suburbios integran tanto como los centros, en el que la prosperidad y la libertad de unos pocos países no es inocente de la pobreza y la opresión de muchos otros.
El exilio, en tanto que obligado contacto con realidades extranjeras, no sólo puede alimentar a través de la revelación de identidades que universalizan al hombre: me nutro por lo que elijo y, también, por lo que rechazo. Mucho nos dicen las voces de estas culturas metropolitanas de tan larga tradición; pero también son elocuentes sus signos de cansancio. Mucho tenemos que aprender de las sociedades de alto nivel de vida, pero también nos enseñan, por ejemplo, que el desarrollo económico no es un fin en sí, que no siempre hace a los hombres más libres y felices y que a veces termina por ponerlos al servicio de las cosas.
Así amplío el campo de mi mirada y así voy encontrando claves de creación y orientación que podrán ser de alguna ayuda, tarde o temprano, cuando llegue la hora del regreso y haya que regar las tierras que las dictaduras están arrasando. El exilio, que siempre nace de una derrota, no solamente proporciona experiencias dolorosas. Cierra unas puertas, pero abre otras. Es una penitencia, y a la vez, una libertad y una responsabilidad. Tiene una cara negra y tiene una cara roja.
Barcelona, abril de 1979
Este texto hace parte del libro “Nosotros decimos no, crónicas (1963/1988)” de Eduardo Galeano. Siglo XXI Editores, 1989.
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