Héctor Maravall ||
Abogado ||
Cuarenta años después, la transición democrática de nuestro país sigue despertando intensos debates y polémicas. Es lógico, lo raro es que nos hubiéramos olvidado de ella. Lo que ya no es tan normal es que haya algunas cuestiones esenciales que todavía se ponen en cuestión. Como p.e. que las fuerzas de la izquierda poco más que tragamos carros y carretas y aceptamos un sucedáneo de democracia.
Podría entenderse que tuvieran esa idea la gente que no vivió ni el franquismo ni la transición. Desgraciadamente, en nuestro sistema educativo se enseña poco de historia y desde luego muy poca del siglo XX, de la II Republica, de la guerra civil, de la dictadura o de la transición.
Conocer nuestra historia reciente no puede considerarse como un afán de revancha o de remover viejas heridas. A nadie en Estados Unidos se le ocurre pensar que hacer una película o una serie sobre la Guerra Civil, de hace más de 150 años, es revanchismo. En España las hipotéticas ideas de revancha quedaron zanjadas la tarde en que Carrillo y Fraga se dieron la mano en el Club Siglo XXI.
Pues bien, un conocimiento riguroso de lo que fue la transición, nos llevaría a considerarla como un proceso con fuertes tensiones violentas, incluso con frecuente derramamiento de sangre, aunque es cierto que ello solo afectó a una pequeña parte de la población española: aquella que luchaba activamente por traer la democracia. Nuestra transición fue cualquier cosa menos pacifica y estuvo a punto de naufragar el 23 de febrero de 1981.
Y uno de los episodios más violentos de esa transición fueron los asesinatos del despacho laboralista de Atocha 55. Una acción terrorista perfectamente diseñada y enmarcada en unos días de intensificación de la violencia en las calles de Madrid y con dos secuestros de altas personalidades del antiguo régimen por un grupúsculo infiltrado por los servicios secretos.
Quienes planearon los asesinatos de Atocha sabían perfectamente lo qué hacían, por qué lo hacían y para qué lo hacían. Fue un crimen del viejo Estado franquista, un crimen de manual. Como lo fue el atentado de Togliatti y el asesinato de Aldo Moro, en dos momentos cruciales en la historia de Italia.
Escogieron muy bien a las víctimas, que reunían dos condiciones determinantes en las movilizaciones por la democracia.
Eran abogados de CCOO, el movimiento sindical que desde principios de los años 60 se había ido organizando para defender, casi en solitario, a la clase trabajadora española, y que estaba protagonizando grandes luchas obreras en esos mismos meses, tras derrumbar al sindicato vertical. Y eran abogados comunistas, precisamente del Partido que desde 1939 con más ahínco y permanencia había luchado por la democracia y además había logrado generar una dinámica de unidad democrática basada en su política de reconciliación nacional.
Los abogados comunistas en Madrid, en Barcelona, en Sevilla, en Valencia, etc. fueron la punta de lanza de la movilización de los Colegios de Abogados por las Libertades y la Amnistía; con continuas actuaciones y pronunciamientos que hacían mucho daño al viejo régimen franquista.
Matándoles a ellos, abogados, comunistas, de CCOO, se buscaba un doble objetivo: asustar y/o provocar. Cualquiera de las dos reacciones eran buenas para desestabilizar el proceso democrático que, a trancas y barrancas y a su manera, quería sacar adelante Adolfo Suárez. Y si asustaban a la mayoría y provocaban a una minoría, mejor que mejor.
No lo consiguieron.
El PCE, CCOO, los abogados demócratas madrileños y, desde luego, sus compañeros y amigos, sabíamos muy bien lo que estaba en juego. Avanzar hacia la plena democracia o retroceder hacia un régimen tecnocrático y sin libertades. La inteligencia política se impuso a la rabia, al dolor, al miedo o a las posibles ganas de venganza.
No tuvimos la menor duda: no podíamos abandonar nuestra presencia en las calles ni los paros en los centros de trabajo, y a la vez no podíamos dar ningún pretexto a quienes querían la vuelta atrás. Lo hicimos bien y estamos muy orgullosos de ello y en ese buen hacer Santiago Carrillo jugó un papel decisivo.
Nuestros compañeros y amigos, Javier, Luis Javier, Ángel, Serafín y Enrique, pagaron con su vida y no llegaron a disfrutar la democracia por la que habían luchado desde adolescentes. Lola, Luis, Miguel y Alejandro sufrieron gravísimas heridas físicas y psíquicas, que destrozaron sus vidas y los tres primeros murieron relativamente jóvenes.
Ellos nueve, como otros muchos muertos, encarcelados, exiliados, son la muestra indeleble de que nadie nos regaló la democracia y lo mucho que costó conseguirla. Como para que ahora nadie venga a devaluar lo que logramos aquella minoría que no se rindió ni conformó y que vio colmadas buena parte de sus aspiraciones en la Constitución de 1978, la más progresista de Europa.
*Nueva Tribuna
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