Leo en el diario El País un reportaje sobre la aparición de una colección de fotografías realizadas en el campo de exterminio de Auschwitz por dos agentes de las SS durante la primavera y el verano de 1944. Se trata de fotografías realizadas en el intervalo temporal que iba de la bajada de los trenes de los prisioneros judíos trasladados desde distintos países de Europa, sobre todo de Hungría, hasta la entrada de los “no válidos para el trabajo”, fundamentalmente enfermos, ancianos y niños, en las cámaras de gas. Fotografías que hablan de una cotidianidad rota., de pertenencias y enseres amontonados, de rostros entre perplejos y desvalidos, de premoniciones de muerte, de frágiles esperanzas, del hundimiento de centenares de miles de pequeños mundos —la suma de los que llevaban consigo cada uno de los prisioneros— y de la abyección más absoluta.
Los fotógrafos, cuyos nombres eran Ernst Hofmann y Bernhard Walter, por motivos que se desconocen, llegaron a construir un álbum fotográfico de la crueldad que sirvió, paradójicamente, como prueba irrefutable en el “juicio Auschwitz” que se celebró en Alemania en los años sesenta. La casualidad hizo que una superviviente de aquel siniestro campo, Lily Jacob-Zelmanovic Meier, encontrara el álbum, el mismo día de la liberación, en el campo de concentración de Dora, en una de las barracas abandonadas por los oficiales de las SS y utilizada por los médicos aliados para atender a los enfermos recién liberados. Lily acabó donándolas al Yad Vashem, el museo de la Shoah en Jerusalen. De ese modo el mundo civilizado y democrático recuperó para la memoria colectiva la nada desdeñable cantidad de 193 fotografías imprescindibles para entender en toda su dimensión el antihumanismo radical del Holocausto. Cualquier lector interesado las puede encontrar en Internet, en la página del citado Museo bajo la denominación de El Álbum de Auschwitz.
Por circunstancias diversas —entre las que no cabe desdeñar la vertiente “científica” con que el nazismo concibió el exterminio de los judíos ni su empeño de documentar todo lo relacionado con ello—, existe un extenso fondo de documentación gráfica sobre los campos de concentración en Alemania y en otros países de Centroeuropa. Es evidente que a ello ayudó un hecho incuestionable: la victoria de los aliados permitió la entrada en sus dependencias tanto de las tropas como de un buen número de periodistas, fotógrafos y operadores cinematográficos que darían testimonio, mediante sus reportajes, de aquella realidad.
Durante muchos años, quizá desde febrero de 2001, cuando comencé a escribir el primer borrador de mi novela Trenes en la niebla y a indagar sobre la existencia, en España, de numerosos campos de trabajo o destacamentos penales que estuvieron abiertos, y funcionando, hasta bien avanzada la década de los sesenta del pasado siglo (aunque parezca mentira), he vivido una mezcla de desazón y perplejidad ante la práctica inexistencia de fotografías de su vida diaria. Fueron como poco veinte años de “actividad” en sus instalaciones con decenas de miles de penados protagonizándola y apenas existen documentos gráficos que nos hablen de algo más que de las frías estadísticas (terribles estadísticas). En el fondo, mi última novela, Un extraño viajero, nació como una forma de dar continuidad a las obsesiones de Trenes en la niebla, pero también como una vía de escape a esa desazón. Nadie, o solo de manera oblicua y tímida, ha dado testimonio escrito de la vida en los campos de trabajo franquistas. Apenas nadie dio testimonio, a través de la fotografía, de aquel mundo oculto, que sobrevivía a duras penas en espacios fronterizos de términos municipales concretos, cerca de carreteras que aparecen en los mapas con nombre y número reconocibles, de aquella realidad que expresaba la vertiente más dura de una Guerra Civil que el Régimen prolongaba pese a haberla dado por concluida el 1 de abril de 1939.
En el caso de las fotografías de Auschwitz, la casualidad quiso que Lily las recuperara para la Humanidad y para las generaciones venideras. Aunque yo desconocía esta historia, nunca, en los tres lustros transcurridos desde aquel invierno de 2001, dejé de pensar en la posibilidad de que, algún imprevisto camino, la sociedad española del siglo XXI recibiera el legado de una colección de fotos realizada en el interior de un campo de trabajo, o en un destacamento penal, compuesto de presos-esclavos, de los muchos fueron creados en nuestra geografía. Fotos logradas de incógnito o adrede. Por un acto de heroísmo o por un mandato administrativo. Pero fotografías, a fin de cuentas, que nos mostraran la abyección de un Régimen capaz de mantener durante largos años a presos políticos sometidos a trabajos forzosos y viviendo en las antípodas de su realidad familiar. Junto a pueblos perdidos entre montañas, al pie de grandes riscos en los que horadar un túnel, junto a ríos que colmarían de agua ciclópeas presas. Existieron: todavía son visibles huellas de su precaria arquitectura. Sabemos que en ellos miles de hombres soñaron, lloraron, tuvieron miedo, quizá terror, enfermaron y combatieron infecciones sin atención sanitaria, carecieron de intimidad para sus actos más radicalmente personales, sucumbieron a la muerte o a la desesperación o intentaron sobrevivir para regresar a un medio de origen (el pueblo, la aldea, la ciudad, el barrio) que a la vuelta no sería el mismo.
Si la expresidiaria Lily encontró casualmente el álbum de los agentes nazis en una barraca que abandonaron y que los aliados convirtieron en “clínica de campaña”, Lucía Olmedo, la protagonista de mi novela accede a un viejo carrete depositado por un viajero de incógnito en una tienda de revelado del Madrid histórico en los primeros años cincuenta. Una decisión argumental que, vista en perspectiva, me llevaba a imaginar quizá la única posibilidad de restituir la dignidad de aquellos presos del mismo modo que en Trenes en la niebla era un cuaderno con los diarios de un joven recluido en otro campo de trabajo (los presos construían el trazado del “directo Madrid-Burgos”). Lo ocurrido en mis novelas es ficción. La historia de los “fotógrafos” de las SS fue real. Pero nadie podría jurar hoy que la posibilidad que yo apunto y que convierto en relato pueda ser posible hoy, o mañana, o en cualquier otro momento de este tormentoso siglo XXI.
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Imaginar una colección de fotografías reconstruyendo la vida cotidiana que los propios presos no contaron cuando recobraron la libertad (los que no murieron en los campos) por miedo a una dictadura que se prolongó muchos años después del cierre de los campos, es pensar en una realidad posible, quizá necesaria. Los escasos testimonios gráficos con que contamos (se pueden ver en Internet) dan noticia capilar, borrosa de ese mundo enterrado, perdido para la memoria histórica de nuestro país. Encontrar un legado como el que recibe en la novela Lucía Olmedo y exponerlo en un centro cultural en grandes paneles o convertirlo en una página web abierta a los ciudadanos, a los familiares y descendientes de los presos será un gran paso para reconciliarnos con el pasado. También para alimentar de memoria la conciencia de los jóvenes que han nacido y crecido muy lejos del tiempo de la abyección.
En breve, este artículo será publicado en el blog Al margen, de Manuel Rico.
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