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miércoles, 18 de febrero de 2015
El exilio de los sueños
Los dos jóvenes subieron presurosos al barco con destino a Venezuela, el miedo los tenía atenazados tras las horas de espera, fueron varios días con sus noches escondidos entre los bultos del muelle de Las Palmas. Sintieron una enorme sensación de alivio cuando vieron que el velero de vapor se alejaba de la costa, dejando atrás el amado litoral isleño, adentrándose en el inmenso Atlántico, entre niebla y lluvia de un triste octubre, huyendo de una muerte segura, forjando una nueva esperanza al otro lado del mundo.
Nicolás Medina, y Fulgencio Álvarez no se lo creían, había sido muy difícil burlar todos los controles, la vigilancia permanente de los falangistas y militares en cada rincón de Gran Canaria. Aquellos tres años escondidos entre los montes de Galdar, Artenara, Tamadaba, Inagua…, alimentándose de lo que podían, de la leche que los pastores de Juncalillo les dejaban a escondidas, oculta en ganigos de barro entre las retamas, en cada cueva por donde pasaban, durmiendo de día y moviéndose de noche, el gofio amasado de millo era su única fuente de alimentación, algún queso tierno, mucho dolor, demasiadas penurias en aquellos calurosos meses de agosto y septiembre del 36.
Fue el mismo 18 de julio cuando comenzaron las detenciones, los coches y camiones de uniformados recorrían cada municipio, desde San Lorenzo a La Aldea de San Nicolás, Mogán, San Bartolomé de Tirajana, Aguimes, Telde, Ingenio, no quedaba ni un rincón sin revisar, encerrando a miles de hombres y mujeres, asesinando, torturando, desapareciendo, simplemente por pertenecer a cualquier organización anarquista, comunista, socialista, por defender la democracia y la legítima República.
Fulgencio, de apenas 24 años, miembro de Partido Comunista y de la Federación Obrera, estudiante de derecho en la Universidad de La Laguna, respiraba hondo, suspiraba tranquilo cuando la isla se perdía en el horizonte, en el momento en que las olas de alta mar amenazaban aquel viejo cascarón repleto de pasajeros, comentaba con Nicolás lo terrible que hubiera sido que los hubieran capturado, la acertada decisión de no esperar como hicieron otros, esperanzados en que el golpe de estado no fuera tan cruel.
La dificultad de sobrevivir una persecución en un territorio tan limitado, tan controlado por una oligarquía sin escrúpulos para asesinar, violar, saquear, destruir, una patronal, caciques y terratenientes, que habían elaborado meses antes del alzamiento cientos de listas de las personas que había que detener y represaliar, una estrategia pormenorizada de quienes serían asesinados, encarcelados, las propiedades que se quedarían, el reparto de un pastel de muerte, todo tipo de crímenes horrendos, en unas islas que nunca habían vivido una represión tan fuerte, comparable a la que llevaron a cabo los conquistadores castellanos con el antiguo pueblo indígena.
Nicolás, también muy joven, no pasaba de 22 años, jornalero, anarquista de la CNT, estudiante de inglés en sus horas libres, jugador de fútbol, incansable lector y defensor de las personas desfavorecidas, le contaba a Fulgencio que los días previos al golpe una energía negra inundaba las calles, que se presentía que algo terrible iba a suceder, que jamás pensó que fuera algo de tanta magnitud, no lo imaginaba, decía, mientras se comían el trozo de pan y queso bajo una de las barcas salvavidas, apenas tuvo tiempo de despedirse de Luisa Macías, la joven de Acusa Seca que trabajaba limpiando la casa de un terrateniente en el Valle de San Pedro.
Fue todo tan rápido, tanta sangre derramada, tantos compañeros asesinados por el terror fascista, la información sesgada que les llegaba cuando lograban hablar con algún pastor, que les decía a quien se habían llevado, a quienes habían desaparecido, los lugares de la muerte: La Sima de Jinámar, la Mar Fea, los pozos de Arucas y Tenoya, los masivos fusilamientos en el campo de tiro de La Isleta.
Esos datos estremecedores les generaban más miedo, les hacían tomar más precauciones, ese fue el momento en que decidieron caminar de noche, no encender fuego aunque hiciera frio, alejarse de cualquier grupo de casas, adentrarse en aquellos inmensos y mágicos pinares, orientándose por las estrellas, tratando de buscar el momento, el instante adecuado, para que ese barco los sacara de aquella isla, de aquel archipiélago desgraciado, arrasado, en manos de brutales seres sanguinarios.
En medio de aquel océano ya casi oscurecía, los dos hombres miraban el horizonte, no se veía tierra, solo un cielo rojo, el sol que casi se ocultaba, las mantas viejas les protegían de aquel viento helado, los dos se quedaron callados, a pocos metros se apreciaba el movimiento del mar, una ballena con su cría avanzaba lenta hacia otra migración, los hombres no dijeron nada, los ojos humedecidos, pensamientos innombrables, solo el silencio abrazó cada instante de aquella noche interminable.
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