divendres, 17 de febrer del 2017

La vida que no fue de Ligia Ceballos Franco

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Una mujer denuncia ante la fiscalía mexicana su desaparición forzada durante el franquismo en España. Es el primer caso de niños robados en México


Ligia Ceballos Franco, este miércoles en la Ciudad de México. CHRISTIAN PALMA / VÍDEO: ATLAS
Prefiere no dar muchos detalles, pero Ligia dice que todo empezó al final de una discusión. Después de horas de plática, ya de madrugada, su marido le gritó: “¡Tú eres adoptada!”. Así. “Yo me quedé en shock, como que no entendí. ¿Cómo puede ser posible si nadie me ha dicho nada nunca?”. Al día siguiente, Ligia llamó a su mejor amiga. Habían ido a la escuela juntas, se conocían de toda la vida. “Nena”, le dijo, “pasa esto”. Y su amiga le contestó que sí, que era adoptada, que pensaba que ya lo sabía. “Todo el mundo lo sabía”, dice, “todo el mundo menos yo”.
Ligia Ceballos Franco tiene dos vidas, la que vivió y la que no. La primera empezó en México en 1968. La segunda cuando escuchó esa palabra, adoptada.

Su caso es uno entre miles. Ligia fue una de tantas niñas y niños arrebatados a sus familias en España, durante el régimen del dictador Francisco Franco. Desde el final de la Guerra Civil, a principios de la década de 1940, una red criminal amparada por el estado sustrajo supuestamente a decenas de miles de bebés y los vendió a otras familias. También los regaló. Primero fue una forma de acabar con los vencidos en la guerra, con su estirpe. Luego se convirtió simplemente en un negocio que trascendió la vida del propio dictador.
La situación de Ligia es extraordinaria, ya que hasta ahora no se había documentado un caso en México. Esteban Beltrán, director de Amnistía Internacional en España, opina que “habría que investigar si había más familias extranjeras involucradas”. De momento, Ligia y los abogados de Amnistía han presentado una denuncia por desaparición forzada ante la fiscalía mexicana. Amparados en el derecho internacional, esperan que la justicia mexicana exija a la española que investigue su caso.
Hasta ahora, Ligia asume que su llegada a México se debió a un favor. Sus padres adoptivos, integrantes de una familia pudiente de Mérida, en el sur de México, viajaron a Madrid en julio de 1968. Iban de parte del arzobispo de Yucatán. Previo acuerdo con sus pares mexicanos, la iglesia facilitó los trámites y el asunto se resolvió en apenas unos días. A finales de ese mes, la niña dejó de ser española. De hecho, sus papeles mexicanos indican que nunca lo fue.
Después de la discusión con su marido, Ligia no fue a casa de sus padres en dos semanas. Habló por teléfono con su madre. Le preguntó, “mamá, ¿soy adoptada?” Ella le dijo que sí y no volvieron a hablar del tema en unos cuantos días. Cuando se juntaron, ellos le preguntaron que cómo se sentía. Ella contestó: “A ver, cuéntenme”. Y entonces le contaron que después de su hermano ya no pudieron tener hijos; que viajaron a Madrid; que el arzobispo; que el bebé. “Ellos hacían mucho hincapié en que ‘desde el momento en que te vimos te quisimos mucho’… Fue una reunión emotiva”.

La esperanza

La segunda vida de Ligia está hecha de papeles y una ilusión. Son copias del acta de nacimiento española, de la cédula de bautismo, de su constancia en el registro civil, retazos de una historia que se marchitó; es la esperanza de encontrar algún día una pista de quienes fueron sus padres.
La primera vez que viajó a España fue en 2005. Habían pasado cuatro años de todo aquello, la discusión con su marido, la charla con sus padres. Gracias a estos últimos sabía que su primer nombre había sido Diana Ortiz. Ligia solicitó su acta de nacimiento al Ministerio de Justicia de España. En nombre puso Diana Ortiz. En dirección, calle Bailén, 8, la del arzobispado. Ligia se volvió a Mérida y al tiempo le llegó una carta al consulado de España. Su acta de nacimiento. “En ese momento vi que era verdad. Porque no es lo mismo que te digan de forma verbal, a que tú veas un documento que diga, ‘oh, por Dios, sí soy esta persona”.
En 2009 o 2010, Ligia volvió a España. No recuerda la fecha con exactitud. A veces quiere explicarse muy rápido, como si temiera olvidar los pasos que ha dado para llegar hasta aquí. De nuevo en Madrid, fue al archivo regional buscando su primer nombre en el registro civil. Y lo encontró. Supo que sus padres adoptivos se la llevaron de la Inclusa, el Instituto Provincial de Puericultura de Madrid, un orfanato. ¿Cómo llegó ahí? Lo ignora. Pudo haber nacido en el hospital Santa Cristina, punto neurálgico de la supuesta red criminal durante años. Pudo haber nacido en otro. En su registro aparecían también los nombres de sus padres, Rafael y Marta. Solo eso, sus nombres de pila junto a la palabra “supuestos”.
En estos años, Ligia ha vuelto a España varias veces. Ha conocido a otras personas en su situación, ha hecho amigos, se ha emocionado y frustrado. Ha llorado. Entre 2011 y 2012, participó incluso en un documental para la tele francesa, Les enfants volés. Ahí aparece en algunas escenas con su padre adoptivo. Ella dice que le quiso acompañar en uno de sus viajes. En una escena aparecen los dos en un taxi, camino a la Inclusa. Llegan. Ella trata de que el otro haga memoria, pero el papá, que moriría poco después, solo se acuerda de entrar, de girar a la derecha, de… Entonces cruzan la calle, ella le señala el hospital Santa Cristina, muy cerca de ahí, en la calle O’Donell. Él le dice que qué hospital. “Santa Cristina, papá, Santa Cristina es un hospital. No te comportes como ‘no sé, no entiendo’. Allá ponían a los niños para venderlos, ¡punto!”. “Yo no he comprado nada”, se defiende él. “Tú no”, insiste ella, “porque tu venías con una carta”.
Igual que este miércoles en la Ciudad de México, Ligia aparece triste en la cinta. No siempre, a ratos. Ella dice que la búsqueda es así. Picos y valles. A veces bien, a veces menos bien. Pero siempre hacia delante.

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