http://heraldodemadrid.net/2015/01/16/la-cortina-del-silencio/
HISTÓRICO
A veces, el ministro de Información y Turismo, Don Gabriel Arias Salgado, piensa. Estos son los momentos importantes en la vida del ministerio. Los colores se tapizan de silencio, los alguaciles montan guardia en la oficina y cazan como moscas a todo funcionario suficientemente insensato como para ignorar el silbido en el aire del himno descubierto por el padre Otano –musicólogo del régimen- en los archivos de Salamanca: ese himno que, después, retumba en los oídos de los españoles cuando anuncia el boletín informativo de Radio Nacional, que en la calle se conoce como “el parte”.
Quien se permitiera faltar al respeto a la enfática grandeza de Su Excelencia, don Gabriel Arias Salgado, resumiría sus doctrinas en pocas palabras: la Autoridad tiene siempre la razón: el ciudadano medio no tiene los elementos de juicio que posee la Autoridad para comprender los problemas nacionales. El sentido común exigiría que se le compensara al ciudadano esa situación de inferioridad dándole esos elementos de juico. Pero Su Excelencia no tiene ese sentido común y ha escogido otra vía: convencer al ciudadano de que es menor de edad mental y que lo mejor es mostrarse respetuoso y obediente con la Autoridad.
Por esas razones, la Autoridad –el Señor Ministro- dispone de los periodistas y los escritores. Su misión consiste en silenciar lo que la Autoridad quiere silenciar, exagerar lo que la Autoridad quiere decir. La prensa debe ser orientada. Esa es la palabra clave de Don Gabriel Arias Salgado. La Autoridad, en ese caso, se convierte en el punto de origen, en el rayo de luz que ilumina al periodista en su dura labor. Ese periodista no debe buscar la realidad ni debe intentarlo, porque sufre una falta de autoridad: la verdad se la encuentra ya servida y acabada.
*publicado de forma anónima en la revista francesa Esprit, septiembre 1956
El agregado de prensa de la Embajada de España, Antonio González de Linares, me invitó un día a comer a su casa. Fue la primera vez; y la última. En la mesita auxiliar de los aperitivos estaba el ejemplar de Esprit con mi artículo clandestino. Lo moraba, me miraba a mí. Miré unos cuadros o fotos o muebles, me levanté, me cambié de sitio. Linares cogió el ejemplar, lo miró distraídamente, como mecánicamente, y lo volvió a poner a mi lado. Cuando terminamos de comer, en la mesita del café, ahí estaba otra vez Esprit. No sé si como las cenas de los acusados de Hércules Poirot esperaba ver mi reacción de culpable.
(…)
Ah, la censura…también a Franco le decían, a veces, lo de la censura. Fue una directiva de la Asociación de la Prensa a saludarle y presentarle sus respetos, como era debido –ahora se hace también con el Rey- y Franco les dijo que lo que pasaba, en realidad, con los periódicos, era que no había buenos periodistas. Dejaban pasar todas las grandes ocasiones.
-Ahora ha muerto Stalin –comentó a los perplejos- y nadie ha sabido explotar la noticia. Se ha dado ridículamente, con unos titulares modestos: no me dirán ustedes que la censura ha intervenido en esto. Era una noticia importante y muy buena para nosotros.
Nadie se atrevió a decirle que había sido la censura quien había obligado a reducir la noticia. Estaba yo al cargo del periódico Informaciones cuando se supo la muerte. Comenzamos a preparar lo habitual en estos casos –siempre muere un Stalin o un Kennedy o un Franco, y varios papas…En un periódico siempre es todo habitual, y nunca cabe el asombro- y llegó la orden del Ministerio (el pobre Arias; creo que era el tonto, Aparicio, creo que era el inteligente): un titular de no más de tres columnas en primera página y una biografía escueta.
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