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lunes, 12 de enero de 2015
A las cuatro de la mañana se escucharon los golpes en la puerta, el alarido de los perros y los gritos de los falangistas, de los guardias civiles de Arucas. Juan Soto se despertó sobresaltado, los chiquillos acostados en el camastro de paja empezaron a llorar, su mujer se le abrazó como queriendo volver atrás en el tiempo, que todo pareciera un sueño, pero afuera estaban los que se erigieron como autoridad legal tras el golpe de estado del 36, todo era real, la cruel realidad que inundó aquella casa pobre de Tenoya.
Juan logró abrir la puerta antes de que la echaran abajo, allí estaban los tricornios en la oscuridad, los miembros de Falange vestidos de azul, los dos señores dueños de las fincas de plataneras del barranco de Teror, los mismos a los que se había enfrentado en su lucha como dirigente de la Federación Obrera, los mismos que lo habían amenazado cuando la huelga jornalera y campesina.
María, su mujer, se quedó rezagada, detrás de su marido, cuando comenzaron a encadenarlo. Ella miró al terrateniente de Las Palmas, era don Juan Cardona, lo conocía de cuando limpiaba la casa de la marquesa de Arucas, le preguntó que adonde lo llevaban, él terrateniente la miró, no contestó, solo recibió un insulto de uno de los guardias civiles, que se refirió a su pecho y dijo algo como lo de ordeñar una cabra.
Los cinco niños miraban desde la azotea, se llevaban a su padre, no sabían adonde, ni lo que había hecho, los chiquillos lloraban al ver como uno de los requetés le daba un golpe en la cabeza con la culata del máuser, que el amo Don Pedro Bravo empujó a su madre contra la pared de picón raspándole su cabeza, que ahora manaba sangre sobre el ojo izquierdo.
La joven María arrodillada pedía por su marido, que él no había hecho nada, salió a la calle mientras los vecinos miraban asustados por las rendijas de sus ventanas, les llamo “¡Asesinos!”, justo en el momento que el falangista Penichet la agarró por la cintura y se la llevó en volandas al interior de la casa: “Ahora voy a follarme a tu mujer rojo de mierda”. Juan gritó, quizá aulló como un lobo, pero solo recibió golpes y patadas en la entrada del camión.
Varios de los falangistas y un guardia civil entraron en la casa, el resto se quedaron fuera pegándole a Juan golpes terribles con varas de hierro y fusiles, dentro se escuchaban los gritos de la mujer y el llanto de los niños: “Cállate puta, vas a saber lo que son hombres de verdad no el pinga chica de tu marido”, decía Penichet, entre las risas de los fascistas que rompían el camisón de María.
Al rato dejó de escucharse el bullicio, las carcajadas de los hombres se tornaron en gemidos, susurros y llantos débiles, quejidos, comentarios en baja voz. De repente un fuerte golpe, como si hubieran derribado un ropero, en el momento que salían los uniformados abrochándose los pantalones.
Juan atado de pies y manos vio a los chiquillos desencajados asomados a la azotea, llovía mucho, no escuchó más a María, solo las risas de los franquistas, los comentarios jocosos del cojo Acosta sobre lo grande que la tenía Penichet.
Atrás quedó su amado universo cuando se lo llevaban, vio los bardos de tuneras, escuchó a su perrilla podenca ladrando asustada, el viejo acebuche centenario cuando bajaban del Lomo de las Viudas, lo que le alcanzaba la vista entre los esbirros, las brutales ataduras que le cortaban la circulación de la sangre.
Al llegar al cruce de Los Giles no siguieron para Las Palmas, Juan lo notó, conocía bien esa carretera porque cada día bajaba andando hasta el barrio de San José, donde trabajaba como jornalero en la finca de los Vega. El camión parecía que se quejaba, que gritaba de dolor, cuando iniciaron el desvío y subieron la cuesta, los fascistas fumaban y reían, comentando con detalle lo que le habían hecho a su mujer.
Cuando llegaron a la finca de “Las Maquinas” allí los esperaba el joven Ezequiel, miembro de la enriquecida familia dueña de toda esa zona, de las fincas de tomateros. Lo bajaron a golpes, Juan logró verle la cara al guardia municipal de Tamaraceite, un tal Pernía, mientras lo arrastraban al agujero volcánico, el joven anarquista no dijo casi nada, se dejó llevar, se resistió levemente, pero era imposible, no pesaba más de 60 kg.
Bravo y Penichet le dieron los últimos golpes en la cabeza con la pinga de buey: “Muere como un cabrón porque nos follamos a tu mujer rojo asqueroso”, fue lo último que escuchó cuando caía al vacío, en su mente un leve recuerdo para su amada familia, un instante de dolor, la oscuridad, la nada, la paz, el silencio.
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(Viñeta de la historieta Historias rotas, escrita por Pepe Gálvez y dibujada por José María Beroy, en el libro Nuestra Guerra Civil, 2005, Ariadna editorial, p. 19)
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