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viernes, 16 de enero de 2015
Anita pasó una noche más en el prostíbulo de Arenales, la jornada no había sido muy dura, solo cinco borrachos, unos pobres hombres sin dinero y aquel viejo falangista que la conocía, que la llamaba “hija de rojo”, le mentaba a su padre fusilado en el campo de tiro de La Isleta aquella tarde de abril, cuando ella apenas tenía doce años y vio como su mundo se desmoronaba, la humilde felicidad en su casita de Marzagán, rodeada de gallinas y arboles, aquellos olores a flores de lavanda, a hojas de platanera quemada cuando arribaba el otoño.
Los bellos recuerdos la inundaban si tenía algo de tiempo y el violento chulo Ignacio, el comisario de la policía armada, la dejaba tranquila un rato, cuando disminuía la afluencia de hombres a la casa de citas de la calle 18 de julio.
Sus ojos grises se entristecían al recordar aquellos espacios de amor en su casita, su madre en la cama enferma de tuberculosis, las bromas de su padre cuando soltaba los hurones, dejándolos recorrer la habitación, persiguiendo las enaguas de la abuela Fermina.
Gratos momentos inolvidables a pocos meses del desastre, cuando aquella noche se presento el empresario Eufemiano con el hijo del conde en la portada verde, los golpes en la puerta, las patadas al perro de presa amarrado, los ladridos desesperados, el disparo de fusil contra la jaula de los pájaros canarios, el dolor, el miedo, aquel momento en que rompieron la talla de barro, la que hacía de pila de agua destilada.
Amanda García en la cama no podía levantarse, se asfixiaba, solo lloraba y gritaba que no se llevaran al pobre Armando Hernández, que no había hecho nada, que solo había ayudado en la campaña electoral a llevar las banderas en su viejo carro, que no era del Partido Comunista, que no, que no, que no, que solo era uno más. Pero Eufemiano solo se reía a carcajadas mientras los falangistas apaleaban al reo, ya encadenado y tirado en el suelo del patio, bajo la parra cargada de uvas del monte, de aquel gajo que trajo de las vides de la Caldera de Bandama.
La chiquilla observaba asombrada, no sabía dónde meterse para evitar las miradas lascivas de aquellos hombres vestidos de azul, el intento de un requeté muy gordo de llevarla a la habitación de la abuela para violarla, la madre que no respiraba, que gemía en la cama y nadie le ayudaba, solo Anita le tomó la mano, la incorporó como le dijo don Manuel Monasterio, aquella tarde en la fiesta del Frente Popular, en la Plaza de Santa Ana, pero se le iba, se desmayaba, se derrumbaba de tristeza, de un dolor incurable.
Anita Hernández se quedó sola en la casa, su padre fue fusilado al mes siguiente de llevárselo, ni siquiera pudo recuperar el cadáver, se enteró que estaba en la fosa común del cementerio de Las Palmas, pero no recuperó ni siquiera su lebrillo de gofio, el viejo cuchillo canario que usaba para las tareas en las tierras. Solo ese frio aviso en la Casa del Gallo, la cara del guardia civil Cosme Damián, cuando le notificó la muerte de su padre en consejo de guerra sumarísimo por rebelión, la muerte de su madre en la camita de paja, el desconcierto de una niña de doce años sola, que tuvo que pedir ayuda a los vecinos, nadie quiso venir por miedo a represalias, la oscura beneficencia llevándose el cuerpo de Amanda, sus ojos cerrados en aquel humilde ataúd de maderas raídas.
Esa soledad infinita, la misma que sufrió con las monjas en la residencia de Tafira, varios años de agonía, de sueños terribles, de rezos y misas, de palizas de aquellas religiosas y crueles mujeres, de abusos sexuales de varias de las hermanas, que se metían en su camastro por las noches, mientras ella no hacía nada, solo se dejaba invadir por manos frías, labios, lenguas, siniestros tocamientos que aparentaban ser caricias, sobando cada centímetro de su joven cuerpo, aquel olor a sahumerio, una sensación no ser nada, personajes con habitos y rosarios, que solo le hacían sentir asco y ganas de vomitar.
Aquella tarde, el día de su 17 cumpleaños, apareció por la residencia el gordo requeté, el mismo de la noche de la detención de su padre, venía acompañado de un hombre alto, un policía desgarbado con un cigarro mojado de saliva en su boca. Hablaron un rato con la madre superiora y la vieja monja la llamó a ella y a varias de la niñas, mientras el comisario Cabrera las miraba como si fueran yeguas para la venta, observó sus pechos, sus caderas, levantando alguna falda ante las carcajadas del sudoroso requeté: “¿Todas son hijas de rojos verdad?” “Si señor comisario”, respondió la vieja monja con el enorme crucifijo colgado del cuello. “Buen material nos llevamos Alcántara”, dijo mientras el falangista no podía dejar de reírse.
Esa misma noche durmió en la casa de putas de la calle 18 de julio, escuchaba los gritos, los alaridos, del resto de las muchachas que eran violadas por falangistas, guardias civiles, policías con uniformes grises y militares. A su desvencijada habitación vino el gordo requeté, que lo primero que hizo sin mediar palabra fue golpearla en la cara, romperle el uniforme de las monjas, obligarla a beber ron de caña, tumbarla sobre la cama y hacerle mucho daño, impregnar su piel de un olor fétido, como cuando estercolaban los cultivos de la finca de Miguelito Rodríguez.
Ese fue el principio, una especie de bautizo de fuego, luego pasaron el resto de los hombres, uno a uno, personajes vestidos de azul, tricornios, yugos y flechas, insignias desconocidas, banderas rojigualdas, uniformes militares, los mismos que vio cuando se llevaban a su padre, seres oscuros que destruyeron la inocencia de una niña, aquella antigua felicidad que esa noche abandonó para siempre, reconstruyendo en su mente en los instantes de soledad, después de una jornada de sexo y esclavitud, los tiempos de su casita en Marzagán, de su familia, la sonrisa de su madre, los ojos brillantes y puros de su padre, rememorando los olores del sancocho y el mojo verde, la brisa de la tarde, el olor a cilantro, sentada en el suelo del patio, mirando las nubes enredadas en la montaña mágica.
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"Justine" (1969) de Jesús Franco