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- OPINIÓN | Eusebio Lucía Olmos
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El aporte de los concejales socialistas a la consolidación de los ayuntamientos democráticos españoles a partir de 1891, supuso una importante contribución a la construcción de los cimientos de una incipiente sociedad democrática. En aquellos primeros años de lanzamiento del partido obrero, fueron dos sus pretendidos objetivos fundamentales: el establecimiento de una organización sindical que facilitase la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores y el acceso de éstos a las instituciones estatales a través de la angosta puerta que suponían los ayuntamientos.
Ya en su segundo Congreso, celebrado en Bilbao en agosto de 1890, y aprovechando el restablecimiento del “sufragio universal” masculino, el partido había decidido participar en los diferentes procesos electorales que se convocasen en el Estado, en línea con lo defendido por los partidos de la II Internacional de la que formaba parte. Aunque, lo cierto es que tal resolución fue tomada más como ocasión propicia de difundir la ideología y programa socialistas que pensando en la obtención de cuotas prácticas de poder, a las que de antemano sabían de su difícil acceso, habida cuenta de las complicadas circunstancias electorales que envolvían aquellos procesos.
Y no era para menos, pues nada más ser aprobada en el mes de junio por un gobierno liberal dicha ley electoral del sufragio universal, Sagasta, su presidente, se vio forzado a dimitir, retornando el conservador Cánovas del Castillo, quien suspendió las Cortes dos días después del acto de la jura ministerial. En el mes de noviembre, con las Cortes aún suspendidas, el rey firmó una Real Orden que incluía “la adaptación de la ley electoral vigente a las elecciones de diputados provinciales y concejales”. Tal “adaptación” no era sino el mantenimiento de los antiguos criterios censitarios y de capacitación en las condiciones de elegibilidad de los concejales, ya que se obligaba a los candidatos, además de llevar al menos cuatro años de residencia en el término municipal, y haber abonado una cuota directa en las listas de contribuyentes por el impuesto territorial o por el de subsidio industrial y de comercio. Es decir, en lugar de adaptar la ley municipal a la electoral vigente, Cánovas puso en marcha mecanismos para desfigurar el sufragio universal en su aplicación municipal, con lo que se produjo la curiosa paradoja de que los obreros eran elegibles para ser diputados, pero no para ser concejales.
En esas condiciones asumieron los socialistas por vez primera su participación en unas elecciones a Cortes, presentando sus candidaturas a las convocadas por el gobierno Cánovas para el 1 de febrero de 1891, en las que obtuvieron unos pobres resultados, incluso en el territorio español de mayor expansión de aquel primitivo socialismo como era el País Vasco. La corrupción del sistema del sufragio, las calumnias y difamaciones que les lanzaron desde los demás partidos y la abstención electoral preconizada por los anarquistas, fueron los motivos que justificaron el rechazo popular a sus candidaturas, a pesar de la ilusión puesta por toda la organización en el proceso.
Práxedes Mariano Mateo-Sagasta y Escolar, retratado por Christian Franzen. La imagen es una foto de Wikimedia Commons en el dominio público.
Ante la gran decepción producida, la reacción de la dirección del partido a la convocatoria de las municipales del día 10 de mayo, fue dar libertad a las agrupaciones para presentarse o no, habida cuenta de la famosa “adaptación” de la ley electoral para presentarse candidato a concejal. Y fueron sólo dos agrupaciones las que decidieron presentarse en toda España, siendo la madrileña el ejemplo más significativo de las que renunciaron a hacerlo. El resultado fue acorde con la oferta, obteniendo cuatro concejales en Bilbao y uno en el próximo enclave minero de La Arboleda (San Salvador del Valle). Sin embargo, la aplicación de la “adaptación” de la ley motivó que solamente uno de ellos pudiera ser proclamado concejal por Bilbao: el carbonero Manuel Orte y Andrés, quien por ser el único que pagaba contribución por un modesto despacho de carbón, se convirtió en el primer cargo público socialista de España. Los otros cuatro, por ser obreros, fueron inhabilitados para ejercer los cargos para los que habían sido elegidos.
A pesar de las continuas reclamaciones de los socialistas por lo injusto del hecho, que lograron se introdujese alguna pequeña modificación de dichos criterios censitarios en 1903, la ley electoral mantuvo dichas desigualdades hasta ser aprobado el texto de agosto de 1907, que reincorporaba el antiguo de “Serán elegibles para el cargo de Diputado a Cortes y Concejal todos los españoles varones de estado seglar, mayores de veinticinco años, que gocen de todos los derechos civiles”. El punto final a los criterios censitarios fue muy bien valorado por los socialistas, atribuyéndose en justicia parte del éxito a su presión.
En cualquier caso, la decisión de presentar candidaturas socialistas, a pesar de las dificultades, a los procesos electorales convocados fue generalizándose, suponiendo el lento inicio de su participación en las instituciones políticas del Estado como elemento fundamental para la transformación de la sociedad, permitiéndoles comprobar la diferencia de esta estrategia con la de sus rivales bakuninistas que promovían la abstención electoral, pensando que era suficiente con que los trabajadores se organizasen para luchar económicamente contra los patronos. El tercer Congreso socialista, celebrado en Valencia en agosto de 1892, acordó la presentación únicamente de candidatos afiliados al partido, tanto para las elecciones municipales como las regionales y generales, y que contasen además con posibilidades ciertas de obtener el triunfo electoral, siendo siempre auspiciados por sus respectivas agrupaciones. Se aprobó también un programa municipal que estaría vigente hasta 1919, y que de manera resumida recogía los siguientes puntos:
1.- Abolición de todos los impuestos que perjudiquen a la clase trabajadora.
2.- Fijación de un salario mínimo para los empleados y obreros del municipio que les permitiera satisfacer sus primeras necesidades. Este salario se determinaría todos los años por el Ayuntamiento de acuerdo con las sociedades obreras de resistencia.
3.- Jornada máxima de ocho horas para todos los trabajos y servicios del municipio.
4.- Cantinas escolares donde se diese gratuitamente una comida sana a los hijos de los trabajadores, en el tiempo que media entre la clase de la mañana y la de la tarde.
5.- Dar todos los años a estos niños ropa y calzado, un traje y un par de botas o zapatos a la entrada del invierno y otro par de botas a la entrada del verano.
6.- Asistencia médica y servicios farmacéuticos gratuitos.
7.- Creación de asilos o refugios para la asistencia de los ancianos y los inválidos.
8.- Ídem de casas de refugio nocturno y distribución de víveres para viandantes y los que buscasen colocación, sin tener residencia fija.
9.- Ídem de casas de maternidad para los niños cuyas madres tuvieran que abandonarlos durante el día o la noche, para ir al taller o fábrica.
10.- Ídem casas de baños y lavaderos públicos gratuitos.
11.- Ídem bolsas de trabajo o edificios donde tuvieran domicilio gratis y local para celebrar reuniones las sociedades obreras que se propusieran mejorar la condición de los individuos o de su clase.
12.- Abolición de las subvenciones de carácter religioso.
13.- Retribución de las funciones municipales con arreglo al salario máximo que percibieran los trabajadores, a fin de que los concejales obreros pudieran desempeñar el cargo.
14.- Exigir el exacto cumplimiento de las ordenanzas municipales en todo cuanto favoreciera a los trabajadores y principalmente en lo que se refiere a la higiene de las habitaciones, análisis de los artículos alimenticios, derribo de las casas denunciadas y andamiaje de las obras.
Las actas de los plenos municipales nos permiten hoy comprobar la tenacidad con que defendían aquellos solitarios y valientes concejales socialistas sus propuestas y mociones, que eran mayoritariamente rechazadas por el resto de fuerzas políticas representadas en las corporaciones, siguiendo el dictado del caciquismo y el clientelismo vigentes. No obstante, no era ello motivo de que se mostrasen, ni mucho menos, acobardados, ya que mantenían la defensa de las mismas reivindicaciones, que habían sido aprobadas por todos los compañeros de la agrupación en adaptación del programa municipal aprobado en Valencia, con la posterior información para la población, que iba conociendo las características y personalidad de los socialistas.
Tal perseverancia en la defensa de sus posturas fue haciendo crecer unos fuertes vínculos existentes entre aquel exiguo número de militantes, concejales y dirigentes, a la vez que una merecida fama de ejemplar conducta de todos ellos. Frente a la escasez de medios materiales, los socialistas mantenían siempre ésta, orientada por una moral estricta en la que exigían austeridad, honradez, responsabilidad, constancia y coherencia. La actividad de los concejales no estaba remunerada en modo alguno, por lo que la asistencia a los plenos solía sufrir un elevado absentismo. No obstante, y a pesar de que los ediles socialistas no solían faltar a ellos, estaban obligados a justificar su inasistencia en casos de fuerza mayor.
De este modo, hasta 1903 en que se produjo el tan deseado éxito electoral en las municipales, el PSOE no pasó de obtener algunos concejales en unos pocos núcleos urbanos de implantación industrial, para iniciar su crecimiento a partir de entonces, incluso contando ya con el primer alcalde socialista en la persona de José Herrero, quien lo fue del pequeño municipio vallisoletano de Urones de Castroponce. La organización se sintió ya consolidada como un partido nacional arraigado en la clase obrera, que se asociaría también con los republicanos a partir del último trimestre de 1909, y viéndose respetado por ciertos sectores de intelectuales. No en balde, había insistido Pablo Iglesias en un célebre artículo publicado el 1 de diciembre de 1905 en La Revista Socialista, bajo el título “Los socialistas en los municipios”: “…por pequeña que sea la representación socialista en los Municipios, siempre será útil no ya sólo para los pobres, sino para la casi totalidad de los individuos que los compongan…”.
Semanario El Socialista del 22 de enero de 1904.
La Agrupación Socialista Madrileña, que había decido no participar en las elecciones municipales ante la injusticia de la famosa ”adaptación” legal, lo hizo por fin en algunos de sus municipios a partir de 1901, con el principal objetivo de denunciar dicha norma, obteniendo sin embargo algún positivo resultado. Por lo que a la capital se refiere, no sería hasta una vez conseguida la primera modificación legal del impedimento de presentación de los candidatos obreros, coincidente con la experiencia adquirida ya en tales procesos, fechadas en las de noviembre de 1905, cuando obtendrían el gran éxito de ver elegidos concejales a Pablo Iglesias, Rafael García Ormaechea y Francisco Largo Caballero, por su distrito de Chamberí, no sin vencer alguna resistencia final que la Junta Electoral continuó planteando.
Una vez posesionados, Pablo Iglesias se incorporaría a la comisión de Policía Urbana y Beneficencia, García Ormaechea a la de Hacienda y Estadística, y Largo Caballero a la de Obras y Consumos. El ejercicio de los cargos no les fue fácil a ninguno de los tres pesos pesados elegidos, debido sobre todo a las suspicacias y menosprecios con que el resto de las fuerzas políticas representadas en el consistorio les trataba. No obstante, y como expresión de la actitud de los nuevos concejales, decidieron renunciar, entre otras gabelas, a los pases gratuitos para los tranvías, gesto que fue muy apreciado por el vecindario. Desde su llegada, no les faltó trabajo ni mucho menos, sino que necesitaron una dedicación plena de 24 horas diarias, sobre todo en el caso de Largo Caballero, quien llegaría a declarar más tarde que “me fue más penosa la función de concejal que el desempeño del cargo de ministro de Trabajo”.
El propio Caballero nos ha dejado en sus Memorias numerosos relatos detallados del paso por la vida municipal durante aquellos primeros años. La presencia de los tres concejales socialistas en el Ayuntamiento madrileño supondría, sobre todo, su abierta lucha contra las corruptelas y componendas que venían siendo tenidas como normales, dedicando también una especial atención a la calidad e higiene de los alimentos y al estado de los asilos. El reparto de favores a los amigos en forma de empleos municipales, como era costumbre inveterada en el consistorio, sería uno de sus primeros campos de batalla, presentando un reglamento para los ingresos por oposición o concurso, al que los veteranos ediles conservadores buscaron también sus resquicios para ser eludido. Tanto es así, que el alcalde Alberto Aguilera aconsejó a sus concejales en una ocasión, no sin cierta sorna, en referencia a Iglesias y Caballero: “Señores, hay que sacrificar ciertas costumbres, porque ha entrado en esta Casa la pareja de la guardia civil”.
La tan referenciada fuerte vocación municipalista del PSOE fue así lentamente consolidándose, de la mano de un creciente número de alcaldes y concejales socialistas en los ayuntamientos de pueblos y ciudades españoles, para ir de este modo acercando la política a los ciudadanos y animándoles a su participación en una realidad específica que de sobra conocen. Y los socialistas no les defraudaban, como lo habían hecho los conservadores y liberales, por lo que continuarían manteniéndoles en las concejalías de los ayuntamientos mientras les estuviera permitido darles su confianza.
Tras la llamada “semana trágica” y la dura represión del gobierno contra las organizaciones obreras del verano de 1909, el partido socialista tomó por fin la acertada decisión de formar parte de la Conjunción Republicano-Socialista, obteniendo con ello un importante apoyo en la elecciones celebradas en mayo de 1910, que se concretó en la elección de Pablo Iglesias como diputado por Madrid. Por primera vez se podría oír en el Parlamento español la voz de un socialista, dejando de escuchársele en la Casa de la Villa, sede del Ayuntamiento madrileño. No obstante, la presencia de concejales socialistas en esta Casa sería ya constante hasta el golpe de Estado del general Primo de Rivera en 1923.
Pablo Iglesias, uno de los fundadores de la Nueva Federación Madrileña, a principios del siglo XX. | Foto de EFE.
A pesar de que la segunda década del siglo XX desencadenó acontecimientos de notable tensión nacional e internacional con excesiva rapidez. El desastroso mantenimiento de la guerra de Marruecos y el clima prebélico que se palpaba en Europa, y que la Segunda Internacional era incapaz de contener, hicieron agudizar el problema social en España. Finalmente, la Gran Guerra estalló, y durante varios años se dispararon unos a otros, desde sus respectivas trincheras, trabajadores alemanes, franceses, ingleses, austriacos e italianos. Aunque España, metida de lleno en su guerra del norte africano, se mantuvo al margen, no dejó por ello de sufrir de manera directa las consecuencias del mayor conflicto armado hasta entonces conocido, lo que provocó la huelga general revolucionaria de agosto de 1917, coincidiendo con la que se estaba viviendo en la lejana Rusia, al otro extremo de Europa, y causante de un notable impacto entre la opinión pública.
El inicial fracaso del movimiento se convirtió finalmente en un sonado triunfo, cuando el gobierno se vio obligado, unos meses después, a amnistiar a los cuatro miembros del comité de huelga, condenados por un consejo de guerra, ante la intensa campaña popular que se desencadenó en su favor. Incluso ya antes, en las elecciones municipales de noviembre de 1917, se presentó una candidatura política formada por los cuatro, a quienes, pese a su triunfó, no se les permitió ocupar los cargos. Sin embargo, el que volvieron a obtener como candidatos a las elecciones generales de febrero de 1918 supuso para los socialistas la obtención de seis escaños de diputados, lo que era tanto como la posibilidad de formación de una minoría parlamentaria. Aunque semejante resultado electoral se vio ensombrecido por el largo y duro proceso que enfrentó a los socialistas españoles, partidarios y oponentes de acceder a las férreas condiciones que la nueva Internacional Comunista ponía para acceder a su adhesión.
La escisión comunista de 1921, la dictadura del general Primo de Rivera (1923) y la muerte de Pablo Iglesias (1925), fueron hitos que marcaron profundamente el devenir del Partido Socialista en todo este periodo. No obstante, la vida municipal siguió su curso hasta la víspera del 13 de septiembre de 1923, en que el general protagonista del golpe de Estado disolvió los ayuntamientos españoles, para ser las alcaldías y concejalías ocupadas por militares y personas de la confianza del dictador. No se volverían a constituir hasta la publicación del Real Decreto de febrero de 1930, instado por el sucesor de Primo de Rivera, el general Berenguer, que repondría a los ex concejales hasta la histórica consulta electoral del 12 de abril de 1931. Pero, el hecho fue que los concejales y alcaldes socialistas habían continuado ejerciendo sus funciones a favor de los ciudadanos de manera tenaz, y tratando al mismo tiempo de conseguir una administración municipal eficaz y moderna.
En aquellas históricas elecciones municipales, que supusieron el cambio de régimen político, los republicanos obtendrían 16 concejalías, 15 los socialistas y 19 los monárquicos, resultando elegido como alcalde el abogado republicano Pedro Rico. Entre los socialistas se habían incluído a una serie de prestigiosos intelectuales, como Fernando de los Ríos, Julián Besteiro, Cayetano Redondo o Ángel Galarza, junto a los panaderos Rafael Henche y Manuel Cordero, al tipógrafo Andrés Saborit, al estuquista Largo Caballero, al albañil Antonio Fernández Quer, al zapatero Lucio Martínez Gil, al embaldosador Manuel Muiño, o al metalúrgico Wenceslao Carrillo, haciendo todos causa común en beneficio de los vecinos de la capital republicana. Una de las primeras decisiones de aquel Ayuntamiento fue precisamente la cesión al pueblo madrileño de la Casa de Campo, finca de propiedad real desde hacía siglos, e iniciar de inmediato una importante campaña de escolarización y construcción de centros, en línea con las políticas del gobierno republicano. Se procedió a la contratación temporal de 10.000 madrileños, empleados muchos de ellos en la remodelación de una serie de vías urbanas, así como en la construcción de diversas colonias de casas baratas.
Cayetano Redondo, socialista, alcalde de Madrid.
Para festejar el primer año de la proclamación republicana, el Ayuntamiento organizó un desfile “no bélico” para mostrar a los madrileños los servicios con que contaban, y que supuso todo un éxito de público asistente. Participaron los guardias municipales a pie y en motocicletas, la banda infantil del Colegio de la Paloma, las ambulancias de las Casas de Socorro, los camiones del Laboratorio Municipal, los coches fúnebres municipales, una sección de matarifes uniformados del Matadero Municipal, los barrenderos, mangueros y basureros con sus respectivos carritos y coches de riego, los últimos modelos de autobuses adquiridos por el Ayuntamiento, y los vistosos bomberos cerrando la parada.
No obstante, pocos días después comenzarían los problemas para aquel consistorio, cuando se convocó una huelga de transportes, que el gobernador civil declaró ilegal, eludiendo el alcalde su necesaria intervención, a lo que vino a unirse algún sonoro caso de corrupción para acelerar el descenso de popularidad del consistorio madrileño. No obstante, en las elecciones municipales del 23 de abril de 1933, en que por primera vez votaron las mujeres y que ganaron las derechas con rotundidad, Madrid fue la excepción. Aunque menos de seis meses más tarde - en octubre de 1934, tras los sucesos revolucionarios - cesaba en la alcaldía Pedro Rico, para ser sustituido por una gestora regida por el derechista Rafael Salazar Alonso (“el del estraperlo”), y más tarde por su correligionario Sergio Álvarez de Villamil, volviendo Rico a repetir mandato en febrero de 1936, con la victoria electoral del Frente Popular.
La rebelión militar y la guerra civil posterior condicionaron la vida ciudadana, lo que hizo declarar a su alcalde: “En las calles luchan los hombres; para atenderlos, para sostenerlos, el Estado, en colaboración con el Ayuntamiento, realizará el esfuerzo máximo para atender a las familias, para procurarles subsistencias”. Pero, la llegada de los militares sublevados a las puertas de la capital precipitó la salida de Rico, quien presidió su última sesión del Ayuntamiento el 6 de noviembre de 1936, para intentar huir sin éxito a Valencia, junto con el gobierno de la nación. No obstante, y a pesar de la guerra y los miles de dificultades entre las que no eran menores los bombardeos, la vida continuó en Madrid, siendo el socialista Cayetano Redondo Aceña quien el día 13 de noviembre de 1936 se haría cargo de la alcaldía, junto a Julián Besteiro, Rafael Henche y Wenceslao Carrillo. El 24 de abril de 1937 le sucedió su correligionario Rafael Henche de la Plata quien, tras el triunfo del golpe de Estado del coronel Casado y la inminente entrada de las tropas franquistas en la ciudad, disolvió la corporación para marchar a Levante con intención de alcanzar el exilio. A éste le sucedió el anarquista Melchor Rodríguez García, nombrado por Segismundo Casado los últimos días de la guerra, para ser quien entregase los poderes municipales a los franquistas el día de la rendición de Madrid, 28 de marzo de 1939.
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