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SAMUEL ARANDA
MIÉRCOLES, 17 DE AGOSTO DEL 2016 - 22:35 CEST
A las tres y cuarto de la mañana del 18 de agosto, un amigo de Federico García Lorca contó a Ian Gibson que le vio salir del Gobierno Civil de Granada escoltado por guardias y falangistas. Ricardo Rodríguez Jiménez venía de jugar a las cartas y se cruzó con el siniestro grupo. El hombre se puso a vociferar: “Criminales, vais a matar a un genio” y a poco no le detienen a él también. Federico, que había llamado a su amigo por su nombre, iba esposado con un maestro de escuela, Dióscoro Galindo González, apresado pocas horas antes.
Un coche los trasladó hasta La Colonia, ocho kilómetros al norte de Granada, que había pasado de ser una zona infantil de vacaciones de verano a una cárcel franquista. Promesas de ascenso en el escalafón y una prima de 500 pesetas eran el acicate para los soldados presentados como voluntarios a las cuadrillas de fusilamiento. Unos pocos fueron obligados como castigo. Uno de los soldados de guardia, José Jover, evocó a Agustín Penón que al anunciarle que iba a ser ejecutado, Lorca quiso rezar el ‘Yo, pecador’ pero no atinó a recordar entera la oración que le había enseñado su madre. Como en una vieja película de Hollywood el poeta habría fumado junto a Jover su último cigarrillo y prometió hacerle llegar su mechero.
Dos banderilleros anarquistas, Joaquín Arcollas y Francisco Galadí, pasaron a integrar el grupo. Según sostiene Gibson, Lorca y sus compañeros fueron trasladados un kilómetro hasta Fuente Grande, muy cerca del barranco de Víznar donde tradicionalmente se había situado la tumba (el hispanista Claude Couffond defendió esa localización). La versión de Miguel Caballero traslada el lugar de los hechos a un cercano campo de entrenamiento de Falange. Sea como fuere, la práctica habitual es que la muerte solía llegar siempre antes del amanecer, a la luz de los focos de los coches. Un testimonio recogido por José Navarro Pardo evoca, sin muchos visos de verosimilitud, que el poeta no murió en el acto y recibió un tiro de gracia. Gibson preguntó a un astrónomo del Real Observatorio de Greenwich si aquella noche hubo luna. Y no. No la hubo.
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