Una aclaración previa a la lectura:
La autora, Lidia Falcón, empieza así: "Dedicado a todas las víctimas del franquismo, y a los valientes que se han atrevido a denunciar sus infamias."
Podemos ver hasta qué punto está infamemente redactado. El posesivo "sus" tiene como antecedente un Sintagma Nominal: "las víctimas del franquismo". Estoy seguro de que la señora Falcón no se refiere a las víctimas sino al franquismo. Así, Lidia quiere decir: "Dedicado a todas las víctimas del franquismo, y a los valientes que se han atrevido a denunciar las infamias de éste."
Dedicado a todas las víctimas del franquismo, y a los valientes que se han atrevido a denunciar sus infamias.
Los historiadores que quieran conocer la verdadera tragedia de España desde 1939 se encontrarán con grandes dificultades para investigar. Porque no solo los archivos de tantas instituciones han sido destruidos o falsificados al terminar la Guerra civil y a la muerte de Franco, sino que apenas contamos con los testimonios de los testigos y supervivientes de aquel genocidio.
La victoria fascista supuso el exterminio o el exilio de los dirigentes políticos y sindicales, de los cargos institucionales, de los intelectuales, de los maestros, de las feministas, de los masones, de los anarquistas, de los socialistas, de los comunistas, de los republicanos, de los homosexuales. La victoria fascista organizó no sólo las detenciones, las torturas y los fusilamientos de los más inteligentes y valientes activistas que luchaban por la libertad y la democracia, no sólo el robo de los hijos de las presas republicanas, no sólo la purga de los funcionarios que no fueran considerados afectos al régimen, no sólo la censura de todos los artículos, libros, periódicos, conferencias, clases y declaraciones contrarias al fascismo, no sólo la prohibición de hablar, escribir y publicar en cualquier otra lengua española que no fuera el castellano, sino también, y no menos importante, logró implantar un ambiente de terror en el país que impidiera a los supervivientes y a las generaciones siguientes levantarse contra el régimen.
Durante cuarenta años muchos de los hombres y mujeres de las generaciones que vivieron la guerra, que nacieron en la postguerra y que sufrieron la dictadura hasta su fin, ocultaron a sus hijos e hijas y a sus nietos y nietas la masacre que habían padecido. Es clásico oír a muchachas y muchachos de veinte años, y a quienes no son tan jóvenes, “a mi mis padres no me contaron nada de la guerra ni de la postguerra”, o mis abuelos o mis tíos. En la mayoría de las familias de los vencidos se cernió una nube espesa de silencio, de secretos férreamente guardados. Los mayores sabían que los niños podían ser imprudentes si conocían la verdadera historia de su familia. La supervivencia solo se podía suponer, no garantizar, si nadie hablaba.
Mi querido amigo Luciano Rincón, escritor, periodista, gran persona y gran hombre, que militó en el FELIPE, prematuramente desaparecido después de la persecución a que fue sometido primero en el año 1959 a un Consejo de Guerra por su adscripción política, y todavía en 1971 por haber escrito una, entonces famosa, biografía titulada Francisco Franco, Historia de un Mesianismo con el seudónimo de Luís Ramírez –quizá el mantenimiento de sus iniciales les dio pistas a la policía- publicó antes un espléndido libro Nuestros Primeros Veinticinco Años. En él explicaba el funcionamiento de la organización franquista que se ocupó de dominar todos los resortes del Estado, especialmente sus arcas, en colaboración, connivencia y complicidad con las oligarquías: banca, industria, latifundios, y la represión sistemática que ejercía contra las clases trabajadoras, en aquel primer cuarto de siglo de dictadura. Un capítulo, Los silencios y los Gritos, nos relató como en España solo se oían los gritos de los vencedores que se imponían como un único ruido sobre el pantano de silencio en que se habían hundido los vencidos.
Pronto, en un año, habrán transcurrido ochenta desde el comienzo de la Guerra Civil, y en las cunetas, las carreteras, los caminos, los huertos, los campos y los cementerios de España están esperando los restos de más de ciento cincuenta mil asesinados por las hordas fascistas: falangistas, carlistas, policías, Guardias Civiles, militares y otros espontáneos, que hacían “las sacas” en las casas de los pueblos y de las ciudades, y con la metralleta calada se llevaban al padre, a la madre, al abuelo, a la abuela, al hermano, al hijo, al marido, a la mujer, y, a veces delante de sus familiares, lo asesinaban. Ni siquiera los restos del famosísimo poeta Federico García Lorca han sido hallados, ni los de mi tío, el Capitán de Aviación republicano Virgilio Leret, fusilado con trece compañeros más en la Base de Hidros de Mar Chica en Melilla, el 17 de julio de 1936. Miles de nietos y bisnietos llevan veinte, treinta años, intentando localizar las fosas comunes donde yacen sus antepasados, excavarlas, abrir las investigaciones necesarias y dar entierro digno a sus parientes.
En cuarenta años de supuesta democracia no se ha conseguido. España es el único país que ha sufrido una dictadura genocida en el que no se han exigido responsabilidades a los autores de los crímenes ni a los políticos que los organizaron y los consintieron. Ni aún siquiera se ha establecido una Comisión de la Verdad en la que se investigue y se hagan públicas las atrocidades vividas, como consuelo a las víctimas y a sus descendientes, puesto que pedir “Verdad, Justicia y Reparación”, como es el lema de la Comisión de la ONU encargada de estos temas, es imposible para nosotros. A algunos genocidas se juzgó en la Alemania nazi y en la Italia fascista, en Portugal y en Grecia. Algo se ha reparado en Argentina, en Chile, en Guatemala hasta el presidente Ríos Montt fue procesado, incluso en Camboya se explica la negra etapa de su dictadura. En Sudáfrica se organizó una Comisión de la Verdad para hacer públicas las atrocidades del apartheid como pequeño consuelo para las víctimas.
En cambio el franquismo organizó la llamada Causa General Instruida por el Ministerio Fiscal sobre la dominación roja en España, conocida abreviadamente como la Causa General (CG), que fue la venganza interminable contra los republicanos iniciada por el ministro de Justicia franquista, Eduardo Aunós, tras la Guerra Civil, mediante Decreto del 26 de abril de 1940, con el objeto, según su preámbulo, de instruir «los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación roja». En la Exposición de Motivos se leía: “La Causa General […] atribuye al Ministerio Fiscal, subordinado al Ministerio de Justicia, la honrosa y delicada misión de fijar, mediante un proceso informativo fiel y veraz para conocimiento de los Poderes públicos y en interés de la Historia, el sentido, alcance y manifestaciones más destacadas de la actividad criminal de las fuerzas subversivas que en 1936 atentaron abiertamente contra la existencia y los valores esenciales de la Patria, salvada en último extremo, y providencialmente, por el Movimiento Liberador…”
La Causa General, con la excusa de recopilar información sobre las circunstancias y detalles “no solamente de abusos y crímenes contra personas y bienes cometidos durante la contienda en la zona republicana sino todo tipo de acciones emprendidas por las autoridades, fuerzas armadas y de seguridad y partidarios de los gobiernos republicanos y de izquierdas desde la instauración de la Segunda República en 1931”, se atrevió a perseguir a diputados y representantes legítimamente elegidos por el pueblo.
Se incorporaron a la Causa General, cuya instrucción duró prácticamente hasta los años sesenta, toda clase de testimonios falsos, calumnias y denuncias inspiradas por la venganza y el deseo de apropiarse de los bienes de los denunciados, ya que las condenas que se producían en el cien por cien de los procesos implicaban la expropiación de los bienes del sentenciado. Durante los treinta años en que se incoaron miles de procesos judiciales en contra de todo aquel que era considerado no afecto al régimen, y por supuesto los que habían sido republicanos como alcaldes, concejales, diputados, miembros de las Casas del Pueblo, hasta los bibliotecarios, y desde luego contra aquellos que poseyeran tierras o inmuebles y no fueran fascistas, se encarceló, se torturó y se fusiló a unas 250.000 personas. Las pruebas eran inexistentes o falsas. Las declaraciones de unos vecinos, la denuncia del cura párroco, las afirmaciones de los falangistas del pueblo, bastaban para llevar al paredón al que había sido alcalde republicano, afiliado a los sindicatos o maestro de la escuela. La persecución basada en la Causa General –aparte de la represión de los hechos contemporáneos – duró hasta la promulgación por el gobierno de Franco en 1969 del Decreto-Ley 10/1969, por el que prescribían todos los delitos cometidos antes del 1 de abril de 1939, (es decir, el final de la Guerra Civil). Dicho Decreto-Ley fue dictado a los treinta años de acabada la Guerra Civil. Y como se puede ver no prescribían los “delitos” cometidos entre el 39 y 69, que podían seguir siendo perseguidos.
El proceso de la Causa General fue empleado tanto como instrumento para la represión de un gran número de opositores, como para los fines propagandísticos del régimen de legitimar la sublevación en contra del Gobierno de la República y explicar la necesidad de la Guerra Civil.
Esta estrategia de mentiras y falsedades, al estilo de Goebbels, es la que ha escrito la historia de España de los últimos ochenta años y la que se está enseñando a las niñas, a los niños, a los jóvenes en todas las escuelas, institutos y universidades, la que se difunde por las cadenas de televisión y la que se publica en la mayoría de los periódicos y revistas. Y, ahora, en Internet.
Así, en ese medio, una serie de individuos me están dirigiendo insultos y calumnias cuando me he decidido a contar, con detalle, las torturas que sufrí en la Dirección General de Seguridad de Madrid, en septiembre de 1974, con motivo de mi detención, en la que pretendieron implicarme en el atentado de la calle del Correo de Madrid. Como en la entrevista se dice que en 40 años no había explicado con detalle aquellos siniestros hechos deducen que son falsos. La síntesis a que obliga una entrevista realizada a pie de calle no me permitió, ni creí necesario, precisar que las detenciones y las prisiones están documentadas en los atestados policiales y en los sumarios judiciales que se conservan en el Archivo del Ejército y en el Archivo de Salamanca. Las torturas no están documentadas, ¡lástima! Hubiera sido oportuno que un notario hubiera estado presente. Pero sí constan las estancias hospitalarias, en el Hospital Penitenciario de Carabanchel primero y en las sucesivas intervenciones que he sufrido en diversas clínicas.
Ninguno de estos hechos fue tampoco ocultado en su época puesto que tanto la prensa como la televisión franquistas dieron cuenta detallada de cada día que transcurrió entre las detenciones y la libertad. ¡Lástima también que no fotografiaran los cuerpos amoratados y los miembros dislocados de los torturados! No solo yo, los doscientos detenidos en el proceso del atentado de la calle del Correo, y los muchos más que pasamos por las catacumbas de las Jefaturas de Policía y la Dirección General de Seguridad. Fuimos miles las víctimas en el llamado tardofranquismo. El día que murió Franco éramos 25.000 los y las que estábamos en libertad provisional. Y varios años más tarde siguieron secuestrando y apaleando en las comisarías de policía a los opositores políticos. Mi amiga Concha, detenida durante una semana el año 1976 en Valladolid y salvajemente torturada a la que humillaron con múltiples agresiones sexuales. Agustín Rueda, el preso anarquista que mataron a palos en la cárcel de Carabanchel en años de Transición. La muchacha que exhibió en Interviu la paliza que le había propinado la policía en el culo hasta quedar absolutamente negro. Y muchos cientos más que desearía que se personaran en la querella argentina como al final me he decidido yo a hacer.
Los siniestros detalles de la tortura los he hecho públicos hoy por apoyar la labor esforzada de los que llevan adelante ese proceso por las víctimas del franquismo. Porque los relatos de las detenciones y de las prisiones los publiqué años ha. Remito a las lectoras y a los lectores a mis libros En el Infierno y Viernes y 13 en la Calle del Correo. Pero durante este tiempo he intentado, si no olvidar, sí archivar los recuerdos, para que la angustia y las emociones no me impidiesen seguir viviendo. Y sobre todo para que mis hijos no conocieran con detalle el infierno que pase.
Los recuerdo la primera vez que los vi en la Prisión de Yeserías al otro lado de las rejas, un mes después de la detención. Tenían 18 y 20 años, estábamos separados por un doble cristal y una doble reja. Afortunadamente, porque así era más difícil observar el estado en que me encontraba. Se les veía lívidos, desencajados. Habían adelgazado bruscamente en aquellos días, cuando ya eran de por sí delgados, y tragando saliva, les dije, riéndome, que me encontraba bien, que no me había pasado nada, y les hice la broma de que tampoco tenía que salir enseguida de prisión porque sería un desprestigio para mi mientras tantos otros estaban mucho más tiempo. Y la broma y las risas les devolvieron un poco de color a las mejillas. Ya después, ¿para qué atormentarlos con aquel relato de terror?
De aquel horrible proceso nunca se vio juicio, y aunque en alguna ocasión intenté que algunos de mis compañeros de calvario y yo exigiéramos que se celebrara la vista oral, los sufrimientos estaban demasiado vivos, la justicia seguía administrada por los mismos jueces franquistas, la vida con sus exigencias nos arrastraba –la mayoría padecíamos graves dificultades económicas- y sobrevivimos, lo que es mucho.
Pero hoy, con la ayuda de mis esforzados compañeros que trabajan en la querella argentina, me he decidido a explicar algunos de los episodios más horribles, que tenía escondidos en las neuronas cerebrales para darme descanso. Y lo he hecho para que nadie más lo ignore, para que nadie más lo tergiverse, para que nuestras generaciones jóvenes sepan lo que les sucedió a sus padres y logren evitar que se repita.
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